jueves, 5 de septiembre de 2019
CON AROMA DE CANELA
Ayer, con Romina, jugamos a “Tenés horma de…” Como es un juego ¡se vale de todo! Nadie se molesta. Bueno, cuando digo que nadie se molesta hablo de ella y de mí. Por lo regular (lo sabe la gente que me conoce) a mí me gusta jugar juegos de dos, un poco como si prefiriera el tenis (juego de príncipes) y no el fútbol soccer, que es juego multitudinario.
Lanzamos la moneda y ella ganó. Así que me quedó viendo, revisó mis orejas, mi cabello, y dijo: “Tenés horma de rondana”. ¿De rondana? Entonces (es parte del juego) yo busqué el entorno donde mi horma tuviese cabida. Cerré tantito los ojos y pensé en qué lugares hay rondanas. Rápido pensé en un taller mecánico. ¡No! Odio la grasa. Por fortuna, luego apareció en mi mente un lugar con grandes ventanales y luz solar que se filtraba. Sí, pensé, es un laboratorio de ingeniería, en una universidad. Vi el letrero de la entrada MIT (Massachusetts Institute of Technology). Me sentí bien a la hora que una chica, de lentes, bata blanca, jeans apretados, me tomó entre sus manos y dijo que me colocaría (lo dijo en inglés) en el transversor (quién sabe qué significaba eso de transversor, pero nombraba una máquina que estaba sobre una mesa y que tenía la forma de un abductor). Me sentí bien. Se lo conté a Romina, escuché que ella tomó un sorbo de la limonada y dijo que era mi turno.
Abrí los ojos y dije: “Tenés horma de manzana”. Ella sonrió. Cerró los ojos y dijo que estaba en un campo lleno de manzanas. Estaba en Turquía, hasta arriba de un árbol, desde donde, como si fuera un vigía, miraba la traza del sembradío. Eran cientos y cientos de árboles sembrados en largas avenidas. Me dijo que veía a una multitud de hombres y mujeres que, como hormigas, con canastas, trepados sobre escaleras, cortaban las manzanas. Dijo que ella no quería ser cortada. Yo le dije que recordara que todo era un juego. Ella podía estar ahí por siempre. Yo le dije si no había pensado en la manzana de Adán y Eva. Dijo que no. Dijo que lo primero que apareció en su mente fue ese sembradío de manzanas en Turquía. Dijo que casi casi podía ver a lo lejos una mezquita y escuchar los rezos. Por esto me gusta jugar con Romina, porque casi siempre se aleja del lugar común. Abrió los ojos y dijo: Me toca. Y yo le seguí el juego, me acerqué y le dije: Te toco, se lo dije en voz baja, como si orara y, tembloroso, extendí mi mano y toqué la parte superior de su oreja y bajé hasta llegar al lóbulo. Ella, como si una anguila eléctrica hubiese nadado por encima de su cuerpo, se estremeció y dijo que tenía cosquillas. Le recordé que yo era una rondana. ¿Qué no estabas en el MIT? No, dije, ahora no estoy en Massachusetts, ahora estoy arriba de un árbol turco y siento un aroma de manzana hervida con canela y miel, un aroma que me sigue desde niño. Cuando tenía seis años, desde el fogón brotaba un aroma que me cubría todo el cuerpo cuando estaba en la oración de las cinco. La sirvienta ponía a hervir manzanas para que los niños nos sentáramos frente a la mesa y tuviésemos la recompensa por haber participado en el rosario con la abuela.
Los dos abrimos los ojos. Romina, como si regresara de un sueño de muchos días, se desperezó y dijo: Te toca. Y yo dejé que me tocara. Cerré los ojos.
Escuché que ella tomó un libro del librero y dijo: “Tenés horma de Singer” y yo no pensé en la marca de la máquina de coser que tenía la abuela, ¡no! Pensé en la fotografía de un libro donde aparece Isaac Bashevis Singer, y le dije a Romina que estaba sentado en una estancia donde había un aroma de malta, y ella dijo que era el aroma de la cerveza; luego dije que había un aroma a libro y ella dijo que sí, que me tenía entre sus manos.
Me gusta jugar con Romina. Jugamos el infinito juego de “Tenés horma de…” Este juego lo permite todo. A veces tenemos horma de ardilla o de tacuatz, a veces tenemos horma de papel higiénico o de toalla sanitaria, a veces tenemos horma de Ciudad de México o de Comitán.