sábado, 1 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON AROMAS DE LA JUNGLA




Querida Mariana: No soy chango, pero muchas tardes de mi adolescencia las pasé en La Jungla. ¡Ah!, con qué pericia me descolgaba de las lianas. Claro, eso era al principio, cuando apenas había tomado la primera cerveza, porque, después de la botella (de Presidente) ya mis ojos no alcanzaban a distinguir las lianas y las ramas y terminaba como esos Perezosos, con los brazos sueltos en el vacío. Ya estaba bolo, ya la plática de mis amigos la escuchaba como ruido de chachalacas y caminaba en forma taimada, como si fuera un caimán.
Sí, La Jungla fue una cantina que frecuenté con los amigos. A veces me excedí en la bebida. Esos días no fue gozoso, pero cuando el exceso no llegó, el instante de camaradería con los amigos fue de plena alegría. Tan fue así, que el otro día, cuando me topé con mi amigo Carlitos Rojas y me dijo que La Jungla estaba de nuevo en Comitán, fui de inmediato a reconocer esos territorios. Fui, porque (igual que mis amigos) recuerdo con nostalgia gastronómica los instantes en que nos sentábamos ante una mesa y don Óscar Carrión (así, con i) nos ponía la botella y nos llenaba la mesa con botana. De toda la botana, recuerdo con emoción redoblada, como si fuese uno de los mejores recuerdos (lo mismo sucede con mis amigos) dos guisos especialísimos: los bocoles y las papas. No hay secreto, son guisos sencillos, pero, así como recuerdo las tostadas que preparaba tía Petra, en el barrio de San Sebastián (que no eran más que tostadas doradas en el comal, con una repasada de frijol molido, un puñito de queso y rociado con caldito de chile jalapeño, de lata grande), así mi corazón se lame cuando aparecen las imágenes de los bocoles y de las papas. Las papas eran unas rodajas gordas, generosas, como cinturita de muchacha pasadita de kilos, pasadas por el aceite. Y los bocoles no eran más que unas tortitas (tortaditas) hechas con frijol, con una consistencia especial, también pasadas por el aceite, que las servían acompañadas con crema, queso y salsa. ¡Dios mío! Cuando mirábamos ese manjar en la mesa, nuestros jugos gástricos se volvían cataratas demandando satisfacción y nosotros, muy obedientes, nos servíamos una papota y un bocol en el plato y le damos gusto al gusto.
Un día (no sé bien cuándo) La Jungla desapareció, de la misma forma que dicen que está desapareciendo la Selva. Don Óscar (quién sabe por qué) vendió la casa que había construido (que llegó a tener veinte habitaciones, ¡veinte!) y fue a poner su negocio a Pujiltic, lugar donde hace veinte años, más o menos, se despidió del mundo. Los hijos se quedaron con el negocio (que allá se llamó Los Arcos) e incrementaron la oferta gastronómica, sin dejar de preparar los famosos bocoles y las generosas papotas.
Pero ahora, digo, gracias a Carlitos Rojas, volví a toparme con un recuerdo de hace más o menos cuarenta y cinco años. ¡Uf! De inmediato pensé decirles a mis amigos el hallazgo y convocarlos a una reunión. Después de cuarenta y cinco años, ¡regresemos a La Jungla!, es la propuesta. Cuando se lo conté a Memo, me dijo que no sabía la existencia de este renacimiento, me contó que (hace muchos años) encontró a don Óscar en Pujiltic y entró a comer unos bocoles, acompañados, por supuesto, con una cerveza.
Dicen por ahí que uno no debe regresar a los lugares donde fue feliz, pero otros (miles, millones de personas) hurgan en el pasado y regresan a esos lugares, porque, aunque saben que ya nada es igual, hallan pequeñas piedritas que sirven para apuntalar los cimientos de la nostalgia. Así que, ahora, estoy dispuesto a volver, a convocar a los amigos de siempre (Javier, Quique, Jorge, Memo, Roge, Armando y Pedro) para sentarnos ante la mesa y permitir que Francisco, el hijo de don Óscar, nos llene la mesa con botanas. Como no tiene permiso para venta de alcohol, bajaremos las botanas con agua de horchata o agua de Jamaica. Total, digo que el trago en cualquier parte, pero la botana selecta sólo en lugares especiales. Cuando viví en Puebla, recordaba con mucho afecto los guisos especiales de las cantinas especiales: la carnita en salsa verde, de Tono Gallos; el chile al pastor, de la Casa Rosada (Casa Blanca, en algún momento); los bocoles, de La Jungla; las costillas, de El Camechín; y las carnes frías, de Cancún. Como si fuera el famoso Ricardo III decía: “Cambio mi reino por un chilito al pastor y unos bocoles.” Pero tal ruego se perdía en la cima nevada del Popocatépetl y en las faldas de la Malinche. Pero, cuando volví a Comitán hallé el chilito al pastor y las costillitas y las carnes frías, aunque, como ya mi dieta era muy estricta, me senté en una silla plegadiza, crucé los brazos sobre el filo de la mesa y miré esas delicias, las miré, las miré y las disfruté. Me llené con solo verlos, me sacié (Javier me dijo que era yo muy bobo, que eso era como mirar a las muchachas bonitas sin acariciarlas. Javier no sabía que yo había leído ese prodigio de novela llamado “La casa de las bellas durmientes”, de Kawabata. La casa de las bellas durmientes es un burdel donde hay chicas vírgenes recostadas en camastros (ellas permanecen narcotizadas), donde los clientes entran con la prohibición de tocarlas. La maravilla del acto se concentra en la posibilidad de observar esos cuerpos desnudos, de admirarlos, de tenerlos al alcance de la vista y del deseo, pero no de las manos. El erotismo se manifiesta en su máxima expresión. Bueno, eso fue lo que hice aquella tarde de mi regreso a Comitán, eso es lo que hago: Acudo a la casa de los bellos manjares, y los paladeo con mi mirada. He alcanzado tal práctica que me gusta ver programas de cocina en televisión, aunque sé que jamás probaré físicamente tales platillos.)
