viernes, 27 de marzo de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN JUGUETE CON RAÍCES




Querida Mariana: A Julio Cortázar, mi escritor de cabecera, le gustaba forzar su memoria. Estaba convencido que en alguna gaveta de su memoria estaban acomodados todos los recuerdos de su niñez. A veces juego el juego de Julito.
Ayer saqué una silla al patio (pequeño, que también funciona como cochera), cerré los ojos y, mentalmente, viajé hasta mi casa de infancia. ¿Podía pepenar alguno de los juguetes que tuve de niño? Apareció el juguete que siempre está en mi memoria, un conejito de cuerda que tocaba un tambor y que mi papá me trajo de La Línea (frontera con Guatemala). Ese juguete es uno de mis recuerdos más entrañables, inolvidables. ¡No servía para el juego! El juego de Julito exige ir más allá, hasta dar con algo que permanece en el olvido, que nunca sale a flote. Seguí intentando, sin forzarlo, para que todo fluyera de manera regular.
Algo comenzó a aparecer en mi mente, algo que no estaba presente al iniciar el juego, pensé que iba bien, era algo como una regleta de color blanco. ¡Dios! Cuando se adueñó de mi memoria me di cuenta que era un chunche que compré cuando estudiaba ingeniería en la UNAM. ¡Ah, mi memoria! ¡Qué traviesa! Pasó de mi infancia a mi adolescencia, pasó, sin decir ¡agua va!, de Comitán a la Ciudad de México. ¿Por qué apareció esa regla de cálculo? Porque andaba caminando por mi memoria y mi memoria es como un gato que pasa de un tejado a otro sin mayor problema.
Fue imposible regresar al juego de Julito. Me di por vencido, la regla de cálculo había cerrado la gaveta y ya no podía hurgar más adentro.
Me sentí mal. Primero porque la regla de cálculo no era un juguete (en su momento casi casi fue una pieza de tormento, como esas máquinas que usaban los de la Santa Inquisición) y luego porque me había sacado del patio de mi casa y me había enviado a los campos de Ciudad Universitaria. No estaba mal. Tengo gratos recuerdos de Ciudad Universitaria. Pero no estaba bien, porque yo deseaba estar en los corredores de mi casa de infancia en Comitán.
¡Imposible! Cuando mi mente entra a un laberinto ya no sale, se interna más y más y luego comienza a andar por lugares inimaginables.
Así que mi mente me catapultó a CU: caminé con mis libretas por las islas, miré la Torre de Rectoría, la Biblioteca Central (donde leí muchas novelas y cientos de libros de cuentos), caminé hacia mi facultad, entré en la biblioteca de la Facultad de Ingeniería (donde no había novelas ni cuentos), me senté ante una mesa, abrí una libreta y saqué (de la bolsa de mi pantalón) la famosa regla de cálculo. Nunca fue un juguete, ¡no! ¿Cómo explicarle a mi mente? La regla era el chunche auxiliar para hacer operaciones matemáticas, desde divisiones hasta raíces cuadradas.
Ahora que lo escribo siento un desasosiego, como si tomara una cucharada de la medicina más amarga. No era feliz con ese instrumento, ¡no! Mi felicidad, en ese tiempo, estaba en la biblioteca central. Cuando la empleada de la biblioteca me entregaba el libro solicitado (hacé de cuenta “Estas ruinas que ves”, de Jorge Ibargüengoitia) y yo me sentaba ante una mesa y leía, yo era feliz, era como regresar a mi casa de infancia en Comitán, al patio central donde leía revistas de monitos, sentado en una gradita y recibiendo el sol de las ocho y media de la mañana.
Pienso que nunca fui feliz jugando con el ábaco en el jardín de niños. ¡No! Fui feliz cuando escuchaba los cuentos que, en las noches, me leía mi mamá. No fui feliz resolviendo el problema que el maestro Beto nos ponía en la primaria: Martha tenía cuatro manzanas, si daba una a su hermana Lilia y otra a su hermano Luis, ¿cuántas manzanas le quedaba a Martha? ¡No! Era feliz cuando salía de la escuela, llegaba a la casa y, mientras Sara me servía la sopa de poro, yo leía el Memín Pinguín o el Kalimán.
Mi mente retorcida me hizo una mala jugada, en lugar de entrar a la gaveta donde está escondido un juguete de mi niñez que no recuerdo, me aventó, como un auto avienta una piedra en la carretera, un chunche que se llama Regla de Cálculo y que hoy es parte de los museos de ciencia y tecnología.
Me levanté, recogí la silla y la regresé a la sala. El juego de Julito no lo había jugado bien.
Ya sentado en un sofá, recordé que una tarde llamé a mi papá desde la Ciudad de México y le dije que, por favor, me enviara dinero, porque, en la clase de quién sabe qué materia, el maestro me exigía comprar una regla de cálculo. Y mi papá me envió el dinero en un giro telegráfico y yo compré un chunche similar al que aparece en esta foto y lo llevé a la universidad y lo usé para hallar la raíz cuadrada de quién sabe qué asunto.
Posdata: No, este chunche no fue un juguete. No me hizo feliz como sí me hizo feliz el conejito de cuerda que mi papá me regaló.
En el juego de Julito, mi mente se rebeló y me mandó hasta la facultad de ingeniería de la UNAM. Pucha, qué camino tan sinuoso. Yo quería caminar por los corredores enladrillados de mi casa, los que olían a humedad, los que tenían macetas llenas de helechos, los que aún preservan el juguete que no logro recordar.
Tal vez otro día, otra tarde, logre jugar el juego de Julito y encuentre un juguete que está perdido en mi memoria. Sé que ese recuerdo me hará feliz, muy feliz.