sábado, 30 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON CIELOS LIMPIOS

Querida Mariana: el lunes 25 estuve en la radio. Iván Ibáñez, conductor del noticiario Noti-Vos, de Radio Batidillo, me invitó para platicar acerca de un tema apasionante: la cultura. Por ahí él lanzó dos preguntas: ¿qué sucede con la cultura en estos tiempos de pandemia?, y culturalmente, ¿seremos una nueva humanidad? Como mirás, el tema es apasionante y extenso, inagotable. Iván me dio pie para entrar de lleno, dijo que, ahora, dos temas son prioritarios: la salud y la economía. Aproveché para decir que la cultura está íntimamente relacionada con ambos temas. La cultura nos aporta salud espiritual y, en países altamente desarrollados, aporta un buen porcentaje del PIB (producto interno bruto). A mí me encanta la definición antropológica (se la aprendí al doctor Andrés Fábregas Puig), que dice que cultura es todo lo que hace el hombre. En la radio, Iván reafirmó ese concepto, la cultura comprende la forma en que vestimos, en que hablamos, cómo comemos, qué comemos. En Occidente usamos cubiertos de metal para comer, en Oriente usan palitos de madera. ¡Genial! ¿Qué sucede con la expresión máxima de la cultura, en tiempo de pandemia? Es decir, qué sucede con la cinematografía, con la literatura, con la danza, con el teatro, con la ópera, con la música, con las artes plásticas. Como a mí me encanta la literatura, por encima de las demás artes, le solicité permiso a Iván para hablar de la Feria Internacional del Libro y luego aterrizar en nuestro terruño. Tomé datos del Internet, en la FIL 2019 más de ochocientas mil personas asistieron a la Feria Internacional de Libro, en Guadalajara. ¡Pucha! Una tonelada de gente. Hacé de cuenta cuatro o cinco veces la población total de Comitán. ¡Qué gentío! Eso fue sensacional. Que ese objeto cultural llamado libro convoque a tantos miles de personas ¡es una noticia fabulosa! Llegó 2020 y poco a poco nos fuimos enterando que un virus (el Covid-19) iba a joder planes. Los organizadores de la FIL decidieron que no se dejarían joder. ¿No podemos hacer la Feria en forma presencial? ¡La hagamos virtual! ¡Y la hicieron en forma virtual! Las estadísticas, entonces, variaron, porque, como muchas personas permanecen en casa, desde ahí, conectados a través de los chunches tecnológicos, asistieron a muchos actos de la FIL 2020. ¿Sabés cuántas personas vieron la FIL 2020? ¡Veintiún millones de personas! ¡Desde 84 países! Toneladas y toneladas de lectores. Iván preguntó si esta cantidad maravillosa de personas se tradujo en venta de libros. No lo sé. Pero a mí me maravilla pensar que esos millones de lectores recibieron el mensaje emitido desde Guadalajara. Esta fue la primera reflexión. La pandemia evitó hacer la FIL en forma presencial, pero se realizó en forma virtual y la respuesta fue más que satisfactoria, en términos de cobertura. Esto me permitió aterrizar en Comitán. Algo similar ocurrió con el Festival Internacional de las Culturas y las Artes Rosario Castellanos. En 2019, el Festival se realizó en forma presencial; pero en 2020, por la contigencia sanitaria, el Honorable Ayuntamiento Constitucional de Comitán de Domínguez, a través de la Dirección de Cultura y con el apoyo de CONECULTA, decidió hacerlo en forma virtual y, en buena hora, por primera vez en la historia un altísimo porcentaje de la cartelera estuvo constituido con la participación de artistas locales. La paguita (cien mil pesos) se repartió entre los artistas participantes, quienes resultaron seleccionados por un jurado de calidad. No faltó el que quiso aventar polvo, diciendo, como siempre: “¡Ay, comitecos!”, en intento de restar calidad a lo local. Esta pandemia nos ha hecho reflexionar en la identidad. Artistas de todo el mundo comparten, a través de las redes sociales, obras de teatro, conciertos, presentaciones de libros, exposiciones pictóricas y mucho más. Cada pueblo tiene sus rasgos culturales que les otorga identidad. ¡Claro! El Rosario Castellanos no fue visto por los millones que vieron la FIL, pero fue presenciado por muchos, desde diversos lugares del mundo. Tal vez las autoridades tienen forma de revisar las estadísticas de asistencia y los lugares desde donde el Rosario fue visto. Los que saben de estas vainas, nos han dicho que el mundo no volverá a ser igual. La pandemia no cesará de la noche a la mañana. ¡No! Esto va para largo. ¿Qué tanto? Nadie lo sabe con certeza. Por ahora, en muchos países ya se vacuna contra el virus. No se sabe bien a bien la efectividad; es decir, el mundo deberá seguir respetando las recomendaciones sanitarias: conservar la sana distancia, hacer uso de cubrebocas y caretas, no tocarse la cara y lavarse constantemente las manos, con agua y jabón. Si pueden quedarse en casa, la recomendación es esa: ¡Quédense en casa! Comitán se dispone a celebrar en este 2021 un acto de gran trascendencia: La Independencia de Chiapas y de Centroamérica. Como todo mundo sabe, nuestro pueblo fue la cuna de dicho acto prodigioso. Comitán es la cuna de la Independencia de Chiapas y de Centroamérica. ¡Ah, nadita! ¡Somos un pueblo grande, enorme, genial! No hay certidumbre de cómo estará el mundo en agosto de 2021. Si la vida siempre ha sido incierta, en estos tiempos lo es más todavía. Tal vez el Comité de Festejos deba pensar en actos virtuales. Y, digo yo, dentro de esos actos de Bicentenario, debe incluirse el Festival Rosario Castellanos. Que se aproveche la oportunidad, donde el mundo volverá la vista hacia nuestro terruño por la celebración de ese hecho histórico y se presente parte de lo mejor de la cultura de Chiapas y de Centroamérica. ¡Sí! Que la programación contenga lo mejor de la producción de artistas de nuestro estado mexicano y de los países vecinos. ¡Celebremos nuestra independencia en forma conjunta! ¡Lo hagamos mostrando al mundo lo mejor de la cultura de la región! La pandemia ha demostrado que el Internet es una gran herramienta para compartir la cultura (recordando que cultura es todo lo que hacemos). La globalización interconecta las diversas culturas del mundo. La cultura de Comitán (vos la vivís, la disfrutás) es riquísima. Las herramientas tecnológicas ahora son nuestras aliadas para compartir nuestra cultura con todo el mundo. El mundo está abierto a las propuestas novedosas. Es momento que en nuestro pueblo alguien (no sé quién) dé el primer paso para aglutinar todas las propuestas culturales para llevarlas al mundo. Es necesario contratar a un grupo de expertos (contratar, invertir). Expertos que sepan de identidad cultural, de herramientas tecnológicas y, de manera esencial, sean duchos en mercadotecnia, para que la oferta de productos culturales llegue a todo mundo y todo mundo adquiera lo que Comitán produce. ¿Imaginás que llegue nuestra oferta a ciudades como Nueva York, París, Estocolmo, Ottawa, Buenos Aires, Oslo, Madrid y demás ciudades importantes del mundo? El otro día me enteré que Sergio, el chef del restaurante Ta’bonitío, produce una sal de tzisim. ¿Mirás qué genialidad? Va ya con sentido empresarial, con buena presentación. Pienso que, así como compramos sal del Himalaya no faltará el que, en el Himalaya, desee probar esta sal hecha con la esencia de la hormiga culona, como es nombrada en Sudamérica. Y la propuesta de Sergio es sólo un ejemplo de lo que esta ciudad puede dar al mundo. Tenemos grandes propuestas culturales con textiles, con cerámica, con artesanías en madera y más, mucho más. En esta época de pandemia, época dificilísima, han cerrado muchas empresas en todo el mundo, pero, al mismo tiempo, muchos inversionistas visionarios han abierto empresas, novedosas, donde ofrecen sus productos a todo el mundo y todo el mundo los aplaude y les compra. La semana pasada, una amiga mía terminó un curso de inglés, recibió su diploma de la institución cuya sede está en Barcelona, España. No sólo mi amiga estudió ahí, hay millones de personas en el mundo que lo hacen, que gastan en el aprendizaje de otro idioma. ¿Cuándo se realiza una campaña inteligente que dé publicidad a cursos de tojolabal? Muchos interesados se inscribirían desde muchos lugares del mundo, esto daría trabajo a muchos hablantes y estudiosos del idioma. Llegaría paguita a nuestra región. Posdata: ¿seremos, culturalmente hablando, una nueva humanidad? Debemos reinventarnos. El mundo, querámoslo o no, ya cambió. Cambió en forma abrupta, dramática. Pero, ahora, por fortuna, el mundo está a la vuelta de la esquina, gracias a la tecnología. Los expertos nos dicen que muchas personas que se han contagiado han logrado sobrevivir, gracias a que poseen un buen sistema inmunológico. Las sociedades son cuerpos vivos, lograrán sobrevivir las que se reinventen, las que sepan afrontar la crisis y, unidas, logren construir sistemas culturales inmunes.

