miércoles, 26 de febrero de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XVII)




¿Los viajes ilustran? Los viajes dan vida, pero, por encima de todo, los viajes dejan la sensación de que hay más, siempre hay más. La gran ventaja de los viajes es que siempre está presente el deseo, el deseo jamás se agota, porque los viajeros nunca llegan a conocer los territorios que descubren.
Matías dice que ni siquiera llegamos a conocer los pueblos donde nacimos. Mientras bebe una cerveza, acompañada por unas tostadas con frijol y salsa verde, que preparó su esposa, recuerda el Comitán de los años sesenta, el Comitán que vivió de niño. Dice que antes había posibilidad de “medio” conocer el pueblo. ¿Ahora? Es imposible. En primer lugar, ahora, él ya no tiene el tiempo disponible que tenía antes, cuando con su palomilla iban a la Ciénega, a los Zanjones, al Cenicero, a la Cueva de Tío Ticho y a la Cueva del Zopilote. Iban con resorteras y con guineos y limas de pechito, las resorteras las usaban para matar pajaritos y los guineos y limas para matar el hambre. Tenían todo el tiempo del mundo para conocer el Comitán de entonces. En la actualidad, dichos espacios siguen existiendo, con modificaciones, con notorias modificaciones, pero, a pesar de que Matías ha vivido toda su vida en el pueblo, confiesa que hace años, añísimos, que no va a la Ciénega, ni a los Zanjores, ni al Cenicero, ni a la Cueva de Tío Ticho o a la Cueva del Zopilote. ¿Cómo? Tiene muchos compromisos laborales y familiares. Ahora, lo expresa con cierta nostalgia mientras toma un sorbo de cerveza, dice que no conoce muchas colonias de reciente creación. Comitán ha crecido, dice él, y lo dice sin la emoción de muchos que se enorgullecen que Comitán ya sea una ciudad grande. Lo dice como si deseara que su pueblo no hubiese crecido tanto, que se hubiese quedado pueblito, el pueblito que él recorrió y conoció.
Tiene razón Matías. Los viajeros pepenan muy poco, poquísimo, en los viajes que realizan. Cuando viajo (es mi experiencia personal) siempre me quedo con una sensación de vacío. Nunca falta el amigo que cuando regreso me pregunta si conocí tal o cual lugar; e, invariablemente, cuando digo no, él dice “Te lo perdiste”, y en ese momento la cartera del vacío se abre para que ahí deposite el billete de la pérdida. Mi cartera de vacío está llena de billetes que tienen inscrita la palabra pérdida. Se me hace una estupidez. Yo quisiera gritarle al amigo que nada perdí, porque nada tenía, pero no puedo hacerlo porque, en el fondo, muy en el fondo, siempre está presente esa absurda sensación: Los viajeros siempre se pierden lugares: montañas que nunca subieron, antros donde no bebieron, cabarets donde no vieron a chicas en toples, templos donde no rezaron, restaurantes donde no comieron, museos donde las miradas no bebieron el arte, mercados donde no caminaron. Montañas, antros, cabarets, templos, restaurantes, museos y mercados que sí viven los nativos, los que caminan a diario esos pueblos. Ningún viajero de estos tiempos alcanza todo; ningún viajero de tiempo alguno ha podido satisfacer el deseo de conocimiento total, por eso digo que una de las ventajas del viaje es, a la vez, su más grande desventaja: La imposibilidad del conocimiento total. Por esto, los viejos sabios recomiendan a todos los nativos que viajen por sus lugares de origen, que se piensen turistas y viajen por sus ciudades. Todo, dicen, debe verse con mirada de turista, de asombro.
Digo que, gracias a los libros (a novelas y libros de cuentos), he viajado mucho. Un día leí una novela de Pamuk (Premio Nobel de Literatura) y caminé por calles de Estambul, incluso estuve en un muelle donde había una lancha amarrada y se escuchaba el sonido del agua chocando contra el paredón (yo, que nunca me acerco a ríos o albercas, porque no sé nadar y el agua me provoca una sensación de vértigo difícil de calmar.) Estambul me gustó mucho. Digo que esta ciudad no la tengo a la vuelta de la esquina (es una ciudad que es como línea divisoria y punto de unión entre Europa y Asia), pero sí lo tengo a la vuelta de mi librero. Ahora mismo puedo alargar la mano y volver a vivir la sensación que no está dada por una fotografía o un video, sino a través de una imagen literaria. Abro el libro, busco el capítulo y vuelvo a estar a la orilla y escucho, con claridad y emoción, el sonido del agua del Bósforo chocando contra el paredón, veo a la lancha que se bambolea de un lado a otro, respiro el aroma del río (sucio) y siento el viento fresco, nocturno. Hace rato se oyó el llamado al rezo desde una mezquita, que hizo un muecín. Dejo el libro, porque (¡qué hermosa coincidencia!) en este momento (escribo esto en domingo, a las ocho y media de la mañana) el campanero del templo de Guadalupe comienza a tocar las campanas dando el primer repique para misa. Con esto me basta para entender la belleza de mi oficio de lector, desde mi lugar de origen (donde en un templo católico tocan las campanas) viajo hasta Turquía donde el muecín invita a los fieles paras la oración, a través de algo que son como plegarias con cantos metálicos y estridentes. Son dos culturas tan diferentes y yo, ¡gracias, Pamuk!, tengo ambas en las palmas de mis manos: Turquía en la izquierda y México en la derecha. Privilegio que tengo tantas veces como yo desee, basta que estire la mano en el librero para hallar a Estambul, a Buenos Aires, a París (¡oh la la!), Ottawa, Ciudad de México, Oaxaca (¡oh, Oaxaca!), Puebla, Antigua Guatemala, Madrid, Barcelona y mil pueblos y mil ciudades y decenas de montañas, de ríos, de lagunas, de cantinas, de puteros, de patios escolares y, sobre todo, de estancias íntimas, cuartos donde las muchachas bonitas se recuestan sobre las camas, sin sostén.