martes, 3 de septiembre de 2019

CARTA A MARIANA, CON UN LIBRO




Querida Mariana: ¿Libro de cabecera? No, nunca he tenido libro de cabecera. Siempre he tenido libro de sobaquera. ¡Ah, eso sí! Recuerdo que en mis tiempos de universitario, andaba con la novelita de Pacheco, “Las batallas en el desierto”, debajo del brazo, de arriba para abajo. Todavía en estos tiempos, cuando alguien me pide que le recomiende un libro, le recomiendo éste. Digo, si alguien te pide que le recomendés un libro es porque no es un gran lector, así que apuesto mi resto a favor de esa novelilla de Pacheco. Como platicamos el otro día con Iván, si “Las batallas en el desierto” no le gusta a alguien quiere decir que nada de literatura le gustará, que nada le jalará, que más le vale, si quiere hacerse el interesante, poner ¡el Libro Vaquero! en medio de “El quijote”.
Ayer me topé con “Las batallas en el desierto” en el librero, andaba en busca de un libro bonito, de un libro que no fuera muy complicado, pero que no fuera simple; es decir, andaba en busca, sin pensarlo, de la novelilla breve de Pacheco. Y mi mano fue a dar directo a su lomo. Libro delgado. La edición de ERA tiene 68 páginas. ¿Mirás? Bueno, qué te voy a contar a vos, si vos también sos fan de esta novelilla. Recuerdo cuando hace seis o siete años (tenías diecinueve) llegaste a la oficina, te sentaste frente a mí, dejaste el libro sobre el escritorio y, colocando tus manos detrás de tu cuello, dijiste que te sentías plena. Brillabas como si fueses una pulsera recién limpiada. Tu cielo estaba limpio. Pensé que esa es la sensación que queda en el espíritu cuando hallamos un libro inteligente, simpático, bonito. Y “Las batallas en el desierto” es un libro inteligente, un libro agua limpia, casi casi perfecto. Cuando un aspirante a escritor me pide que le dé un tip para llegar a ser un buen escritor le digo que lea esta novelilla. Pacheco escribe con oraciones cortas, sin mucho adjetivo, recortando los gerundios (recortando, ¡recortando los gerundios! ¡Ay, Molinari!).
Lo llevaba debajo del sobaco a todas partes: a la hora que subía al autobús que me llevaba a CU, a la hora que entraba al baño (no a bañarme), a la hora que hacía la fila en la tortillería, cuando me sentaba en el Parque Hundido o en el Parque de Los Venados, cuando caminaba por La Alameda (uno de mis privilegios ha sido caminar por los parques ¡leyendo!). En fin, la novelilla sólo la dejaba cuando era hora de dormir. No exagero si digo que dejar el libro sobre el buró era lo último que hacía en el día y tomarlo era lo primero que hacía a la hora de levantarme. Sí, cuando comía, también tenía el librincillo sobre la mesa, por eso, en ese tiempo, mi ejemplar, se llenó de mango, de mole, de arroz, de nogada (del chile), de guacamole, de cerveza y, ocasionalmente, cuando llegaba de vacaciones a Comitán, ¡de ts’isim!
La novelilla, vos lo sabés, no cuenta más que una historia común: la del niño de primaria que se enamora. Tal vez la diferencia estriba en que no se enamora de su maestra, que es lo más recurrido, sino que se enamora de la mamá de su amiguito. Siempre he pensado que algo influyó en mi vida el hecho de que ella, la mamá (que es lindísima), se llame Mariana (de hecho, la versión cinematográfica de la novelilla se llama “Mariana, Mariana”). Digo que la historia es sencilla, casi simple, pero como siempre, en literatura lo que cuenta no es lo que contás sino cómo lo contás. Y Pacheco (¡maestro!) lo cuenta con una gracia y una gran capacidad narrativa.
Ayer, que la releí, pensé, por primera vez, que debe atraerme mucho porque, además de todos los atributos literarios que posee, la historia refiere un periodo especial de México: el periodo presidencial de Miguel Alemán Valdés; es decir, está centrada en la Ciudad de México en el principio de los años cincuenta; y en ese tiempo, mi mamá (lindísima, joven de veinte años) vivía allá. Una mañana había tomado el tren en Huixtla y había llegado a vivir a la gran ciudad. ¿Mirás? Ayer, releyendo la novelilla de Pacheco, pensé (¡qué bobo!) que mi mamá pudo toparse en alguna calle de la colonia Roma, con Carlitos (el niño enamorado). Perdón, debió decir Carlitos, al chocar con mi mamá al entrar a la panadería. Mi mamá levantó su bolso y sonrió. ¡Ah, si ella hubiera sabido que estaba topándose con el niño protagonista de una de las mejores novelas de lengua española! Pero no, no podía saberlo. Pensé (¡qué bobera!) que una tarde, mi mamá, trepada en un autobús en avenida Insurgentes, miró por la ventanilla a una mujer linda, bien vestida, a la que, todos los hombres se volvían para verla, y pensó que era una mujer muy bella. ¿Quién iba a decirle a mi mamá que esa mujer era la mujer de la que Carlitos estaba enamorado? Yo todavía no estaba en la tierra, ni leía la novela que Pacheco aún no escribía.
Posdata: ¿Libro de cabecera? ¡Naranjas de Chicomuselo! Lo que siempre tengo es: ¡libro de sobaquera! Y en mis tiempos de universitario, dicho libro fue el librincillo de Pacheco. ¡Salve, oh, maestro! Qué novela tan sencilla, tan bien escrita, se aventó usted.