viernes, 29 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN BORRÓN

Querida Mariana: Estaba con un grupo de compañeros de la Facultad de Ingeniería, en la UNAM; eran los años setenta. Platicábamos mientras llegaba el maestro para la siguiente clase. Estábamos en un corredor de la segunda planta, me acodé y vi en un pasillo de abajo a un grupo de muchachos que caminaba al lado de un maestro, éste, con un portafolios en la mano y vestido con un impecable traje gris y corbata azul, decía algo y los muchachos lo celebraban. Mario, que se había acercado a la barda y también se había acodado, me preguntó si sabía quién era él. No, dije. Es “El borrador”, me dijo, da clases de arquitectura en una universidad de Estados Unidos, es buscadísimo, cada semestre todo mundo se inscribe en sus cursos. Entonces, le dije a Mario, El borrador (“The eraser”) era como Torres H, porque Torres H. era uno de los maestros más buscados de la Facultad de Ingeniería. Yo tuve el privilegio de ser su alumno y recibir sus enseñanzas. Cosa extraña, ¡pasé su materia! Desde entonces me quedó la convicción que, si al frente hay un maestro inspirador, los alumnos, por mulas que sean, algo pepenan. Hay maestros que transforman vidas, basta estar con ellos unos instantes para que uno reciba su luz. A la hora que iba a preguntarle a Mario por qué le decían así a ese arquitecto llegó el doctor Domínguez, quien nos daba la materia de Métodos Numéricos, en bola entramos y nos sentamos. El doctor entró, alzó la mano (como siempre hacía) y dijo, a manera de saludo: “De buenos números resultan buenos días.”, y, con el gis que llevaba en la mano, comenzó a llenar con números el pizarrón. Cuando terminamos la clase le pregunté a Mario el sobrenombre de ese arquitecto, y me dijo que era un elogio. Vi que su sonrisa se abrió como ventana en su cara. ¿Elogio? Y como respuesta a mi pregunta inquirió: ¿Para qué sirve un borrador? Pues para borrar, dije. Y siguió: Sí, pero qué borras. Pues un trazo mal hecho. ¡Eso!, y me dio una palmada afectuosa, con gran satisfacción. Yo sentí como si hubiese respondido bien a la pregunta de cómo se formó el universo. ¿Y?, pregunté. Pues eso, dijo Mario, por eso le pusieron ese sobrenombre: The eraser. Y cuando lo dijo, la verdad, escuché que era como un título sensacional. Lo siento, nunca he sido muy dado a privilegiar lo extranjero, pero lo escuché con más prestigio. No era lo mismo escuchar: ahí viene el borrador; que escuchar: ahí viene the eraser. Tal vez fue como consecuencia lógica de lo que Mario había dicho: el sobrenombre era un elogio. ¿Un elogio? El borrador sirve para borrar trazos mal hechos. ¡Que me lo digan a mí! Siempre que dibujo (ahora lo hago a diario) tengo un lápiz y a lado del papel un borrador. En la universidad aprendí que no borro antes de rectificar la línea, si me parece que el trazo es equivocado, corrijo y luego borro y así lo que queda es la nueva línea. Ahora que escribí el proceso veo que es un proceso casi simple, pero prodigioso. Sí, el borrador es un chunche casi genial: corrige los trazos mal hechos. ¿Por qué le decían The eraser al maestro? En la tarde le llamé a Mario por teléfono. Respondió su hermana y me dijo que no estaba, que había ido al ensayo del coro de la iglesia (en ese tiempo no había celulares, así que debía esperar a que volviera a casa. Pero ya no volví a llamarle, porque Quique y Miguel me dijeron que fuéramos a cenar pizza, en un local maravilloso que estaba sobre la Avenida Insurgentes, donde un par de músicos amenizaba el ambiente, con música de los años veinte.) Al día siguiente, en cuanto llegué a la facultad busqué a Mario y le dije que ya tenía la respuesta. Me quedó viendo con cara de búho trasnochado: ¿Respuesta de qué? ¿Por qué le dicen The eraser al arquitecto?, respondí. Rio, ah, bárbaro, cómo rio. Se extrañó de que siguiera con el tema. A ver, me dijo, y puso cara de sinodal, ¿cuál es la respuesta? Le dicen así porque borra los trazos mal hechos de la vida. Mario cambió su cara, se volvió algo de piedra, pero de piedra de río, lisa, bien boleada, luminosa. Y dijo que sí, que era un maestro inspirador y por eso me había dicho que era un elogio. Todo mundo lo decía con respeto, como si fuera un título nobiliario. En ese instante fui yo quien sonrió como vitral antiguo de catedral. Pensé que era un título sensacional: The eraser. Como si la Reina Isabel lo hubiese nombrado Sir. Pensé que el título de Sir lo ostentan muchos ingleses, pero sólo un mexicano ostentaba el título de The eraser (porque daba clases en USA, pero era mexicano, era uno más de esos brillantes científicos mexicanos que debieron emigrar para que fueran reconocidos, para que tuvieran salarios dignos a su grandeza.) Posdata: ¿Por qué te conté esto? Porque hacía años que no recordaba la anécdota. Ayer, a la hora que borré una línea me llegó el destello del recuerdo y, en automático, en lugar de pensar en la palabra española borrador, pensé en el inglés the eraser. Pucha, suena genial.

