miércoles, 11 de noviembre de 2020
CARTA A MARIANA, CON DOCE AÑOS ENCIMA
Querida Mariana: “Cuando tenía doce años…”, dice la canción. Los que pasamos de los veinte, tuvimos en algún momento ¡doce años! Un momento que se prolongó ¡un año! Un año que recordamos como un año de transición. Los sicólogos saben bien que a esa edad hay cambios físicos y emocionales. No les sucede a todos, pero en la canción hay una frase que es determinante: “Cuando tenía doce años comencé a crecer…” Cualquiera sabe que el crecimiento físico se da a través de los años. Los niños crecen cada día. ¿Entonces? La letra de la canción se refiere a otro tipo de crecimiento, un crecimiento inevitable, porque líneas más adelante habla de las noches que subía a la azotea de la casa para, con unos binoculares, husmear en las ventanas vecinas. Dos líneas más adelante aparece un nombre: Liz, y dice: “la conocí a través de la transparencia del cristal”.
El autor de la canción recuerda el momento cuando tuvo doce años y ve con nostalgia lo que perdió, porque casi al final dice que si “Satán me hubiese tentado como a Jesús” habría pedido no crecer.
Esta imagen habla un poco de la pérdida de inocencia y el autor la contrasta; es decir, para seguir siendo inocente no me importa pecar, porque aceptar la tentación satánica es ceder ante el mal, lo que significa abandonar la inocencia de golpe. ¡Uf, qué difícil el momento de llegar a los doce años de edad!
La canción es bella. El otro día me llegó la tonada y el verso inicial: “Cuando tenía doce años…” Puse la frase en el buscador de Internet y nada hallé. No sé quién la canta, ni sé quién fue el autor (digo que fue un hombre, porque la letra refiere a un chico que “crece”). Por lo que dice la letra imagino que el chico de doce vivió en Nueva York, porque habla de las tardes que iba a tomar café o caminaba o le daba de comer a las palomas en Central Park; habla de un concierto al aire libre, de los paseos por bicicleta y, por supuesto, de las noches que subía a la azotea para ver a Liz.
¿Vos recordás qué hacías cuando tuviste doce años? ¿Creciste a partir de ese instante? ¿Si hubiese aparecido Satán en medio del desierto y te hubiese tentado, habrías pedido que te concediera no crecer? No creo. La mayoría de muchachos de doce sueña con crecer; con ir al billar; con entrar a un bar; con quedarse en un antro toda la noche; con caminar en la madrugada, con subirse al auto y viajar a la playa. Todos sueñan con ser grandes, les urge crecer, rasurarse, tener chicas, besarlas, llevarlas a la cama.
A los doce yo leía a Unamuno y a Miguel Ángel Asturias, iba al cine y soñaba con Brigitte Bardot, acudía a la escuela secundaria, entraba a billares, me sentaba en una banca del parque central y, sin binoculares, veía a la chica que me gustaba, la veía desde lejos, al lado de sus amigas y amigos, la veía entrar al Nevelandia y tomar un helado. Cuando tenía doce años iba a misa, me confesaba, veía la foto de una revista Playboy que guardaba, toda ajada, debajo del colchón; cuando tenía doce años subía al camión de reparto de refrescos y recorría todos los tendejones de Comitán. Cuando tenía doce años no pensaba en crecer, ni me daba cuenta de que algo sucedía en mi cuerpo y en mi espíritu. Seguía jugando con carritos y jugaba, en el corredor de la casa, a que era integrante de la selección mexicana de fútbol soccer y gracias al penalti que anotaba, México obtenía la Copa Jules Rimet, que así se llamaba el trofeo que ganaba el triunfador de la Copa Mundial.
Como sucede, un día dejé de tener doce años y cumplí los trece. Y, ahora lo pienso, algo sucedió, la magia de los doce terminó.
Posdata: ahora pienso que el autor de esa canción tuvo el tino de elegir la edad singular. ¿Cómo sonaría una canción que hablara de cuando tuvo trece, catorce, quince, dieciséis? Sonaría mal, digo yo. La edad perfecta para una canción armada de nostalgia es ¡doce!
Cuando tenía doce años iba a misa los domingos y regresaba pronto a casa para desayunar y recibir el dinero que me daba mi mamá para ir a la matiné en el Cine Comitán; al salir corría a la casa, me sentaba ante la mesa y mi papá me ofrecía una tapa de pan francés con anguilas, bañadas en aceite de oliva. Volvía a estirar la mano y mi mamá me daba dinero para ir a la doble función del cine Montebello. A las siete y media salía del cine y me sentaba en una banca del parque y desde ahí veía a la chica que me gustaba, ella caminaba al lado de sus amigos y sus amigas. Cuando tenía doce años era feliz, muy feliz. No sé qué hubiese hecho si Satán, en medio del desierto, me preguntara: “¿Querés siempre tener doce y no crecer?”
No crecí mucho, gracias a Dios. Sigo leyendo a Unamuno y a Miguel Ángel Asturias, y sigo viendo cine, mucho cine, y sigo amando a Brigitte Bardot. Pobre la chica que me gustaba y que nunca me hizo caso, pobre, no le llegaba ni a los talones a Brigitte.