martes, 25 de febrero de 2020
CARTA A MARIANA, DESDE UN RINCONCITO DE LA SELVA
Querida Mariana: El escritor chiapaneco Luis Antonio Rincón estuvo en Comitán. Lo saludé antes de la presentación de su libro “Kayum Mapache”, cuyo entorno es la selva. Bueno, en realidad fue él quien me saludó. Muy afectuoso, como siempre, se detuvo donde yo estaba sentado (la banca que mirás en esta foto) y me obsequió su libro “Tras la pista de Azul”, creación que obtuvo el Premio Bellas Artes de Obra de Teatro para niñas, niños y jóvenes Perla Szuchmacher 2019.
Acá, me dedica mi ejemplar de “Kayum Mapache”. Sentate acá, le dije y me moví tantito, sólo como un acto reflejo, porque la banca es amplia y caben sentados más de cinco, pero él dijo que no, e hincó una rodilla en el piso y usó el asiento como mesa. Yo tomé la foto, porque pensé que eso era un acto ritual de transcendencia. Luis Antonio estaba hincado por imperativo de la diosa mayor: la creación literaria, diosa que la ha acompañado desde siempre.
En la presentación del libro “Kayum Mapache”, el poeta Arbey Rivera fue el encargado de hacer comentarios al libro de Luis Antonio, y, entre otros conceptos, casi al inicio dijo que esa tarde estaba entre nosotros “Un niño grandote que se llama Luis Antonio Rincón.” ¡Sí! Minutos antes yo había visto a ese niño, remolón, decir que no se sentaría en la banca para apoyar el libro sobre sus muslos y firmarlo. No. Luis hizo algo como una genuflexión (puso una rodilla sobre el piso) y convirtió a la banca en escritorio, porque se dio cuenta que, antes, la banca había extraviado su vocación original y se había vuelto una especie de librero. ¿Mirás que ahí están ejemplares de libros? El lugar que, por lo regular soporta nalgas de personas, era el soporte perfecto para libros (más allá se ve un librero, con una plantita encima. Pucha, qué ganas de cambiar vocaciones a los objetos en Comitán).
Mientras él firmaba mi ejemplar yo le conté que dos niños comitecos le dicen Rinconcito. Sabemos que en Comitán (por tradición) empleamos el diminutivo con frecuencia, lo hacemos de manera afectuosa. No es casualidad que a los comitecos nos digan cositías (que es diminutivo de cosa). Luis Antonio ha estado en Comitán en ocasiones anteriores, como en muchos lugares de México (y quién sabe de cuántos lugares más del mundo hispano) muchos lectores han leído sus obras. Así pues, esos dos niños lectores lo han hecho su amigo y no le dicen Luis Antonio o Rincón, ¡no!, ellos toman uno de sus libros y dicen que están leyendo un libro de Rinconcito.
Rinconcito es un niño grandote, dice Arbey. Un niño que, como dicen en Comitán, dio de sí, se hizo varejón (bueno, también creció un poco en ancho, porque las ceibas no son delgadas como lirios, sino que tienen troncos rotundos.) Rinconcito es un niño creativo, juguetón, sencillo. A pesar de que ha ganado varios premios literarios nacionales e internacionales, y ganará muchos más, sigue siendo un humilde creador que ríe, que juega con los niños y con los objetos de este y de otros mundos. Si se sube al ladrillo sólo es para argüendear y ver qué hay del otro lado de la barda. Si escribe muchas obras literarias para niños es porque él es uno más de ellos. Tal vez, digo sólo que tal vez, él se siente más a gusto con audiencias conformadas por niños que por adultos.
Yo disfruto (como niño) de sus obras dedicadas a niños y a jóvenes, aunque he de confesar que también disfruté mucho, muchísimo, “Las raíces de la ceiba”, que fue el primer libro que leí de él. El día que leí “Las raíces de la ceiba” tuve la certeza de estar frente a un grande de la narrativa chiapaneca. Uno sabe cuando un libro está escrito por un escritor que nació con las raíces bien puestas sobre la tierra y su fronda está bien alimentada por las nubes más altas. Rinconcito es un niño que brinca, con alegría, de una liana a otra de la creación y deja su huella luminosa en cada parcela del aire.
Acá, Rinconcito juega, juega a que es un adulto y firma un libro, juega a que debe presentar una de sus obras. Y digo que juega, porque a la hora de la presentación, no soportó estar sentado en la mesa de honor. ¡No! A la hora que le pasaron la estafeta (el micrófono, pues), él se puso de pie y se acercó a la audiencia (conformada por una mayoría de niños) y contó que, de niño vivió con una tía y creció en un entorno lleno de historias. Supo, digo yo, que la vida estaba conformada por historias y éstas formaban un entramado con la historia de todos los días. Contó que una vez, en Tuxtla, creyó ver un duende; luego dijo algo esencial, que puede ser como la semilla original de su acto creativo, dijo que él no fue un chico tan atrevido como sus amigos, quienes trepaban a los árboles, él descubrió que tenía un don, el don de la intuición. Como si contara algo cotidiano dijo que él sabía cuándo iban a cantar los cenzontles y que, como si dijera la hora, advertía en su casa que esa noche habría conciertos de ranas y de sapos. ¡Y así sucedía!
Posdata: Rinconcito sabe cuándo un mango caerá de maduro. Lo avisa con anticipación. Segundos después que él habló, todos ven que un mango se estrella contra el suelo. Luis Antonio es un niño juguetón, tiene un don especial: sabe en qué instante el universo abre el agujero negro de la creatividad. Como es un juguetón, mete la mano en ese agujero y antes que la luz desaparezca él toma un cachito y lo vuelca en sus libros. Y es tan generoso que comparte esas miríadas de luz y sus lectores nos iluminamos, iluminamos un rinconcito de nuestro corazón.
Acá, Luis Antonio está arrodillado ante la diosa de la creación. Él es parte de ella, porque firma el libro que escribió, el libro que es una oración, un canto, plegaria al universo que él mismo creó.