jueves, 28 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN CARRITO

Querida Mariana: a mi Paty le encantan los Mini Cooper. Son como de llavero. En el pueblo hay paisanos que tienen esos autos, que son simpáticos, caros, ah, sí, son para personas de gusto exclusivo que pueden darse el lujo. Pau dice que son los Minions de los autos. Se me hace una comparación genial. En esta foto hay un auto simpático. ¿Ya lo viste? Está solito en esa banqueta. La fotografía la tomé del libro “El rincón más suave de mi patria”, de Armando Alfonzo Alfonzo. Un amigo de don Armando Alfonzo lo ha definido como “el comiteco que más amó a Comitán.” Pues cómo no. Mirá cómo definió al pueblo: “el rincón más suave de mi patria.” Es una definición genial, dictada, precisamente, por ese amor. México tiene miles de rincones prodigiosos, pero el más suave es ¡Comitán! El libro, como todos los libros que publicó don Armando, es de gran riqueza. Este libro contiene una serie de fotografías tomadas por don Hugo Alvarado Coello y por don Armando. Por desgracia no hay un registro de qué fotografía corresponde a qué autor, por lo que no se sabe quién tomó esta fotografía del auto simpático de ese tiempo. ¿En qué año fue tomada la foto? Tampoco podemos saberlo. Viendo los edificios de la Manzana de la Discordia vemos que aún no está el gran edificio de varios pisos que tuvo la Farmacia Regina, por lo que, tal vez, la fotografía fue tomada en los años sesenta. ¿Ya miraste qué pueblo tan plácido era Comitán en ese tiempo? Había autos, sí, pero la gente aún caminaba por la calle sin prisa (bueno, hay muchos paisanos que lo siguen haciendo, pero ahora corren el riesgo de ser atrapados por un potente 4x4). Mirá casi en la esquina, un par de compas platican quitados de la pena. ¡Qué bonito ese auto! No me vayás a hacer caso, pero casi puedo asegurar que ese carrito era de don Ramiro Ruiz Alfonzo, el propietario de la Proveedora Cultural. Cuando menos hay una señal que podría dar sustento a mi teoría: está estacionado justo frente a la entrada de la Proveedora Cultural, que fue un lugar mágico para quienes fuimos niños o jóvenes o adultos en los años sesenta, porque ahí vendían figuritas para completar los álbumes, ahí vendían cuadernos y lápices para llevar a la escuela y ahí (¡Dios bendiga la memoria de don Rami, por siempre, para siempre!) vendían libros y revistas. Ahí compré mis primeras novelas y libros de teatro y de cuentos y de mil temas más y las revistas de monitos de Tawa, de Kalimán, de Memín y las primeras Playboy. Cuando vi la fotografía llamó mi atención, aparte del carrito, el letrero que está en primer plano, colgado ahí en el barandal de la segunda planta de la Proveedora Cultural (no quisiera caer en el terreno de la ficción, pero casi puedo asegurar que el color era rojo. No el letrero, ¡no!, el letrero tiene el fondo blanco, ¡no!, digo que el color del auto de don Rami ¡era rojo!) El letrero con fondo blanco, en sus letras más grandes, dice: Medicina Interna. ¡Ya, claro! Ahí estaba la casa y el consultorio particular del doctor Rubén Ortiz Chavarría, egresado de la UNAM. Este prestigiado médico llegó a Comitán y acá se casó con doña Hortensia Aranda Besares. El doctor Chavarría nació en Copainalá y pequeño se trasladó a Tuxtla con su familia y luego fue a estudiar a la Ciudad de México y un día llegó a nuestro pueblo y acá se quedó a vivir, se casó con doña Hortensia Aranda Besares y formó una familia. El doctor ya falleció, en Comitán lo recordamos con afecto, todo mundo de acá lo conoció como doctor Chavarría, porque el apellido materno era menos común que el Ortiz. En Comitán, el doctor Ortiz fue el doctor Roberto Ortiz Solís, quien fue presidente del pueblo; el estadio donde juegan fútbol soccer lleva su nombre. Cuando en las redes sociales aparecen fotografías antiguas de esta calle, muchos comitecos recuerdan los negocios que hubo ahí: farmacia Regina; el Súper de doña Angelina; la venta de autos del señor Rodolfo Nápoles; por supuesto, la Proveedora Cultural; la tienda de las Ancheyta; la Joyería Escobar y, en la esquina frente al parque central, la Casa Yannini. Hay que consignar también, entonces, el consultorio particular del doctor Rubén Ortiz Chavarría, quien trabajó en dos instituciones públicas de salud: por las mañanas asistía al Centro de Salud y por las tardes en la Clínica del ISSSTE. Posdata: Los que saben dicen que los autos reflejan mucho de la personalidad de sus propietarios. Debe ser. Este auto precioso, simpático, genial, correspondía al carácter de ese comiteco impar: don Rami Ruiz Alfonzo. Espero no equivocarme y que, en efecto, este mini auto haya sido propiedad del dueño de la Proveedora Cultural. Perdón, mi niña, hablo de otros tiempos, tiempos que ya no fueron los tuyos, los tuyos son estos tiempos, pero, tal vez, compartir esta fotografía del libro de don Armando te sirva para conocer un poco más de tu pueblo, porque eso sí, Comitán es tu pueblo, el rincón más suave de la patria. A mí me encanta platicar con vos de personajes maravillosos de este pueblo: el doctor Chavarría, don Rami Ruiz, don Armando Alfonzo, don Hugo Alvarado, don Límbano Moreno, doña Angelina, doña Hortensia Aranda y muchos más.

