jueves, 12 de noviembre de 2020

CARTA A MARIANA, CON UN DULCE TÍPICO

Querida Mariana: parecería que en la foto estoy viendo hacia la cámara. ¡No! En realidad estoy abstraído, disfruto lo que como. No siempre lo hago, no soy un sibarita, pero hay ocasiones que practico el Zen y me concentro en los sabores que se potencializan en mi boca. ¿Qué como acá? Una cajeta, no de Celaya, sino de San Cristóbal de Las Casas. Acá estoy en el restaurante Tierra Adentro, en Coletolandia (al inicio de la pandemia me enteré del cierre de este restaurante, lamenté la noticia, porque cuando iba a la ciudad donde nació mi papá me gustaba ir a comer en ese restaurante.) De niño me acostumbré a comer cajetas coletas. Como medio mundo de Comitán, yo acudía a las ferias y me paraba frente a una “zacateca”, llena de juguetes de madera, soldaditos y dulces tradicionales. Desde niño supe que la cajeta era un dulce excepcional, con el plus del envase. El sabor más rico envuelto en una cajita de madera (¿tejamanil?). Lo que diré es una bobera, pero siempre he visto esta delicia con la exquisitez de una artesanía china (de las antiguas), trabajada con amor. ¿A quién se le ocurrió este tipo de contenedor? Mirá mi mano izquierda, sostiene con precisión la cajita redonda. La cajita cuadrada o hexagonal hubiese sido un desacierto. Al creador de esta maravilla se le ocurrió que la forma sublime era la cajita redonda. Mirá mi mano derecha. Con la misma precisión detiene la palita untada con la jalea (en esa ocasión era de durazno, de durazno coleto, que tiene un sabor único). La cucharita, lo sabe medio mundo, se logra partiendo a la mitad la tapa. El sabor de la jalea o mermelada no cambia. Admiro a los japoneses porque ellos comen el sushi con palitos de madera. ¡Claro! ¿A quién se le ocurre llevarse a la boca un cubierto hecho de fierro? ¿A quién? ¡No me digás! Este postre coleto es la perfección, es un dulce de diez. No solo por el dulce, sino por la forma en que está presentado, por la forma en que procura el bienestar de los comelones exquisitos. Existen personas (ah, cómo las admiro) que son geniales, que no tienen inconveniente alguno para comer, usan las manos y todos los dedos (las diez azucenas, diría mi amigo Roge). Yo (¡qué feo!) me acostumbré a comer con cubiertos, no puedo comer si no tengo una cuchara cerca o un tenedor. Me veo al espejo y me siento indigno del placer culinario. Tengo amigos (ah, qué envidia) que se chupan los dedos. No puedo. Veo cómo lo disfrutan. Cuando queda un sobrante en el plato veo cómo, en un movimiento preciso, soban el dedo índice y levantan un poco del guiso y lo llevan a su boca y lo lengüetean bien rico. Y así con todo. Una vez (ya te conté) fuimos a tomar unas cervezas al Río Grande (cuando todavía llevaba agua limpia) y un amigo partió aguacates por mitades y nos ofreció una mitad a cada uno. Yo lo recibí y me quedé con la mitad viendo hacia arriba. ¿Cómo lo iba a hacer? ¡Con el dedo!, dijo mi amigo Jorge, y vi que metió el índice y sacó una generosa porción de aguacate y lo disfrutó. Sí, soy un inútil para cosas prácticas, por eso, en esta fotografía mirás que lo disfruto como niño en columpio. Siempre bendigo al genial inventor de las cajitas redondas que contienen las jaleas coletas; bendigo a las artesanas que hacen las deliciosas “cajetas” de durazno y de membrillo. No me hagás caso, porque luego deliro, pero recuerdo algo como mazapán, hecho con pepita; y algo como dulce de yema de huevo. No sé, todas las cajetas que compré de niño en las ferias me causaron gran placer. En esta fotografía disfruto una cajeta de durazno. Quité la tapa del dulce, un papelito transparente que cubre la jalea y partí la tapita a la mitad, mitad que usé como palita, ésta la deslicé sobre la jalea fresca y la llevé a mi boca y sentí que los años de infancia volvían y regresaban los años felices. Si a Marcel Proust una galleta lo mandaba en Infinitum a su niñez, a mí me basta una jalea de durazno o de membrillo, una cajeta coleta, para jalar la cuerda que teje el recuerdo y enhebra a mi papá con su chaleco, el portal frente al parque central de San Cristóbal, la bajada al parque de La Pila, un día de feria, y la mesa de una “zacateca” llena de juguetes y de dulces. En ese sabor está concentrado el sonido de las campanas, el chirrido de la rueda de la fortuna, el aroma de la juncia, el color de los mameyes que ofrecían las mujeres en canastos sobre la banqueta, y, en lo alto del cielo, los cohetes que anuncian que hay feria, fiesta en el corazón. Posdata: Muchas veces sabés que te tomarán una foto, en otras ocasiones vos modelás. En esta ocasión no supe que me tomarían la foto, la paparazzi me sorprendió al mostrármela. Yo estaba abstraído, los ruidos y silencios de ese instante habían desaparecido, mi mente estaba llena con esencias de otros años; mi espíritu estaba hundido en el sabor de mi infancia.