La Jungla, inicialmente no se llamó así. El local de don Óscar estaba en la calle que va al Club Campestre, a cuadra y media de donde está la Cruz Roja. El local era muy modesto, con piso de tierra y con un cerco de madera, que permitía (y eso era lo que a mí me encantaba) que pasara el aire y nuestras miradas se posaran en las ramas de los árboles que ahí estaban y que fue lo que le valió el nombre de La Jungla, que se lo pusieron los clientes que iban con rumbo al Club y cuando estaban cruditos pasaban a calmar la brasa de sus estómagos con un caldito y una cerveza (los calditos eran los tradicionales consomés de camarón con jaiba, de mollejitas o de pancita). Al inicio, don Óscar bautizó a su local con el nombre de “Cueva de tío Ticho”, pero ya dije que los clientes pasaban y, al ver la arboleda y escuchar la bulla de loros y un mico que tenía el propietario le decían que ese lugar era como La Jungla, así que, como la voz del pueblo es la voz de Dios, el lugar fue rebautizado con este nombre y así fue conocido durante el tiempo que estuvo abierto en Comitán, y ahora ha renacido, porque los hijos de don Óscar tienen el restaurante “La Jungla tío Ticho”, que es una mezcla de los dos nombres que acá tuvo. Don Paco Carrión asegura que la botana tiene la misma sazón de siempre: “Mi esposa, Esperanza, se apegó mucho a mi mamá y le aprendió todo el secreto.”
Don Paco, hombre de buen trato, platicador, asegura que mis amigos no se arrepentirán de visitarlo. Dice que nos preparará los bocoles como los probamos en los años setenta. Yo pienso que así será. Volveremos a un lugar donde fuimos felices y nuestros rostros volverán a sonreír y nuestras panzas identificarán un sabor extraviado y estarán contentas.
Yo activaré el reproductor de música del celular para que escuchemos la música que don Óscar nos ponía en La Jungla: Fernando Valadez. Luis Alcaraz o Los Bribones.
No sé si hablo de más, pero mi emoción es incontenible. ¿Imaginás lo que significa hallar, después de cuarenta y cinco años, el lugar donde fuiste feliz?
Ahora, ya no están en la calle que va al Club Campestre, ahora están en un terreno que está a media cuadra de la estación de radio EXA-FM, con rumbo al bulevar. Bajás tantito y donde termina la bajada ahí está el restaurante. Como antes sigue siendo un lugar con piso de tierra y con un murete hecho con tablas de madera. Esto permite, como entonces, el paso libre de aire. Lo que este siglo XXI me quedó a deber es la arboleda generosa de entonces, y el rebumbio amable de los loros y el jugueteo del mico (ahora, no está permitido tener estos animales en cautiverio).
Me gusta estar en lugares donde la plática fluye con la misma libertad con que fluye el aire y la vista. Me disgusta estar en lugares cerrados. He sostenido que, si estoy encerrado en casa, porque debo escribir todos mis textos, cuando salgo a convivir un rato con los amigos me gusta hacerlo en lugares abiertos. Ahora que no llueve, que el sol se desparrama generoso, se me antojó regresar a La Jungla. Sé que igual que yo, igual que mis amigos, muchos más comitecos que disfrutaron la botana de esa cantina de los años setenta, buscarán su refugio y regresarán al lugar donde fueron felices. Espero que el reencuentro sea luminoso, que la realidad responda a la expectativa. Don Paco asegura que así será y menciona los platillos que ahora sirve: carne tártara en cascaritas de chicharrón, guacamole, quesillo, chorizo, carne deshebrada, tortillas con asiento, cebollas de rabo, costillas y, por supuesto, papotas y bocoles. Además, dice que prepara una mojarra al vapor que está de rechupete.
Posdata: Don Óscar fue mecánico (en Comitán, como era sobrino de doña Chelo Delfín, fue mecánico de la Cristóbal Colón). ¿Cómo, entonces, se volvió cantinero? Su hijo comentó que su papá, antes de ser mecánico, entró a trabajar en un barco, en Veracruz, y ahí aprendió a cocinar. ¿Mirás? Sin duda que muchos marinos, a mitad del mar, una vez cumplida la faena, se sentaron en el comedor del barco y esperaron que don Óscar, como cosa especial, les sirviera unos bocoles. Ya mirás que el frijol, en alta mar, evita el escorbuto. ¡Salud!
Don Óscar murió en Pujiltic, pero trajeron sus restos a Comitán, para que los enterraran acá. ¡Viva la vida!