miércoles, 27 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN RECUENTO DE ENERO DE 2020

Querida Mariana: ¿y cómo fue mi inicio de año 2020? Los que tenemos una pasión podemos hacer el recuento de nuestra vida a través de esas obsesiones. ¡Es una exageración lo que digo!, pero lo que leo me define en mucho. A la lectura le dedico mucho tiempo de mi vida, lo mismo que a la escritura, al dibujo, a la pintura y a ver cine. Hallé una especie de recuento de mis lecturas de enero de 2020. En ese mes aún no teníamos el desasosiego de la pandemia. Vivíamos como habíamos vivido los años anteriores. No sabíamos que esa libertad de movimiento se iba a cancelar o, cuando menos, a limitar. En este enero, ya lo dije he estado con Cortázar, con Faulkner, con Bashevis y con Williams. Nadie sabe qué sucederá al minuto que sigue del presente. Todo en esta vida es incierto. Caminamos sobre terrenos untados con mantequilla, en medio de pantanos. Por eso, ahora que hallé este recuento de lo que hice en enero, pensé en compartirlo con vos, para decir, al estilo de Pablo Neruda, que hemos vivido. Va copia de esta especie de diario: ENERO 2020 • Comencé el año con un final, el final de “Los errantes”, de Olga Torkaczuk, Premio Nobel 2018. Fue un buen inicio de un gran final. Libro con calificación de 9. 6, que no sube a diez, pero que tiene muchos motivos de reflexión. Olga es una gran narradora. Ya leí de ella su novela “Sobre los huesos de los muertos”. • Hallé el libro “Kafka en la orilla”, de Murakami. Libro que he comenzado tres veces y que, por alguna razón, he dejado pendiente. Una de las razones fue que, al hacer un viaje en autobús, a San Cristóbal, lo dejé olvidado. Volví a comprarlo. El libro no me desagrada. Ahora, como si viajara en tren, leo y suspendo a la hora de bajar a la estación de paso. La ventaja es que ahora vuelvo a hallar el libro en el asiento. • Le di una vuelta rápida a la novela “La carreta”, de B. Traven, como si lo escaneara con la vista. Angelo Antonioni me comentó que Traven, en esta novela, escribe acerca del festejo de San Caralampio. No sabía. En efecto. Traven escribe de la feria de San Caralampio. Llama mi atención que comenta que, como parte del rebumbio, llegan mujeres, con sus madres o con sus celestinas, para ofrecer sus cuerpos. Traven escribió este pasaje mucho antes que Rosario Castellanos publicara Balún-Canán. Todo parece indicar que Traven estuvo en Comitán y presenció dicho festejo. • Escaneé el libro homenaje que Coneculta-Chiapas dedica a Vicente Kramsky. El libro me lo obsequiaron en Tuxtla, donde acudí el día que inauguraron la exposición de fotos que contiene el catálogo. Escribiré una Arenilla, comentando una de las fotografías de Comitán que contiene el libro. • Leí “Fluye el Sena”, de Fred Vargas. Tres historias policiacas. Libro con tramas flojas, pero con buena descripción de ambientes y, sobre todo, con personajes extraños que se vuelven interesantes. ¿De siete? • Continúo con la lectura de “Kafka en la orilla”. Pienso (lo he pensado desde que agarré el libro por primera vez) que no es una gran novela, pero que está por encima de la medianía. • Leo el libro del periodista Sergio Sarmiento, que se titula: “La palabra y los escritores”, donde publica entrevistas con escritores que acudieron a su programa televisivo. Ya leí entrevista con Héctor Aguilar Camín y con Margareth Atwood. • En la entrevista a Roberto Calasso, éste dice que hay un escritor de la pléyade que es popular en muchos países del mundo; es decir, lo inteligente no está reñido con el gusto del vulgo. Este escritor es Simenon. No he leído algo de él. Buscaré sus libros. • Compré dos libros de Simenon, uno de Manuel Vilas (Alegría) y una novelita de David Martín del Campo (La niña Frida) a quien conocí en Campeche. En ese encuentro también conocí a Fabio Morábito. • Terminé el libro de Martín del Campo. Tiene un capítulo muy literario, donde la niña presenta un monólogo, creyéndose Frida Kahlo. Bien. La novelita es de 7.9. • Empiezo a leer “Los vecinos de enfrente”, de Georges Simenon. Bien. Buen narrador. Lo venden como uno de los grandes escritores del siglo XX. Sí, bien. • Terminé de leer “Los vecinos de enfrente”. Ocho punto seis. Baja en un momento, se convierte en un guion de telenovela, pero lo demás es muy bueno. Describe estados de ánimo y entornos con gran calidad. • Comienzo a leer “La casa del canal”, del mismo Simenon. • Continúo con la lectura de “Kafka en la orilla”. Murakami no tiene el genio de los grandes. • Leí la mitad de “Alegría”, de Manuel Vilas. Más o menos. • Leo “El péndulo de Foucault”, de Umberto Eco. Poco a poco, porque él, a diferencia de Murakami, sí posee el genio. Es buena novela. Posdata: Que Dios permita más siglos de lectura, más toneladas de palabras bien engarzadas, más líneas para dibujar universos armoniosos, más plastas de mil colores para untar en telas, más carretadas de películas de festival. Que Dios permita la vida, para celebrar ¡la vida!

martes, 26 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON SONIDO DE CAMPANA

