sábado, 15 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN BAÑO DE POLVO MÁGICO




Querida Mariana: Los jóvenes no entienden a los viejos. Nuestros recuerdos están llenos de polvo, huelen a naftalina revuelto con un acre aroma a orines. Sí, los jóvenes tienen razón en no entender a los viejos, ustedes huelen a nube limpia, las muchachas se ponen gotitas de perfumes franceses en medio de los pechos y atrás de las orejas, los muchachos, después del baño, frente al espejo, levantan los brazos y, sobre la mata peluda de la axila, se rocían desodorantes importados. Los viejos estamos empolvados y nuestros recuerdos también están llenos de algo que es como esa polilla que cae de los muebles antiguos. Pero, si no fuera por esa franja de luz ámbar nuestras vidas estarían menos completas, más vacías. El recuerdo de lo pasado otorga proteínas a nuestra dieta diaria. Los viejos cenamos pan sopeadito, tomamos licuados porque no podemos comer alimentos duros, pero, sí le echamos el diente completo (aunque sea con prótesis dental) a todo lo que huele a pasado.
La foto que te anexo nada te dirá, pero es un objeto que (estoy seguro) si lo viera tu abuelo lo enviaría directo y sin escalas a un pasado glorioso, porque lo que está en la imagen es un proyector de uno de los dos cines que, en los años sesenta, hubo en Comitán. No sé bien a cuál de los dos cines perteneció (no sé si fue proyector del Cine Comitán o del Cine Montebello), pero este chunche permitió que decenas de cinéfilos de esos tiempos disfrutaran de la maravilla del cine. El licenciado David Esponda, director del Teatro de la Ciudad, logró que don Rafa Pascacio, dueño de ambos cines, le prestara este proyector para que estuviera en exhibición en el vestíbulo del Teatro Junchavín (ahí sigue expuesto). Cualquier persona puede entrar al lobby y ver esta maravilla. Pienso que este proyector funcionaba a través de un principio sencillo, pero prodigioso: Proveía una fuente de luz que permitía que los cuadritos del filme fueran proyectados hasta una pantalla (ubicada en el otro extremo de la sala) dando paso al milagro de la imagen con movimiento, porque el movimiento está dado al pasar veinticuatro cuadros por segundo.
Es una bobera lo que diré, pero sin este chunche todos los cinéfilos no habríamos disfrutado la maravilla del cine. Por supuesto, ni no hubiera estado el proyeccionista este chunche no habría cumplido su función, es una mera máquina inerte, pero cuando Jorge Saborío (igual que Alfredo, el proyeccionista inolvidable de la cinta “Cinema Paradiso”) colocaba el primer rollo de la cinta y enredaba la cinta entre los espacios adecuados, pulsaba el botón que iluminaba la lámpara (más poderosa que la de Aladino, porque cumplía más de tres deseos) y accionaba el botón que iniciaba la proyección, la sala del Cine Comitán (o la del Montebello) se llenaba con el espectáculo más sublime del mundo, el que hacía reír a toda la audiencia con las ocurrencias de Tin Tan o los pastelazos de Viruta y Capulina; o hacía llorar a toda la audiencia con las tragedias de doña Sara García a la que hora que veía las travesuras que hacían sus hijos; o hacía temblar a toda la audiencia a la hora que, en forma misteriosa se abría el ataúd, y Drácula (vestido como un dandi, sin una arruga en su traje), se incorporaba con las manos sobre el pecho y mostraba la dentadura con los enormes y afilados colmillos que buscarían los cuellos de las muchachas bonitas; o hacía emocionarse a toda la audiencia a la hora que Tarzán emitía su grito especial y flotaba en el aire, de una a otra liana, mientras un grupo de elefantes corría en medio de la arboleda; o hacía sudar a toda la audiencia de jóvenes a la hora que Meche Carreño se quitaba lentamente su ropa hasta quedar completamente desnuda y mostraba sus pechos y su pubis lleno de negros vellos ensortijados (ah, qué barroco, que frase tan de Bernardo Villatoro.)
Cientos de sueños se deslizaron por esas salas, gracias a la magia que realizaban los proyectores y los proyeccionistas, quienes eran los últimos y más modestos elementos de una enorme cadena, que había iniciado con los escritores de guiones, dirigidos por los grandes directores y actuados por enormísimos actores y actrices. De la ventana de este proyector tomaron vida María Félix, Chaflán, Vicente Fernández, Silvia Pinal, Lorena Velázquez, Julio Alemán, los hermanos Almada, el comiteco Javiercito Esponda, Leti Pinto, mi ex compañera de la secundaria, y la de los pechos soberbios que amamantó a miles de cinéfilos mexicanos: Isela Vega; que todos los dioses de la concupiscencia la bendigan siempre, por los siglos de los siglos, mamén, perdón, amén.
