sábado, 28 de marzo de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE SE PONE BUENO EL CHISME




Querida Mariana: En nuestra sociedad existe la creencia de que las mujeres son muy chismosas. Algo hay de cierto. A las mujeres del pueblo les encanta el chisme. Pero, en el pueblo, los hombres no cantan mal las rancheras.
Yo he visto a muchos amigos, reunidos en los cafés o en las cantinas, aventar los chismes con la misma facilidad con que los pescadores tiran la atarraya en la costa de Chiapas.
El otro día tomé la foto que te anexo. Llamó mi atención el título: “Lo que callamos los choferes”. Entiendo que la frase retoma la que da título a un programa de televisión: “Lo que callamos las mujeres”, programa que cuenta historias que sufren las muchachas y las señoras.
Los triunfos y los logros se cuentan a toda voz, a todo el mundo, pero los dolores, los secretos y las historias nefandas se callan. Esas historias son las que callan las mujeres y, ahora me entero, son las historias que callan los choferes, porque ¡vaya que los choferes se enteran de mil cosas! ¡De mil y más, muchas más!
La historia de la literatura cuenta más de dos casos donde escritores han trabajado de choferes (sin necesidad económica), para escuchar las historias de los pasajeros.
Los choferes callan; los peluqueros callan; los boleros callan. Si los choferes, peluqueros y boleros no tuvieran la decencia del secreto de confesión, el mundo ya habría explotado. Ellos (junto con las chicas que atienden estéticas) se enteran de mil cosas, de mil cosas que, en ocasiones, son historias que se acercan al territorio de lo prohibido.
Te conté que en una ocasión mi tío Juan, que era sacerdote, me obsequió un libro que a él le habían obsequiado. Mi memoria me traiciona en este momento y he extraviado el título, pero era algo como Secretos del Confesionario. El autor (un ex sacerdote) narraba una serie de confesiones eróticas. A final del texto el lector concluía que en el confesionario los sacerdotes se ven expuestos a la tentación. ¿Recordás la serie cómica de televisión donde Chabelita le expone sus pecados al padre Otero? Era algo gracioso, pero, en el fondo, daba idea de lo que se cuece en los confesionarios. Por ahí, ya de manera más seria, está lo que primero fue una novela de éxito y luego se convirtió en película de igual éxito: El crimen del padre Amaro. Pobres los sacerdotes que deben escuchar las pasiones escondidas de las mujeres. Estas pasiones son lo que, en público, callan las mujeres, pero que exponen con detalles en la penumbra de los confesionarios. Siempre pregunté por qué (cuando menos en mis tiempos de niño) a los hombres les tocaba confesarse frente al sacerdote y a las mujeres les tocaba estar adentro de los reservados. El sacerdote veía los rostros de los pecadores, pero los rostros de las pecadoras las veía en forma velada. Nunca nadie me dio una explicación. Mi papá repetía un dicho que había aprendido en su juventud: “Entre santa y santo, pared de cal y canto.”; es decir, ni la santidad se salva de la tentación. El libro que mi tío me obsequió contaba historias, historias que callan las mujeres.
Tengo un amigo que es taxista. Cuando subo a su taxi lo escucho. Me habla de lo cotidiano, de lo que sus pasajeros le platican. Hay señoras que, en cuanto se suben al taxi, abren la llave de su corazón y se desparraman. Una mañana que me llevó a la terminal de la Cristóbal Colón, porque viajaría a San Cristóbal de Las Casas, mi amigo (le llamaré equiserre) me contó que una señora, como de setenta años o un poquito más, se sentó en el asiento delantero. Esto llamó la atención a equiserre, porque, por lo regular, las señoras se sientan en el asiento posterior. Colocó el bastón al lado de la palanca de velocidades y le dio la dirección que llevaba anotada en un papelito. Equiserre tomó rumbo. La señora sacó un pañuelo y comenzó a llorar. Equiserre es un taxista respetuoso, está acostumbrado (casi como si fuera chofer de Uber) a no intervenir, salvo que el cliente lo pida, pero la señora no paraba de llorar, así que mi amigo se estacionó y le preguntó a la señora si se sentía mal (Equiserre me dijo que él se sintió bobo al hacer esa pregunta, pero fue el único recurso a su mano). La señora, moqueando, dijo que no, que estaba bien, que siguiera conduciendo. Mi amigo siguió la ruta, llegó al domicilio indicado, la señora abrió la portezuela, sacó un pie, luego el otro y tocó en un portón negro que se abrió de inmediato. La señora desapareció. Equiserre pensó que la vieja no volvería. Prendió el motor y echó a andar, cuando se dio cuenta que la señora había dejado olvidado el bastón. Detuvo la marcha, tomó el bastón y fue hacia la casa. En los diez pasos que dio pensó que no le reclamaría el pago, le diría: “Olvidó su bastón”, y se lo entregaría. Tocó. La puerta se abrió de inmediato. No había nadie. Metió tantito la cabeza y vio un largo zaguán y un ringlero de cuartos. Pensó entrar, pero se detuvo. Mi amigo padece un terror proverbial a los perros. Vio que en la entrada de uno de los cuartos había un trasto con croquetas grandes. Se agachó para dejar el bastón, pero luego pensó que alguien más podía robarlo y luego la señora (tras no basta) podría acusarlo de ladrón. Regresó a su auto, lo prendió y echó a andar. Movió el brazo derecho y dejó el bastón en el asiento posterior. En la esquina, una mujer que cargaba un ramo de flores le hizo la parada, subió al asiento posterior, cogió el bastón y pidió permiso para dejar el bastón en el piso. Cuando equiserre dijo que sí, escuchó que la mujer decía que ese bastón se parecía mucho al que usaba doña Esperancita y contó que doña Esperancita había muerto el mes pasado.