Querida Mariana: recuerdo la noche donde la poeta María del Rosario Bonifaz tocó una campanita. Fue hace años, en la sala de conferencias de la Casa Museo. Lectura de poesía, de una de las voces mayores de Chiapas. El salón estaba lleno de asistentes, esperábamos el momento del inicio del recital. María del Rosario, trepada en el estrado, sentada ante la mesa de honor, tomó una campanita que había colocado sobre la superficie de la mesa y, con movimiento de colibrí, movió la mano y tocó la campanita. ¡Ah, fue un instante prodigioso! Luego ya comenzó a leer sus poemas. Fue como un ritual. A mí me encantó ese llamado. ¡Claro! Nosotros, quienes nacimos en los años cincuenta, llevamos el sonido de las campanas del templo en nuestra savia vital. Reconocemos ese sonido como la llamada para acudir a misa, para entrar al salón de clases o para salir, como chivitos, al patio escolar, porque había llegado la hora del recreo. Ahora, siempre que trabajamos una publicidad de Auditivos de Comitán, empresa patrocinadora de ARENILLA, empresa dirigida por mi amiga Aurorita Avendaño Román, pienso en la bendición de ese genial sentido que poseemos los seres humanos: el oído; y recuerdo el instante luminoso donde la poeta comiteca, antes de que su palabra asomara, hizo sonar una pequeña campanita para invocar la energía universal; fue un ritual al estilo de los monjes budistas cuando tocan el bonsho, campanota gentil que invita a la oración y, vos sabés, cuando personas de buena voluntad nos unimos en torno a un mismo punto universal, lo que hacemos es invocar la luz, que es lo que hace la oración, lo que hace la poesía. ¡Ah, el oído! Qué bendición. Gracias a ese sentido podemos escuchar la marimba de don Cliserio Molina, el sax de Charlie Parker, el piano de Rubinstein, la somatadera de platos del hijo que exige más papilla de manzana. Gracias al oído podemos escuchar la voz de la mamá cuando dice que nos quiere, la voz del amigo que dice ¡salud!, a la hora que levanta el tarro de cerveza y extiende una sonrisa afectuosa. Gracias al oído podemos escuchar la voz tierna de la pareja cuando nos da un beso y dice hasta mañana. Hasta mañana. Promesa con aroma de menta. Gracias al oído podemos escuchar el aleteo del colibrí, el trajinar de la cucaracha en el trastero, el rumor de los pasos titubeantes del niño que aprende a caminar, la cascada de aplausos de los fanáticos en un concierto de Alejandro Fernández, y, por supuesto, la campana que convoca a misa. Sí, también escuchamos los pasos del viento sobre las ramas de pino, el casi imperceptible trajinar de nuestros huesos a la hora que nos levantamos de la cama, y el sonido de la tostada al morderla, y la mordida a una manzana. Sí, también, ¡bendito Dios!, gracias al oído, podemos escuchar las pendejadas que dice el tío Aurelio y que nos hace botarnos de la risa; y las pendejadas de la Arminda, que sólo nos provoca coraje y pena ajena. El mundo ha escuchado, gracias al oído, los silbatos de los barcos arribando a puerto, el silencio mortal de una bomba atómica cayendo sobre Hiroshima, el pitido del tren al entrar al andén. Aurorita festejó en días pasados treinta años de su empresa Auditivos de Comitán, años donde, en forma cariñosa y profesional, ha atendido a cientos de clientes que han acudido a ella, porque necesitan de sus conocimientos para que los atienda en problemas de audición. ¡Ah, qué noble profesión la suya! Gracias a su trabajo, muchas personas, muchísimas, vuelven a gozar de ese fantástico sentido, el del oído. La empresa de Aurorita es patrocinadora de ARENILLA-Revista. Aurorita, comiteca de cepa, bataneca de corazón, cositía genial, apuesta por Comitán, abre sus manos generosas y comparte parte de su bonhomía con su pueblo. Ella ama profundamente a su pueblo, por eso su pueblo debe amarla y reconocerla. Siempre digo que nada de regateos, que lo que sea de Dios a Dios y lo que sea del César ¡al César!, pero sin mezquindades. Vamos a dar con todo, casi casi como decía la madre Teresa: “Dar hasta que duela y cuando duela ¡dar todavía más!” Nos damos a Comitán sin regateos. Aurorita ha dado de más, siempre lo hace. Hoy, ella celebra treinta años de llevar consuelo a quienes han tenido un problema de audición, lo seguirá haciendo. Ella, igual que la poeta María del Rosario, hace el prodigio del colibrí y toca la campanita para que las personas vuelvan a escuchar ese sonido de río metálico, de aire luminoso. Posdata: Aurorita es una comiteca profesional de excelencia. Ella tiene una maestría en audición y lenguaje. Años de práctica profesional puestos a disposición de los comitecos y de todas las personas de la región. ¡Felicidades!

lunes, 25 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN COLLAGE DE FOTOS

