miércoles, 12 de febrero de 2020

CARTA A MARIANA, ANTES DEL CUERPO DE CRISTO




Querida Mariana: Acudo a misa en ocasiones muy especiales. El 5 de febrero fui al Santuario del Niñito Fundador, porque hubo una misa de agradecimiento por los setenta años de la fundación del Colegio Mariano N. Ruiz. ¡No podía faltar!
Cuando me preguntan digo que soy católico. Ya he dicho que mi papá me heredó dos religiones: la católica y la cinéfila. No he renunciado a alguna de ellas, porque sería tanto como renunciar a la heredad de mi padre. Seré católico y cinéfilo durante el resto de mi vida. ¡Claro! Ya no asisto al cine con la frecuencia que lo hice en mi niñez, tomado de la mano de mi papá, la vida nos impone cargas que impiden los gozos de la niñez y, además, él ya no está. “Confieso ante Dios, todopoderoso” que acudo menos a misa. Siendo honesto practico más la religión del cine que la otra, pero no desdigo de ella. Siendo honesto prefiero ir a la matiné que a la misa de domingo.
Fui a misa , como es mi modo, busqué un lugar donde no tuviera tanta interrupción, un lugar donde pudiera estar pendiente de todo lo que ahí sucedía. Reconozco que, así como me gusta el cine, me gusta ver los movimientos que las personas realizan en lugares especiales, en momentos especiales. Busqué y miré que en el coro nadie había, subí por una escalera, sosteniéndome del pasamanos metálico, jalé una banca y la acerqué lo más que pude al barandal, me acodé y desde ahí vi y escuché el acto. El sacerdote felicitó al colegio, a sus fundadores, a maestros, padres de familia y alumnos de la institución, pidió un aplauso y éste se dio de manera generosa, no faltó quien, sin gritarlo, dijo: “Que viva el colegio”, pero la solemnidad se impuso y nadie coreó este viva. Fue entonces que vi la mesa que estaba justo debajo del coro: una mesita modesta, con un tapete bordado, una botella de vino de consagrar y una cesta (de plástico) con hostias. Pensé que el vino y la hostia (tal como aprendí desde niño) eran la materia prima de lo que, después del acto de consagración, se convertirían en la sangre y el cuerpo de Cristo. Los incrédulos se burlan de tal milagro, pero los fieles católicos creen firmemente en tal mutación. El vino se convierte en la sangre de Cristo y la hostia es el cuerpo de Cristo. Quienes pasan a comulgar toman de la sangre de Cristo y comen del cuerpo de El Salvador. Va pues, cada quien con su creencia y su fe.
Pero, de igual manera pensé que cuando fui acólito, a todos los de mi gremio nos encantaba el momento previo a la consagración, cuando el vino no era más que vino y la hostia no era más que unos circulitos deliciosos de harina de trigo. Sin ponernos de acuerdo y ya con nuestros trajes de acólito un día determinamos que el otro “ensotanado” (el sacerdote) tomaría y comería la sangre y el cuerpo de Cristo, mientras nosotros (simples mortales) gozaríamos de tales delicias antes de que tales sustancias se transformaran, así pues, uno de nosotros se ponía en la puerta para avisarnos a la hora que el padre entrara a ponerse la sotana (teníamos un rol bien definido), mientras los demás sacábamos la botella del cancel y, como borrachitos callejeros, le dábamos sorbos a pico, y luego nos dábamos un atracón con las rueditas deliciosas, hmmm, dejábamos que se disolvieran en el lago de nuestra saliva. Cuando el vigilante silbaba, sabíamos que el cura estaba por entrar. Dejábamos todo como lo habíamos encontrado y saludábamos al padre inclinando la cabeza que, en varias ocasiones, sentíamos como que se desprendía de nuestro cuello. Estos ligeros entorpecimientos de nuestras mentes ocasionaron en más de dos ocasiones que se nos cerraran los ojos a mitad de la misa o que tocáramos a deshora la campana en el instante que el sacerdote decía: “Este es el cuerpo de Cristo”. Nosotros sonreíamos porque ese cuerpecito ya había sido nuestro, junto con su emboladora sangre.
Posdata: Valió la pena ser monaguillo. En varias ocasiones subí al campanario del templo de Santo Domingo. En el último tramo debíamos subir sobre una escalera altísima que, justo cuando llegábamos a la mitad, crujía como quejándose, como advirtiendo que en cualquier momento se podía quebrar a la mitad. Ahora, cuando recuerdo estos momentos aún siento vértigos. Ahora le temo a las alturas. En aquellos momentos me asomaba a los ventanillos de la torre y desde ahí, como si fuera un ave, veía los tejados de mi maravilloso Comitán y sentía el aleteo del viento sobre mi rostro que sonreía como jamás volvió a hacerlo. Ahora doy gracias a Dios que jamás se nos ocurrió beber y comer antes de subir al campanario. Ya lo dice el dicho: No se puede repicar y dar misa. Nosotros sólo bebíamos cuando estábamos en la nave de abajo y no en la nave de aire que se impulsaba desde la torre.