miércoles, 4 de marzo de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XVIII)




Raúl Macal y muchos amigos más me recomiendan viajar. Todos los amigos que lo hacen son grandes viajeros, han viajado a muchos países del mundo. Viajan con frecuencia. Cuando me sugieren que viaje me anotan todas las bondades del viaje. Bondades que yo advierto sin que ellos lo ensalcen (dijera el Pirruris, Luis de Alba: “Soy guarín, pero me fijo.”) Sé que el viaje es una de las esencias de la vida. Por eso, millones y millones de personas en todo el mundo tienen ¡el viaje! entre sus deseos más íntimos. Yo mismo recomiendo a todos mis cercanos que viajen, que viajen mucho, y repito lo que repite medio mundo: La vida es una y debe aprovecharse al máximo. Quien no viaja desperdicia su vida. Más allá de Chacaljocom, más allá de las lomitas de La Trinitaria, más allá del valle verde de Tzimol con su aroma a panela, más allá de las montañas donde se escondía el Subcomandante Marcos, hay más mundo, tanto que no alcanza la vida para caminarlo.
¡El viaje! Sé (por experiencia de muchos años de lector) que las grandes novelas, las más grandes obras de la literatura, son las que narran viajes. Medio mundo está de acuerdo en sostener que “El Quijote” es una de las obras cumbres de la literatura mundial; lo mismo sucede con “Las mil y una noches”. ¿Qué son estas novelas sino descripciones de viajes alucinantes? Un buen día (lo sabe medio mundo) El Quijote “del poco dormir y del mucho leer” se le secó el cerebro y perdió el juicio, y el sinrazón más hermoso del mundo comienza un viaje que nos emociona a todos. Las grandes novelas son viajes. El aprendiz de escritor que sueña con realizar la gran obra y ser famoso debería tomar en consideración esta línea modesta: para hacer la gran novela debe relatar un viaje, un viaje jamás realizado. Cuando lo haya hecho puede sacar una silla al corredor, colocarla al lado de los helechos, tomar un té de limón y esperar que el mundo se rinda ante su genio. Todos los lectores del mundo hablarán mil bondades de su obra. Pocos, solo los críticos más avezados, sabrán que ese famoso escritor aplicó una fórmula muy sencilla: habló de un viaje.
Sí, Raúl y todos mis demás amigos tienen razón: Uno de los deleites que un mortal no puede eludir es el viaje. Mis amigos lo saben, porque han estado en África y han trepado en camellos y elefantes; han recibido la brisa (casi chaparrón) de las Cataratas del Niágara o de las Cataratas del Iguazú; han dormido en casas de campaña en las selvas, escuchando el rugido de los monos aulladores y de uno que otro jaguar; les ha dado tortícolis leve al levantar la vista y sorprenderse ante la altura de los grandes edificios de Nueva York o de Dubai; han navegado por ríos míticos como el Ganges, como el Amazonas o como el río de Chajul. Mis amigos han disfrutado, desde lo alto de una montaña, la vista de un cielo estrellado, junto a una fogata donde se dora el lomo de un venado. Mis amigos, a la menor provocación botan la rutina y se trepan a sus autos o a los aviones comerciales, o a los trenes o a los autobuses o a los trasatlánticos y viajan. Como expertos catadores de la vida saben que la gracia del viaje no sólo está en el destino sino, sobre todo, en el trayecto. ¿Hay incomodidades? ¿Hay peligros? ¿Hay misterios y piedras por eludir? ¡Por supuesto que sí! Pero ellos saben que durante el viaje (ya El Quijote nos lo dijo) siempre aparecen molinos de viento que son como esos pájaros que acá llamamos Tapacamino.
¡Sí! Por encima de todo ¡el viaje! Raúl y muchos amigos me recomiendan abandonar mi casa, dejar por un momento mi Comitán y trepar al tren que a ellos los ha llevado a lugares insospechados. ¿Cómo decirles que a mi modo hago lo mismo que ellos? ¿Cómo explicarles que viajo todos los días? Ayer terminé la lectura de la novela “Isla de bobos”, de Ana García Bergua, lo que significó estar en el México de inicios del siglo XX y caminar, junto con los protagonistas, por las rocas de la Isla de Clipperton.
Sí, sí, sí. ¡Ya sé que ellos me quedan viendo con cara de que soy un pájaro bobo de la Isla de Clipperton! Sé que piensan que lo que hago nada tiene que ver con la experiencia inenarrable de viajar en la realidad y no a través de imágenes virtuales o literarias. Sí, lo sé. Nada puede compararse con la experiencia de estar con una chica y sentir sus caricias. Lo que yo hago (dirán ellos) es como hacer el amor en forma virtual. ¡Qué chiste! Si los jóvenes actuales piensan que usar condón en el acto sexual impide un real contacto y ahí están haciendo el amor sin protección ¡para que se sienta!, ¿qué puede decirse del viaje que se hace desde el sillón de casa? ¿Es un mero sustituto del viaje real lo que hago? ¿Es un simple consuelo de bobo? ¿Es la muestra más fiel de mi cobardía por no atreverme a vivir con intensidad?
Viajo, viajo a diario. Llevo viajando más de cincuenta años a través de las lecturas de libros y este viaje ininterrumpido me ha provocado los mejores momentos de mi vida. Durante más de cincuenta años, gracias a la lectura, ¡he sido feliz! ¿Puedo pedir algo más? ¡No! Nada pido, sólo que esta experiencia de vida, a través de los libros, no se interrumpa jamás. Por esto, cuando leo y alguien o algo entorpece mi lectura me molesto: ¿Qué no ven el letrero que llevo puesto desde siempre que dice: “No molestar. Estoy viajando”?