Querida Mariana: ¿ya viste qué bonita tarjeta? Cuando la vi me puse a contar cada una de las fotografías. ¡No pude hacer el recuento con precisión! Me extravié. Sí puedo afirmar que son más de cincuenta y cinco. Es apenas un muestrario de todas las sesiones fotográficas que Carlos Gordillo hizo en El Estudio, durante el primer año de vida de ese espacio artístico y profesional. En ARENILLA-Revista celebramos con Carlos el primer gajo de este haz de luz. Estamos seguros que serán muchos, muchos años más, porque Comitán está a la altura de un estudio de esta calidad y a la altura del talento de Carlos Gordillo, uno de los grandes fotógrafos de Chiapas. En nuestro pueblo hay mucho talento artístico; por fortuna, contamos con geniales artistas de la lente. Así como Comitán merece el talento de Carlos, nosotros, en ARENILLA-Revista, nos sentimos orgullosos por brindar una revista de calidad. Comitán está a la altura de una revista como la nuestra. Por supuesto que sí. Y digo ARENILLA-Revista, porque, vos lo sabés, muchas de las portadas y de fotografías interiores son obra y gracia de Carlos. Otras portadas son obra y gracia de Roberto Carlos. Así pues, los Carlos son nuestra carta de presentación. Ellos llevan la luz de su talento a los miles de lectores. En este collage hallé una serie de fotografías que han salido en nuestra revista. Muchas otras fotografías (todas sensacionales) han sido de sesiones que particulares han contratado. Lo cierto es que tener una fotografía tomada por Carlos es un privilegio; lo mismo sucede cuando una de estas fotografías tiene resonancia multiplicada por aparecer en nuestra revista. Carlos cumple un año con su estudio, un sueño que fue abonando poco a poco. Ahora es una realidad. Todos los sueños comienzan, qué simpático, con un vacío. Sí, es necesario crear un hueco para depositar la semilla que luego será un gran árbol. Vos hacés lo mismo, vos también tenés tus sueños. Todo mundo hace eso. De pronto, por cuerdas misteriosas, una persona concibe un sueño y, si camina por la senda correcta, en esa cinta construye imponentes edificios mentales. Comitán merece el talento de Carlos. Claro que sí. Ya no más ninguneos. ¡No! Comitán es una ciudad que reconoce la calidad, que sabe cortar los frutos buenos. Carlos, como cualquier empresario, invierte en su sueño. No sólo invierte su capacidad y talento, ¡no!, también, por supuesto, invierte su tiempo y dinero para adquirir las herramientas que hacen posible su trabajo. Necesitaba un espacio, ¡lo construyó!, un espacio donde las personas que acuden a la sesión se sientan en el centro del universo. Ha adquirido equipo con luces, cámaras, computadoras, tripiés y mil chunches más. Carlos cumplió un año con su Estudio, nosotros, con la revista, la revista de todos, cumplimos tres años. Estas fechas son simbólicas, pero no marcan con precisión el inicio del sueño. Carlos y nosotros (como todos los emprendedores) comenzamos mucho tiempo atrás. Han sido años y años de ir formando esa pequeña torrecita. Sí, Carlos y nosotros y vos y todos, igual que el astronauta que caminó en la luna por primera vez, dimos un pequeño paso, pero un gran salto para nuestra región. Vos tenés el sueño de especializarte en cinematografía y no cejás en tus sueños. Antes de la pandemia fuiste dos veces a Guadalajara a tomar diplomados. ¿Tenés idea de cuántas horas ha destinado Carlos al perfeccionamiento de su profesión? Cuando una persona posa para él, cuando él oprime el botón de la cámara, cientos de horas de trabajo se concentran en ese momento, como una máquina perfecta se ponen en acción para que el modelo obtenga un retrato que le haga sentirse bien. Sí, es bien bonito mirarte en una fotografía donde está lo mejor de vos, donde aparece tu mejor ángulo. Lo mismo sucede con nuestra revista. Cuando un lector la recibe, impresa o digital, recibe la síntesis selecta de muchos años de estudio y de trabajo. Todo mundo reconoce la calidad del trabajo de Carlos; todo mundo reconoce la calidad de nuestra revista. Ahí está concentrado mucho talento y mucho trabajo. Somos profesionales. Por eso, hoy, celebramos con alegría el primer año de El Estudio, del profesional Carlos Gordillo. Comitán merece su talento. ¡Sí! Ya Comitán, en este año 2021 camina por otros senderos, camina por caminos donde el talento local se reconoce y se apoya. Posdata: en Comitán tenemos a un gran talento de la fotografía mundial; todo mundo, ahora, consume local. Nosotros, en ARENILLA-Revista, nos sentimos orgullosos de contar, desde el inicio, con su talento. Su arte es la tarjeta de presentación de una de las mejores revistas del mundo: ARENILLA-Revista. Sí, Comitán nos merece y nosotros merecemos a Comitán.

