lunes, 9 de noviembre de 2020

POR LA LÍNEA INVISIBLE

A veces divido el mundo en dos. Ayer lo dividí en: mujeres que comen platanitos machos, y mujeres que comen palomitas. La mujer come palomitas trae la tradición del origen, de cuando Dios hizo al mundo y colocó a la primera mujer en El Paraíso. Ella se llamó Eva y era una muchacha bonita, de cabello rizado (arriba y abajo). Ah, cómo disfrutó Eva los primeros días, comía de todos los frutos, se bañaba en todos los ríos y compartía ese espacio con todos los animales de la creación. Reía al ver las machincuepas de los monos en los árboles y las carreras que echaban los gamos y los impalas huyendo de los tigres y de los leones. Un día, al cortar una manzana escuchó una voz similar a la suya. Volvió la mirada y pensó que había un espejo, porque vio a una mujer igual que ella (con la única diferencia que el cabello rizado, de arriba y abajo, no era negro como el de ella sino dorado, como trigo). Hola, dijo la otra chica; Eva contestó con un titubeante hola. Tenía mil preguntas para hacer. Ya, ya, dijo la chica color de trigo, sé que querés saber de dónde vengo y quién soy, bueno, te cuento: me llamo Ave y, a partir de hoy, compartiré El Paraíso con vos. Eva, quien ya tenía el síndrome de la hija única, tuvo un nudo de sensaciones. Por un lado, estaba feliz de poder platicar con alguien, muy semejante a ella (guapa, lindísima), y por otro lado sentía que algo le había sido arrebatado. Conforme pasó el tiempo, Eva y Ave se conocieron y armaron el primer palíndromo del mundo: Eva ama Ave. Ambas disfrutaron de sus mejores frutos. Eva tenía pechos como toronjas jugosas y Ave los tenía como duraznos tiernos. Sí, dijeron ambas, esto es El Paraíso. Iban al desfiladero, se sentaban en la orilla, dejaban las piernas al aire y veían la puesta del sol. Les encantaba presenciar cuando cientos de aves volaban en busca de su refugio nocturno. El cielo era un pentagrama y las sombras de las aves notas musicales que interpretaban preludios divinos. Todo era lleno de armonía. Te amo Eva, decía Ave; te amo Ave, decía Eva. Se tomaban de las manos y llamaban a dos yeguas y cabalgaban por los prados. Todo era armonioso. ¡Falso! Una tarde, cuando ellas comían uvas, recargadas en un sabino, vieron que las dos yeguas que eran sus compañías eran montadas por dos caballos (tremendos garañones). Eva tuvo arcadas y estuvo a punto de vomitar. ¿Qué era eso tan grotesco? ¿Por qué las yeguas permitían que esos animales asquerosos introdujeran ese miembro que les había crecido en forma tan brutal en medio de las piernas? Ave cerró los ojos y pidió a Dios ¡que no nos pase algo semejante a nosotras! Y el grito se escuchó en todo el universo, dejó las parcelas de El Paraíso y llegó hasta la ventana de la casa de Dios. Como todo mundo sabe, la palabra no se cancela en el discurso universal, así que la petición de Ave fue interpretada como: ¡Que nos pase algo semejante a nosotras! Te lo dije, dijo la esposa de Dios, te lo dije. Y Dios comprendió que había olvidado hacer la pareja de la hembra, debía hacer un varón, pensó que no era bueno que las muchachas estuvieran solas y que, para asegurar la perpetuación de la especie, necesitaba crear al hombre y, en cosa de segundos, hizo el conjuro necesario y mandó a Adán, quien, con una serpiente al cuello, como si fuera un gurú hindú, se presentó ante las chicas y les ofreció una manzana. Eva dijo que no aceptarían a ese remedo de garañón, que el amor entre ella y Ave era puro y sincero, pero (todo mundo lo sabe), la carne es débil y, una noche, Adán se metió a la cama de Ave y se hizo pasar por Eva. Ave, como siempre, se abrió de cuerpo y espíritu a las caricias de su amada. Al día siguiente se dio cuenta que era Adán quien había despertado a su lado, salió en busca de Eva y la halló echando tortillas al comal. Eva le ofreció una tortillita con sal, pero Ave, en lugar de aceptar, le preguntó: ¿Por qué estás desnuda? A veces divido el mundo en dos. Mañana lo dividiré en: mujeres que a todos los guisos le echan Catsup y mujeres que torean los chiles en el comal.