lunes, 9 de marzo de 2020

CINCUENTA DE SESENTA Y CUATRO




Chema abraza a Javier. Javier sostiene el cuadro que le obsequió Chema. La fotografía fue tomada el 6 de marzo, día del cumpleaños de Javier. Chema es de Tabasco, Javier es de Chiapas (de Comitán). Javier y Chema tienen poco tiempo de conocerse. Chema ameniza en el restaurante “Tío Javi”, propiedad del hijo de Javier. Chema es cantante y (acá se ve) pintor. El retrato que Javier sostiene en las manos es una acuarela. Chema le tiene aprecio a Javier. En el retrato, Javier tiene como veinte años menos. Los amigos bromearon: “¿Cuánto cobra Chema por quitar años?” En el retrato, Javier se ve como actor de cine y de telenovelas. Javier siempre ha sido ojito alegre. A mí me sorprende el ingenio verbal que posee, ingenio que a veces no sabe controlar. Quique afirma que, de la palomilla, el escritor debió ser él y no yo. Pero, Javier no ponía atención en la clase de Ejercicios Lexicológicos, que en la preparatoria impartía el maestro Reynaldo Avendaño. Yo sí ponía atención. Desde siempre llamó mi atención el lenguaje. Los intereses de Javier eran otros. Él es ingeniero civil. En la adolescencia fue buen lector, igual que yo, igual que Quique, pero, mientras Quique y yo leíamos libros escritos por Carlos Fuentes y leíamos poemas de Jaime Sabines, Javier leía librincillos con historias del viejo oeste, en la colección de Marcial Lafuente, Estefanía; mientras nosotros leíamos “Aura”, de Fuentes o “Cien años de soledad”, de Gabo, Javier leía “La hora de las hogueras” o “El misterio de las llanuras” o “Desgraciado en el juego”, de dicha colección. Mientras nosotros recorríamos las calles del añoso centro histórico de la Ciudad de México o mirábamos el río de Macondo, Javier recorría los desiertos del viejo Oeste. Javier iba por un lado y nosotros por otro, pero esto era en la lectura, porque en la vida, nuestra vía era única y nuestro tren era el mismo (sólo se desviaba tantito, a la hora que nos dejaba para ir con la novia, con su eterna novia). Ahora busca a una chica (con temor a Dios) que lo acompañe en el trayecto que le falta, en los años después de los sesenta y cuatro. Javier busca su tercera chica, formal.
Los años no se pueden quitar. Los años sólo son cifras acumulativas. Javier cumplió sesenta y cuatro años de vida el 6 de marzo de 2020. Yo me hice amigo de Javier cuando él tenía catorce años; es decir, Javier y yo ya cumplimos medio siglo de ser amigos.
Me hubiese gustado obsequiarle algo a Javier, así como Chema le obsequió el cuadro que le pintó. Nada le llevé. Sólo lo abracé y le deseé muchos años de salud y de alegría. No le dije que también agradecía al universo los cincuenta años de su amistad. No lo dije, porque a Javier, más que palabras, le gusta recibir sustancias más tangibles. Yo, ya lo dije, leía nubes creadas por Sabines, mientras Javier se empolvaba con piedras de Marcial Lafuente. Javier se acostumbró a caminar por la arena, yo me acostumbré a sobrevolar campos llenos de arenilla.
Javier ya no lee con la misma frecuencia y pasión con que Quique y yo seguimos haciéndolo. A veces me dice que no le gusta que mis textos sean tan largos, dice que le aburren. Suspende la lectura en la línea cuatro o cinco. Lo entiendo. Sus intereses son otros (no estoy seguro de que lea este texto, de que lo lea completo.)
De sus sesenta y cuatro años, cincuenta, cuando menos, ha estado con nosotros (con Quique y los demás compas de la palomilla lleva más tiempo de ser amigo, porque se conocieron cuando estudiaban la primaria, yo me hice amigo de Javier en la secundaria.) Ahora ya no nos frecuentamos con el misterio que envolvió nuestra juventud, cuando andábamos pegados todo el día. Ahora, Javier ha hecho otros amigos (Chema incluido). Ahora, Javier se reúne todas las mañanas en el café “La esquina de Belisario”. Yo, que con frecuencia acudo al parque central paso por esa esquina (yo le llamo la esquina de Javier). Camino por la banqueta y lo saludo a través del ventanal. Ahí está reunido con un grupo de ocho o más amigos. Lo veo feliz. Veo que ve la calle. Sólo un cristal lo separa. Desde la mesa del café ve a todos los que caminamos por la calle. Como es ojito alegre, ve a todas las muchachas bonitas que por ahí pasan. Busca, entre ellas, a quien lo acompañe en el último trayecto de vida. Cuando éramos jóvenes y él veía a alguna chica que le gustaba, yo casi estaba seguro que meses después él estaría saliendo con ella. Tuvo tantas chicas que retomó una frase que usaban los políticos de izquierda acerca de que este país necesitaba la alternancia en el poder. Javier, desde siempre, fue un convencido en materia amorosa, lo mejor era la alternancia en el amor. Por ello ha brincado de una flor a otra. Su jardín ha sido pleno.
A sus sesenta y cuatro sigue siendo un buen tipo. A veces es achacoso, a veces es irónico, pero siempre ha procurado (soy testigo) de no faltar a lo que pidió a los integrantes de la palomilla: “Que nunca se apague la llama de la amistad.”
Ahora tiene otros amigos. Ha sumado muchos en la vida. Pero jamás ha dejado que se extinga esa flama que prendió cuando tenía catorce años de edad y se hizo mi amigo.
Ahora brindo por él y brindo por todos los muchachos de sesenta y más que este año cumplen cincuenta de ser amigos. Son millones en el mundo. Javier y yo somos parte de esos millones.
¡Salud! Medio siglo es toda una vida. En la amistad, Javier no apostó por la alternancia, sigue siendo fiel a los mismos. Y, porque es ley divina, como si fuera la suma de años ha acumulado muchos más amigos, muchos más. El día que celebró su cumpleaños, más de cincuenta se reunieron con él y levantaron el vaso a la salud del cumpleañero (sé que Javier hubiese sido más feliz si en ese círculo de amigos dos o tres muchachas bonitas se hubieran colado.)