viernes, 13 de septiembre de 2019
LA TOCADA
El tío David Ordóñez tuvo muchos oficios en su vida: fue talabartero, trapecista en un circo, carnicero, apicultor, zapatero remendón y, por último, le halló gusto a la marimba y se volvió marimbista. Organizó un grupo musical y amenizó bautizos, bodas, cumpleaños y, sobre todo, ofreció serenatas. Este oficio lo amó por encima de todos los demás. Decía que le permitió hacer muchos amigos, disfrutar la alegría de los otros cuando bailaban o movían los pies sentados en las sillas; en fiestas consiguió dos muchachas que luego fueron sus novias. Cuando yo lo conocí ya era un hombre sosegado y sólo aceptaba dar serenatas. Por esto, dormía en la tarde, para estar en plenitud en la noche. A veces, jugábamos lotería en la sala con mis primos y tía. El tío, sentado en un sofá individual, con la cabeza recargada en el respaldo nos miraba e iba cerrando los ojos y torciendo la cabeza hasta quedar profundamente dormido. Como decía la tía, aunque pasara un tren el tío no abriría los ojos. Gritábamos ¡lotería!, nos empujábamos, reíamos, y el tío era un bulto. A las ocho en punto abría los ojos, se desperezaba y pedía a Alfonso que fuera a arreglar los instrumentos para que todo estuviera listo sobre el camión. La tía suspendía el juego, iba a la cocina a preparar la cena del tío. Nos despedíamos, corríamos por la calle para llegar a nuestras casas. Frente a la casa del tío mirábamos cómo subían la marimba que haría las delicias de una chica y despertaría la envidia de las vecinas. Cuando el tío iba a dar serenata todos los de casa sabíamos que tenía “Tocada”.
La palabra se enraizó tanto en nosotros que, años después, cuando íbamos con los amigos a tomar unas cervezas al bar de moda “La Jungla”, desechábamos cualquier otra cita y decíamos que teníamos “Tocada”. Dejé de beber, ya no tuve “Tocadas”. Olvidé la palabra, pero ayer, como brota el agua en un nacedero, volvió a aparecer.
Ayer en la tarde fui a sentarme en una banca del parque central. Abrí un libro de cuentos de Bashevis Singer y vi que dos chicas lindas se sentaron en la banca cercana. Una llevaba el cabello corto y una blusa negra, escotada, con el lema “Do it”; la otra vestía unos jeans ajustados y tenía un piercing en el ombligo, se veía el inicio de un tatuaje que bajaba hasta su vientre y quién sabe en qué lugar terminaba (sólo ella, Dios y su amiga sabían en qué lugar terminaba, bueno, también algún amigo juguetón). No habían estado sentadas ni un minuto, cuando la chica del tatuaje se levantó y dijo que tenía que irse porque tenía “Tocada”. Seguí con el libro abierto, pero ya sin leer. Estuve atento a lo que la chica decía: Tenía “Tocada”. Supuse que no era marimbista, ¡no! ¿Tenía una cita para ir a un bar? “Quedé de verme con Alberto”, dijo la chica con la picardía de una niña que está frente al pastel de fresa y queso que tanto le gusta. La otra chica señaló con un dedo el mensaje de su blusa, la otra dijo: Por supuesto que sí, ¡me lo comeré! La chica que se comería a Alberto se agachó, besó a su amiga y echó a correr. La otra chica me vio y frunció el ceño. Yo, sin darme cuenta, había levantado la vista y las veía con ojos de viejo perverso. Me subió el color al rostro. Bajé la vista e hice como que leía, pero no leía, estaba pendiente del movimiento de la chica de la blusa negra. El lema decía: “Do it”, mi inglés de primero de secundaria traducía: “¡Hazlo!” La chica le había dicho a su amiga: “Do it” y la otra había recibido el mensaje, claro, había dicho: ¡Me lo comeré! Lo había dicho como si Alberto fuera un pedazo de pastel de fresa con queso.
Una cubetada de años cayó sobre mí. Quedé todo empapado de años. ¡Uf! El tío tenía “Tocada” cuando iba a dar serenata; nosotros teníamos “Tocada” cuando íbamos a echar trago. Ahora, esta chica tenía “Tocada” porque se iba a comer a Alberto. ¿De dónde habrá sacado la chica la palabra? Pensé: ¿No será nieta del tío o nieta de algún marimbista? Pude preguntarle a la amiga que quedó sola en el parque, pero ella me vio feo, como si yo fuera un delincuente y ella, aprendida la lección, dijera “Fuchi, guácala.” Luego pensé que la chica de Alberto sería tocada, acariciada, amada. Alberto vería completo el tatuaje.
Sentí (sentí) que la chica de la blusa negra se paró y caminó, cuando intuí que ya iba a diez o doce metros subí la mirada. La vi. Movía con gracia su trasero. Antes de subir un peldaño de un pasaje interior, volvió la mirada. Ella supo que yo la veía. Al atraparme, sonrió, levantó la mano y dijo adiós. Yo, todo tonto, no alcancé a levantar la mano, la dejé a media asta y la moví con timidez. Do it? Si ni de joven lo hice ¡menos de viejo!