sábado, 23 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN HILO

Querida Mariana: ¿qué hacés con un bollo de hilo? Si yo fuera un gato jugaría con él y, tal vez, lo desenrollaría, dejando un camino de estambre en toda la sala y el patio. Pero, si fuera como mi mamá tejería tapetes o suéteres o colchas o chalecos. Un pescador lo emplea para hacer redes que sube a su lancha en la madrugada, antes de entrar al mar, y luego, en el lugar preciso, con un movimiento también exacto, lanza la red al agua con las dos manos, pidiendo que su panza enhebrada se llene de peces. El artista plástico Arbey Rivera emplea el bollo para hacer cuadros. Con una técnica especial logra que los hilos, de muchos colores, formen figuras. Sí, entiendo, querida Mariana, que mi pregunta deja un hueco, del mismo tamaño de los huecos que tienen las hamacas. Un bollo de hilo no puede usarse para todo lo que he mencionado. Hay, como siempre en la vida, diversos tamaños, grosores y resistencias. El hilo que emplea mi mamá para hacer una chambrita no puede usarla el pescador para hacer su red de pesca, ni viceversa. Ya miro al pichito abrazando su cobijita hecha con cuerda de yute. ¡No! No quiero ni pensarlo, sus manitas se lastimarían. ¿Qué madres mentaría el pescador a la hora de lanzar la red al mar y ver que el entramado perdía su consistencia y se convertía en una mezcla húmeda de pelos? La pregunta la hago, porque, disculpá, a veces pienso que poseo un bollo de hilo de oro. Un día, el tío Armando fue a su recámara, abrió el ropero de cedro, alzó el brazo lo más que pudo y con la mano jaló una cajita que contenía en su interior un bollo de hilo de oro. Nos sentamos en la orilla de su cama y me dijo que ese era su máximo tesoro. Yo, al escuchar la palabra oro, le dije que si con eso podía comprar muchas cosas, yates, casas, autos, ranchos con muchas vacas y caballos. Él se hizo para atrás y columpiándose rio con risa de hiena alebrestada. Cuando la cascada de risas terminó y todo fue como una laguna serena, dijo que no, que ese hilo no alcanzaba a darle la vuelta al mundo, apenas alcanzaba para hacer flores bordadas. Entonces se paró y caminó de nuevo hacia el ropero y, del gancho donde estaba colgado, sacó una capa azul, con flores bordadas. ¿Eso es oro?, pregunté. Sí, dijo, y me extendió la capa y yo pasé mi mano sobre la flor bordada. Pensé que era la segunda vez que el oro me deslumbraba, no me había deslumbrado tanto cuando vi el pulso del tío Luis, quien, una tarde, había subido la manga de su camisa para mostrarme una pulsera de oro. Era como una serpiente gruesa enrollada en su muñeca. Es de 14 kilates, dijo, y lo dijo como si hubiese dicho: Soy Moisés y abro el mar. Mi reacción fue un simple ¡ah! En realidad, pensé que si yo fuera tan rico como el tío Luis no usaría ese chunche, aunque fuera de oro. Recordé que al pulso de oro, la tía Elena también le llamaba esclava de oro. Esclava, por algo sería. Sí me llamó la atención el día que vi dos hermosos aretes que colgaban de las orejas de la tía Juanita. Me trepé a una silla para verlos de cerca. Era, me explicó, un trabajo de filigrana. Entendí también que el oro lo habían pasado por una máquina hasta hacerlo hilitos y el orfebre (ah, qué bonita palabra) había “tejido” esos maravillosos canastitos que colgaban de las orejas de la tía. ¿Dónde lo compraste, tía?, pregunté, y ella me dijo que era un trabajo hecho por un artesano comiteco y los había comprado en la Joyería de don Carlitos Escobar, que, en ese tiempo (años sesenta) tenía su joyería en la manzana que luego fue derruida en los años setenta. ¿Te costó mucho? No tanto, dijo mi tía, y sonrió. ¿Te gustaron?, preguntó. Sí, le dije, sí. Cuando me muera, dijo, te los dejaré de herencia, y pasó su mano sobre mi cabeza. El bordado con hilo de oro, de la capa del tío Armando, me sorprendió casi casi con la misma emoción que me emocionaron las canastitas de la tía Juanita. Pensé que el tío Armando podía, también, dejarme esa capa como herencia, así que para forzar la situación le dije que me preguntara si me gustaba esa capa, pero el viejo lobo de mi tío Armando no cayó en la treta, no me hizo pregunta alguna, por el contrario, dijo: Si no te gusta serías un pendejo. Y yo, que no era un pendejo, dije: sí, me gusta, y el tío volvió a hamaquearse hasta atrás, rio mucho, y reafirmó, con un polvo de tos: “Sólo a los pendejos no les gusta.” Ahí terminó la plática, con delicadeza (no por mí, sino por la capa) me retiró la capa y la colgó de nuevo en el ropero; regresó por el bollo de hilo de oro, lo colocó en el interior de la caja, que estaba forrado con un soberbio acolchado de seda, color vino. El aroma del cedro me llegó a la hora que el tío cerró la caja. Ahora que escribo, en mi nariz tengo ese aroma sublime y, en mi corazón, el bordado de la flor con hilos de oro. A veces pienso que la flor era esa que llaman flor de lis, pero tal vez estoy equivocado. Nunca supe para qué serviría esa capa. No era para uso del tío, ¿o sí? No era como las capas que usaban los tres mosqueteros, ¡no!, era una capa sólo para cubrirse la espalda, el bordado de las flores con el hilo de oro estaba en un cintillo, de dos o tres centímetros, que servía para detener la capa en el cuello de la persona. La capa, igual que el acolchado de la caja, era de seda, sólo cambiaba en el color. Si yo fuera el tío Armando bordaría telas finas con hilos de oro. Sí. Me encantaría ese oficio. Entre todos los hilos del mundo preferiría el hilo de oro. El oro no sólo sirve para hacer esclavas, también sirve para hacer obras de arte. Muchos retablos de templos tienen figuras recubiertas con hoja de oro, también llamado pan de oro. ¡Ah, genial! Muchos iconos rusos, que son bellísimos, tienen hoja de oro. ¿Recordás pinturas del maravilloso pintor Klimt? Tienen hoja de oro. El genio del ser humano en su máxima expresión. Acá en Comitán tenemos la tradición de los trabajos de filigrana de oro. Artesanos, hijos de la luz, realizan trabajos bellísimos, que son lujo de este pueblo mágico. A mí me llama la atención ese mensaje publicitario que menciona Brenda’s Joyería (que tiene su local en el interior de la Central de Abasto, acá en Comitán). Entre otras bellezas hechas en oro, ¿sabés qué ofrece? ¡Argollas comitecas! Sí, son únicas. Es un producto para comitecas finas, como mi tía Juanita, y para muchas mujeres del mundo. Si yo fuera orfebre me gustaría emplear hilo de oro para hacer canastitas comitecas. El mundo, en serio, está esperando más propuestas como esa de Brenda’s Joyería. Digo que no haría colchitas como las que teje mi mamá, pero lo que sí haría (y hago y haré) es admirar su trabajo paciente. Mi mamá ha vivido entre hilos durante casi toda su vida. Muchas personas del pueblo la recuerdan atendiendo su tienda en la planta baja de la Casa Yannini y, luego, en el Pasaje Morales. Años y años. Cuando yo estudié, mi mamá y mi papá me enviaban paga para mi manutención. Mi mamá vendía algunas prendas que tejía y eso me enviaba en un giro telegráfico, esa paga, fruto de su trabajo, yo lo gastaba en libros o en caguamas, a veces se me iba más paga en la caguama con los amigos y me quedaba sin el libro que me coqueteaba en la Feria del Libro que instalaban en el Pasaje del Metro, en la Estación Pino Suárez. Te envío una foto de los vestidos que este año tejió mi mamá para los niños Dios que tenemos en casa. El niño que ya no tiene deditos es de madera y, como sucede en muchas casas comitecas, es un niño que fue pasando de mano en mano. Fue de la bisabuela. Los pequeños son de pasta y son más recientes. En el confinamiento, estos tres niños nos han acompañado y en días pasados, mi mamá, para agradecer su compañía, les tejió sus vestiditos. ¡Ah, qué bonitos se ven! No están bordados con hilo de oro, son niños Jesús modestos, de familia modesta. No tienen la majestuosidad de los niños que aparecen en imágenes religiosas o en bordados sobre seda. No, son hilos comunes. Por eso me sorprende más. ¿Cómo de hilos sencillos mi mamá logra el prodigio de estas bellezas? Acá no sólo hay un conocimiento preciso del tejido, también hay un conocimiento de sastrería. Los vestidos les quedan perfectos a los niños. Estos niños (es una gran ventaja) no crecen con el paso del tiempo. Lo más que les sucede es algún infortunio en sus deditos. Nuestro niño viejo está como tunquito de sus manitas, pero no se queja, al contrario, tiene una carita serena, armoniosa. Los tres niños viven contentos con nosotros. ¡Cómo no! Cada año estrenan vestiditos tejidos amorosamente por mi mamá. Posdata: sé que, si mi mamá tuviera hilos de oro, bordaría flores sobre una tela de seda acolchada y los niños andarían como reyes, pero, estos niños no son reyes, son príncipes. Príncipes que nada tienen que ver con la nobleza terrenal, su reino está en dimensiones celestiales. Si yo fuera un pescador, me gustaría echarme a la mar en madrugada (claro, se entiende que no sería tan inútil en cosas de natación, como lo soy) y a la hora que el sol comenzara a aparecer en el horizonte yo me pararía sobre el tablero en triángulo de proa y extendería mis manos e iría enrollando hilos de sol. Sí, si fuera pescador, pescaría hilos de sol, no pescaría atunes o bagres, ¡no! Con hilos de sol tejería una chambrita y con ella, cuando hace frío, cubriría la espalda de mi mamá. Si yo fuera pescador. ¿Qué pasó con la promesa de la tía Juanita? Ella falleció cuando yo estudiaba en la Ciudad de México. Estoy seguro que ella llamó a una de sus hijas, le puso los aretes en la mano y le dijo que esos aretes eran para Alejandrito. Estoy seguro que así fue, que eso dijo antes de cerrar los ojos para siempre, pero la hija, como yo estaba en la Ciudad de México, pensó que guardaría los aretes para dármelos en mejor ocasión.

