miércoles, 25 de marzo de 2020

CARTA A MARIANA, CON CHIFLIDOS Y TOQUES DE CAMPANA




Querida Mariana: La foto es de fines de los años sesenta o principios de los años setenta. Sí, o es de 1969 o es de 1970. ¿Mirás? La foto cumple (o cumplió) cincuenta años. Al frente va el maestro Roberto Cruz de La Vega, quien actualmente radica en Monterrey. Elena dice que el maestro Roberto nació en 1949 (ni me preguntés cómo lo sabe); es decir, en esta fotografía él tiene 20 o 21 años de edad; él era maestro de grupo en la primaria del Colegio Mariano N. Ruiz y, como acá se ve, encargado de la banda escolar. Con sus zapatos lustrados, su atuendo blanco y corbata de franjas, lleva una corneta en la mano derecha, con la que (sin duda) daba los toques de ordenanza. Se alcanza a ver el silbato que cuelga de su cuello. Llama mi atención el ver que las órdenes se daban a través de silbatazos o cornetazos.
Para que me sirva de referencia, diré que el muchacho que va en primera fila, en el lado izquierdo, comandante de corneta es mi compadre Quique. Digo que me sirve de referencia para decir, entonces, que esa mañana de desfile debí participar en el contingente, porque Quique y yo, aparte de ser amigos, fuimos compañeros de aula. Por supuesto que yo vengo en el bloque de alumnos que no era parte de la banda ni de la escolta, ni de los portadores del banderín. Por lo regular, la escolta estaba formada por mujeres y quienes portaban el banderín del colegio, también eran mujeres. ¿Alcanzás a ver que, encima de la cabeza del maestro Roberto, se advierte el moño tricolor de la asta de la bandera?
En este instante, “los cornetas” no intervienen. El maestro y Quique marchan, con la vista al frente. Por el contrario, “los tambores” tocan redobles para marcha. El muchacho de la derecha (el de lentes) es Juan Avendaño Cancino, su mano izquierda, con guante blanco, está a punto de bajar para dar el baquetazo que completa el ritmo que es acompañado por el uno, dos, uno, dos, de quienes desfilan.
Los muchachos de los años sesenta o setenta entendíamos el lenguaje de silbatazos y de cornetazos. El padre Carlos (el fundador de mi colegio) siempre llevaba un silbato en su mano. Cuando era el receso, los alumnos salíamos al parque de San Sebastián, comprábamos las gordas rellenas de carne, preparadas por Cirito, nos sentábamos en las bancas del parque y al término del receso, escuchábamos el silbato del padre; nos parábamos, depositábamos la basura en el bote y regresábamos al salón. Obedecíamos a través de silbatazos. ¡No! No éramos borregos, éramos niños que reconocíamos las señales convenidas. En lugar de gritos, bastaba un silbatazo.
Tal vez no lo creerás, pero en ese tiempo también abríamos la puerta de casa cuando escuchábamos el silbato del cartero. Ese silbatazo significaba que teníamos correspondencia. En tiempos que los correos electrónicos o los mensajes por WhatsApp o a través de celulares no existían, la llegada de cartas era un momento sensacional.
Mi papá acostumbraba silbar. Cuando en casa deseaba que fuera donde él estaba, no hacía más que silbar. Yo, como el cordero fiel de la leyenda, dejaba de hacer lo que hacía y caminaba hacia donde estaba mi padre. Él me silbaba, era como un canario, como una hermosa tiuca.
No sé. Tal vez por eso ahora no soporto los gritos. Me acostumbré a escuchar sonidos como de cenzontle o de campanas de iglesia; me acostumbré a responder al llamado de los silbidos de mi papá. Me molesta cuando alguien, en la oficina, grita mi nombre y me llama desde su lugar de trabajo. Mi cuerpo y mi espíritu se resisten a ese llamado. Cuando el padre Carlos nos llamaba lo hacía con su silbato, como si fuera la locomotora de un tren, como si fuera un barco anunciando la llegada al puerto. Siempre que acudía al templo lo hacía al llamado de la campana.
¿Has visto cómo en las entradas de velas y flores, los grupos religiosos se concentran ante el llamado del tambor y del pito (flauta de carrizo)?
Posdata 1: A la derecha se observa un edificio de dos plantas, es la casa de don Arturo Pérez (su hijo Armando también fue mi compañero de aula, debe. Armando, igual que Quique, que Javier, que Miguel -que en paz descanse-, que Pedro, que Jorge, va en el contingente de estos alumnos que, con traje de gala, desfilan). En la esquina se observa un letrero de Café Conquistador, empresa que, se colige, tiene más de cincuenta años. El edificio que sigue es donde actualmente está la Biblioteca Pública Rosario Castellanos, y que fue asiento, durante muchos años, de la Escuela Federal Belisario Domínguez. Al fondo se advierte el edificio del mercado Primero de mayo. Hay algo como un hueco, entre la Federal y el mercado. Sí, en ese tiempo no existía el auditorio profesor Roberto Bonifaz Caballero, aún estaba la cancha Pantaleón Domínguez, cancha que, no obstante su condición modesta, al aire libre, era la catedral del básquetbol comiteco. Cuando caminaba frente a la cancha oía los gritos de los espectadores que se paraban para aplaudir un enceste del Camello o del Chenco, pero también escuchaba el silbato del árbitro. Era un sonido más discreto, pero de gran fuerza. A través de un silbatazo, el árbitro sancionaba una falta. Sí, nos acostumbramos a escuchar silbatos, campanas, flautas de carrizo, silbidos. En ese tiempo, los comitecos se paraban frente al zaguán de la casa y silbaban para avisar al compadre que saliera, que era hora del amigo, era un silbido de cuatro notas. Todo mundo lo reconocía.
Posdata 2: La fotografía pertenece al archivo del Colegio Mariano N. Ruiz.