El otro día, platicando con Iván en la radio, él contó que, en la Ciudad de México, ciudad donde nació, cuando iba al cine compraba palomitas y refresco (lo que ahora venden en las salas de Cinépolis). En los cines comitecos vendían también palomitas y refrescos, pero, además, los cinéfilos (a la hora del Intermedio o con los niños que ofrecían servicios hasta la butaca) tacos dorados, tortas y, en gayola del Cine Comitán, hasta elotes asados. Le dije que él es muy joven, porque a mí me tocó (cuando estudiaba en aquella ciudad maravillosa) ir al Cine Tlatelolco. Dicho cine seguía fielmente la tradición de la plaza prehispánica porque era como un mercado donde vendían hasta tamales de hoja. A pesar de que estaba acostumbrado a mis cines comitecos donde los espectadores, a la hora de ver en pantalla a la bellísima Sofía Loren, comían una orden de tacos dorados, me sorprendió ver entrar a mujeres gordas cargando charolas llenas de tamales, tacos suaves, salsas y palomitas (las charolas eran metálicas.)
Siempre he dicho que el cine fue una de las religiones que me legó mi papá (que su Dios ilumine siempre sus pasos). Mi papá y mi mamá (que nuestro Dios permite que aún siga conmigo) siempre fueron muy cineros. Cuando viajábamos de vacaciones lo primero que hacían era ubicar alguna sala cinematográfica y por las tardes entrábamos a las funciones. Mi papá siempre comparaba las salas. Por lo regular, las grandes ciudades tenían grandes salas, había algunas que eran fastuosas, tan fastuosas como los palacios egipcios que salían en la pantalla. Lo que sí no cambiaba mucho era el comportamiento de los espectadores. A mí siempre me ha fascinado todo el ritual que se desarrolla en las salas. Me encanta el instante previo al inicio de la función. Me encanta sentarme a mitad de la sala y ver cómo las personas entran, caminan por los pasillos (muchos tomados de las manos, bien sea hijos con padres o parejas de enamorados), se detienen y buscan asientos de su preferencia (o cuando las salas se llenaban, las butacas que estuvieran vacías. Antes, querida niña, no había asientos numerados, uno se sentaba en lugares elegidos en sitio o en los vacantes.) Cuando la sala está semivacía me encanta oír el murmullo de las parejas (quién sabe qué cositas bonitas o qué cochinadas cómplices se dicen); me encanta oír la plática desbordada o las risas volanderas de los grupos de jóvenes. Me encanta ver a los mayores leyendo un periódico o leyendo un libro. Todos están sentados (algunos están parados, con las nalgas recargadas sobre el asiento de enfrente), todos esperan. Y esto es uno de los grandes misterios del mundo; es decir, todos los cinéfilos acuden a ver una cinta (en mis tiempos de niño hasta tres, con permanencia voluntaria) y saben que deben esperar el inicio. Yo soy como dijo uno de los protagonistas de una cinta de Woody Allen (que interpretó el propio Woody), de los que no soportan entrar cuando ya inició una película. Me encanta llegar con anticipación, cuando todas las luces están prendidas y los cinéfilos buscan sus lugares y, como si fueran niños en el aula, esperan que el prodigio del cine inicie. ¡Ah!, es un instante sublime donde las luces comienzan a retirarse y la pantalla se ilumina en su totalidad. En mis tiempos de infancia, cuando mis papás me llevaban al cine, el inicio de la función era con un noticiario que daba a conocer las últimas novedades del mundo (recuerdo que en “Cinema Paradiso”, el pequeño actor ve escenas de la guerra en donde está su papá.) Al término del noticiario la cinta comenzaba. Muchos de mis contemporáneos disfrutan las cintas en blanco y negro. Hay directores de películas actuales que eligen este color (en tiempo donde el color domina). Ya mencioné a Woody, recordá que su afamada cinta Manhattan está filmada en glorioso blanco y negro. Me acostumbré a cintas en blanco y negro, tal vez por esto (ahora en estos tiempos de fotografía digital) cuando alguien me da a elegir entre una foto en blanco y negro o en color, la mayoría de veces elijo el blanco y negro (claro, si el motivo de la foto es un atardecer pleno de colores naranjas y amarillos, dudo tantito, pero al final termino eligiendo el blanco y negro, porque mi mente recuerda todas las películas donde una pareja de actores se paró en una terraza de hotel o en la playa y miró un atardecer en blanco y negro. El horizonte y la parvada de nubes no tenía más contraste que el blanco y el negro.
Posdata: Ahora el aparato proyector está en exhibición en el vestíbulo del Teatro Junchavín. En ese mismo espacio estuvo el Cine Montebello. Aún recuerdo la fachada con el anuncio luminoso y las paredes forradas con azulejos azules (sí, azulejos, como si fueran las paredes de un baño). En la radio comenté también lo que ya en alguna ocasión te platiqué: El Cine Montebello fue una sala sui géneris: tuvo los sanitarios, de damas y caballeros, en ambos lados de la pantalla. ¿Cómo era posible? Mientras todo mundo veía la cinta, de pronto un halo de luz inundaba la sala, porque algún urgido había abierto la puerta abatible. Todo mundo veía quién entraba y quién salía, cuántos minutos tardaba dentro. ¡Qué pena! Era parte de ese mundo encantador de los años sesenta y setenta de un Comitán ya lejano, de un Comitán que, a veces, nos reserva sorpresas agradables y nos estruja el corazón a todos los viejos, porque ante nuestros ojos aparecen chunches antiguos que nos hablan de una edad que se nos fue. Algún día, la película de nuestra vida se agotará, el carrete recibidor seguirá dando vueltas y el final de la cinta chicoteará en el aire. En el cielo aparecerá la palabra FIN y alguien, años después, recordará, recordará…