jueves, 13 de febrero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XVI)




El primer viaje que realicé fue a China (hablo, por supuesto, en forma imaginaria). Ese día fue día de mi cumpleaños. No recuerdo cuántos años cumplía. ¿Seis? ¿Siete? Una secretaria de mi papá (se llamaba Flor) me llevó un presente. Yo estaba en un corredor de la casa, tomaba un jugo de naranja, ella llegó, me cantó las mañanitas, me dio un abrazo y me entregó un paquete envuelto en papel de china (en color amarillo). Ella se retiró, cuando vi que entraba a la oficina de mi papá, yo rasgué el papel de china para ver qué me había regalado. ¡Soberbio! Eran cuatro revistas de monitos (cómics). Sólo recuerdo dos, una de ellas era un cómic de El Pato Donald y la otra relataba los viajes de Marco Polo. Por supuesto, yo no sabía quién era Marco Polo, y, por supuesto, fue la revista que menos me interesó. Leí las otras tres y, cuando se agotó el material, no me quedó más que leer la de los viajes de Marco Polo. Fue el deslumbre. Mi papá, con mucho orgullo, me había dicho que nuestra familia venía de Italia, y, en la revista, lo primero que hallé fue que Marco Polo era veneciano, de Italia. Al lado de su retrato estaba un dibujo que mostraba parte de esa ciudad rodeada de agua, con decenas de canales. Corrí hacia mi papá y le pregunté si de ahí venía el abuelo paterno, dijo que no, dijo que el abuelo había nacido en Italia, pero no en Venecia. Pero, ¿Venecia es de Italia? Sí, dijo mi papá, Venecia es parte de Italia. Entonces, como si hubiese recibido algún premio por aprovechamiento en la escuela, volví a sentarme en el piso del corredor y di vuelta a la página de la revista. Mi abuelo, sin ser de Venecia, pertenecía a esa misma tierra (casi agua), donde había nacido Marco Polo. Pensé que alguna mañana yo debía abordar un avión y viajar a Venecia. ¿Cómo aterrizaban los aviones ahí? ¿Acuatizaban?
Y digo que fue un deslumbre, porque esa mañana descubrí que el mundo era amplio. No importaba si la tierra era plana o redonda, eso era una discusión absurda. Lo que importaba es que el mundo era basto, que más allá de las calles de mi pueblo, del parque central, del templo de El Calvario, de mi escuela Fray Matías de Córdova, del canal de Jishil, lleno de agua fresca, había más mundo, y había un mundo que se llamaba China, lugar al que no había llegado ningún italiano antes de Marco Polo, quien, tal vez, fue tatarabuelo de alguien que fue amigo del tatarabuelo de mi abuelo. Las nacionalidades sirven para eso, para que los nacidos en una misma patria puedan coincidir en algún instante en algún lugar. Bueno, las nacionalidades también han servido para hacer guerras y para asesinar a millones de personas.
Recuerdo que la mayor impresión fue un dibujo con la muralla china. A vista de pájaro mostraba a esa serpiente de piedra moviéndose por en medio de altísimas montañas. Pensé que ningún visitante podía tener esa vista que yo tenía en las manos. Desde entonces pensé que los lectores teníamos grandes ventajas con respecto a los turistas que se cansan en los trayectos de ir de una plaza a un templo que está colocado en la cima de una montaña. He visto a muchos turistas sentarse a mitad de la escalinata que tiene cuatrocientos escalones, los he visto sacar un pañuelo, secarse el sudor; los he visto colorados de sus rostros, por el esfuerzo, los he visto llevarse la mano al pecho, porque el corazón está ladrando como perro a mitad de la noche. He visto a muchos turistas doblarse el pie al pisar sobre una piedra que resbala, los he visto correr de un lugar a otro en busca de un sanitario, porque tienen una urgencia física; los he visto abrir los brazos cuando están arriba de una cima y una cordillera se rinde ante sus pies; los he visto emocionarse ante el vuelo de patos migrantes; los he visto bailar en la playa, nadar en mares o lagunas o ríos; he visto cómo cierran los ojos cuando sienten la brisa al navegar por un río de la selva; los he visto abrazarse temerosos cuando escuchan el ruido ensordecedor de cien monos aulladores. Los he visto, satisfechos, disfrutar la vida, vivir la experiencia inenarrable del viaje. Los he visto hacerse polvo cuando se estrella el avión donde viajaban, molestarse al punto de ataque al corazón cuando les avisan que su reservación no estaba confirmada o cuando sus maletas terminan en el aeropuerto de Roma, cuando debían estar en Milán.
Yo soy un bobo. Desde entonces decidí viajar desde casa. Nunca, por fortuna, a la hora de viajar a Argentina o a Colombia o al Sahara o bogar por el río Ganges o en el Usumacinta, se me ha caído una teja sobre la cabeza o me he resbalado o me he ahogado o se ha incendiado el hotel donde estoy. Tomo un vaso de agua con limón (sin azúcar) y disfruto lo que han llamado las maravillas del mundo. Bueno, con decir que jamás algún perro ha levantado su pata y me ha orinado. No. En casa tenemos a la Pigosa y ella, como toda una dama, se agacha y orina. Los perros son más escandalosos, andan, por todos lados, levantando las patas y presumiendo sus miserias.
Sentado sobre el corredor de ladrillos, al lado de macetas con helechos y tomando un jugo de naranja, ese día de cumpleaños viajé a China con Marco Polo. El viaje transcurrió sin novedad por lamentar, al contrario, todo fue deslumbrante. Esa noche, después de la piñata, quebrada con los amigos, y los juegos en el sitio y la cena con patzitos y el reparto del pastel, vi que mi mamá estaba satisfecha y cansada, dejó caer su cuerpo en una silla de mimbre, en la sala, y respiró hondo. Me acerqué y le dije que esa mañana había viajado a China. Me vio y sonrió. ¿Qué tal?, preguntó, y mi cara se iluminó para responder, pero ya no dejó que las palabras brotaran, me dijo que ella, una vez, cuando estaba en su casa de Huixtla, había visto una postal de aquellos lugares (en Huixtla hay muchos chinos) y había pensado que algún día iría a conocer el oriente. La vi. Tenía un velo de niebla en sus ojos. No hubo necesidad de preguntar por qué no había realizado su deseo. Tampoco había necesidad de decirle que en mí no había nacido el deseo, porque lo había cumplido a cabalidad. Había viajado para conocer la Muralla China, sin necesidad de usar visera para protegerme del sol, sin necesidad de que me salieran ampollas en los pies.
Muchos años después un amigo viajó a China y, a su regreso, sentados en la Alameda, de la Ciudad de México, me contó las maravillas que había visto. Después que su asombro comenzó a menguar, le pregunté cuántas horas había invertido en el viaje por avión y cuánto dinero había invertido en cumplir su sueño. Me respondió, y, cuando vio mi cara de sorpresa, dijo que todo había valido la pena, que lo volvería a hacer. Había tanto por ver, dijo, reconoció que mucho quedó pendiente por conocer. Sí, dije yo (y recordé mi certeza infantil), comenté: El mundo es basto. Entonces me vio desde su altura orgullosa y preguntó sólo para humillarme: Y, vos, ¿nunca has ido a China? Alcé los hombros y dije que sí, que había viajado en varias ocasiones y sonreí. Esta sonrisa la interpretó como un alarde estúpido, de alguien que ni en sueños ha realizado tal proeza. Sonrió, me dio la mano y se despidió. Lo vi caminar con rumbo al Palacio de Bellas Artes, cuando él desapareció de mi vista, caminé con rumbo al metro, para ir a casa.