¡No! Le dije a mi amigo. Me estás tomando el pelo, le dije. Él detuvo el taxi y me vio (yo viajaba en el asiento posterior) y me preguntó: ¿Qué no querías que yo te contara una historia rara de taxista? Le dije que sí, pero que el escritor era yo y no él. Ahí donde estás sentado se sentó la mujer. ¿Te digo adónde llevé a la mujer? A ver, a ver, dije yo: Al panteón. Él volvió a ver al frente y avanzó como si nada. Yo pensé no pensar más en su historia, sólo le pregunté qué había hecho con el bastón. Me dijo que al llegar al panteón la mujer le pagó, se bajó y le dio las gracias. Él dejó que la mujer avanzara, tomó el bastón y bajó de su taxi y fue a dejarlo en uno de esos estrechos pasadizos que hay entre tumba y tumba. Vio frente a él una tumba reciente, que apenas tenía una cruz de madera nueva, bien barnizada, unas flores ya secas y un letrero con el nombre de la difunta… ¡No, no!, le pedí que no dijera más.
A veces no me cuenta historias como la que acabo de contarte, a veces me cuenta historias más jocosas, como la de una pareja que subió (era ya de noche) y el muchacho le dijo que sólo querían dar un paseo por el libramiento. ¿Cuánto les cobraba? Equiserre dijo que trescientos por media hora, el muchacho metió la mano a su pantalón, sacó un billete de quinientos y se lo dio. Sólo una cosa pedía, que no viera hacia atrás. Y Equiserre dijo que guardó el billete y manejó con la vista al frente, con las dos manos sobre el volante, a velocidad moderada, mientras escuchaba que atrás la muchacha jadeaba.
O la vez que dos muchachos varones subieron al taxi (ya era de noche, también) y uno de ellos, en voz baja, le dijo que los llevara al motel.
O la vez que subió una pareja y platicaban en susurro hasta que el hombre se hizo para adelante, colocó sus brazos en la parte superior del asiento y le preguntó a Equiserre qué pensaba de la virginidad. La muchacha no dejó que mi amigo respondiera, pidió que se detuviera y bajó del taxi. El muchacho se quedó arriba, volvió la mirada para ver por dónde caminaba la chica, le dijo a Equiserre que siguiera y se recargó sobre el asiento, dijo: “Todas son unas putas”, y luego preguntó a mi amigo si ya le había dicho adónde lo llevaría. Equiserre dijo que sí, que serían cuarenta pesos. El muchacho sacó un billete de cincuenta, se lo dio a mi amigo y le pidió que detuviera el taxi, abrió la portezuela y bajó corriendo. Corrió hacia donde la chica se había bajado.
Posdata: Miles de historias. Los taxistas no las cuentan, más que a sus íntimos. Si las historias son comprometedoras sus bocas se vuelven tumbas. En las combis también se dan historias maravillosas. Algunas son historias con final feliz, otras son con final trágico.
Parece comprensible que hay más cosas que callan los choferes de la Ciudad de México, porque allá son millones de hilos los que se entrecruzan a diario. Pero acá no cantamos mal las rancheras Mi amigo Equiserre es casi una tumba. No da nombres. A veces cuenta historias, pero sin dar datos precisos acerca de los protagonistas. Sabe de infidelidades, pero, como si fuera un sacerdote, respeta el secreto de confesión. Cuando le pido que no dé nombres, pero que dé detalles, sonríe y me dice que soy un perverso y me cuenta historias tiernas, como la de la mamá que subió con sus dos hijos y le pidió, por favor, que los llevara al lugar donde crecían las nubes y le guiñó un ojo. Equiserre me contó que los llevó por una calle (una subida) que va del Cedro a la Cruz Grande, por donde está una veterinaria y que es un lugar donde está sembrada una mata de algodón en plena banqueta. Cuando les señaló la planta, los niños gritaron felices. La señora no sabía cómo agradecer el gesto. Al final pidió que los llevara al parque de San Sebastián y le dio un billete de cien pesos.
Cuando me lo contó yo estaba conmovido, pero mi amigo deshizo mi inocencia y me dijo: Conociéndote como te conozco vos habrías dicho que esa mata sólo podría servirle a una muchacha bonita que tuviera urgencia de una toalla sanitaria.
¿Me conocerá o me hablará al tanteo?