viernes, 22 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON LA VOZ DE DIOS

Querida Mariana: por ahí alguien dijo que la voz del pueblo es la voz de Dios. A veces suena pedante que alguien suelte un latinajo, pero estarás de acuerdo que el latín suena soberbio, de ahí proviene nuestro español. Esa cita suena así en latín: vox populi, vox Dei. ¡Ah, genial! Y como estas lenguas son parientes entendemos la cita latina como si fuéramos romanos, primos hermanos de Cleopatra y de Julio César. Vox populi, vox Dei. Qué sonido tan espléndido. Lo que dice la cita es una exageración, pero se emplea para decir que la opinión del pueblo, de las personas de a pie, es la opinión más certera. No en todos los casos se cumple, porque en muchas ocasiones la voz del pueblo se equivoca, porque ya lo dijo el conocido refrán: ¿Adónde va Vicente? Adonde va toda la gente. No siempre una multitud tiene la certeza de su destino. Pero, en Comitán tenemos un ejemplo de que la voz del pueblo es voz de Dios. Los parques públicos no son conocidos por sus nombres oficiales. ¡No! Los nombres oficiales existen, pero subsisten por debajo de los nombres que el pueblo les ha asignado. ¿Quién, por el amor de Dios, dice: nos vemos en el parque Benito Juárez? ¡Nadie! Con todo respeto, el parque central de Comitán se llama Benito Juárez, pero nadie lo llama así. El parque central es ¡el parque central! El pueblo así lo ha llamado desde siempre y así seguirá llamándolo. ¿Y qué me decís del Parque de La Corregidora? En este 2021, Comitán celebrará el Bicentenario de La Independencia de Chiapas y de Centroamérica, acto histórico de relevancia que tuvo su inicio en ese simbólico espacio. Pero, la verdad, muy pocos llaman al parque con su nombre oficial. Este parque es el parque de San Sebastián. El nombre religioso sobresale ante el nombre cívico. Pero, el pueblo no pensó en eso. No podemos buscarle tres pies al gato histórico. ¡No! La historia es más sencilla. El barrio es el barrio de San Sebastián y su parque así se llama y el nombre arrastra siglos de historia. Si te digo que a dos cuadras de mi casa está el Parque Independencia, ¿qué dirías? Bueno, como vos sabés dónde vivo, podrías, de inmediato, tener la referencia, pero quien no sabe dónde vivo le costará más de dos almudes de frijol decir dónde está ese parque. Claro, la vox populi nombró a ese parque como Parque de Guadalupe y no hay poder político que insista en meter con calzador el nombre oficial. ¿Por qué de Guadalupe? Pues porque está al lado del templo dedicado a la Virgen de Guadalupe y porque es el parque del barrio de Guadalupe. Otra vez, la religión por encima de lo cívico. ¿Dos a cero? No sé, la verdad, no sé, si el parque de La Pila tiene nombre oficial, pero medio mundo de acá lo nombra así: Parque de La Pila, porque está en el barrio de La Pila. Acá sí no hay referencia católica. Raro. Pero, como ya dije, la voz del pueblo está por encima de consideraciones ideológicas. Y digo raro, porque nada raro hubiese sido que el parque llevara el nombre de Parque San Caralampio, considerando que Tata Lampo es el santo consentido del pueblo. Pero ¡no! San Caralampio debe conformarse con su templo. La Virgen de Guadalupe y San Sebastián, cuando menos, le ganaron, porque la virgen y San Sebas tienen su parquecito y, además, sus nombres sirven para designar a barrios. Tata Lampo no tiene ni parque ni barrio. Vive en el parque de La Pila, en el barrio de La Pila. ¡Lo que es la vida! La Pila que existía al lado de la ceiba ya no existe. Algunos estudiosos dicen que la demolieron en 1945. Una pena, como siempre que se bota un monumento histórico, porque era una pila muy bella, ahora sería otra más de las bellezas de este pueblo. ¿Y el parque de la Colonia Miguel Alemán? Pues acá parece que un político sí le ganó a la propuesta más novedosa. Al parque, remodelado en 2010, le asignaron el nombre de Parque Bicentenario. Algunos lo llaman así, pero la mayoría lo sigue llamando Parque de la Colonia Miguel Alemán. Don Miguel tiene presencia en Comitán. En la colonia que lleva su nombre existe una rotonda donde está su escultura en bronce. Pobre don Miguel, cuando inauguraron Ciudad Universitaria, de la UNAM, sonrió al ver la gran escultura de su persona frente al edificio de Rectoría, pero una mañana (o tarde) un grupo de estudiantes se encargó de tirar la estatua. Posdata: la voz del pueblo es la voz de Dios. Los comitecos, al doctor Belisario Domínguez, le decimos Tío Belis, y la mayoría así lo reconoce. Si analizamos tantito el dicho, los comitecos, todos, somos sobrinos del héroe comiteco. ¡Pucha, nadita! Pero no buscamos blasones históricos, ¡no! simplemente tomamos la figura del senador con proximidad, con afecto.

jueves, 21 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UNA PALABRA SENCILLA

Querida Mariana: mi mamá me enseñó a decir ¡gracias!, a dar las gracias. La tía, como diosa del Olimpo, extendía la mano y me daba un dulce envuelto en papel rojo transparente y, de inmediato, mi mamá decía: ¿Cómo se dice? Yo había aprendido a decir gracias, así que, viendo el dulce entre mis manos, ya con ánimo de abrirlo y llevarlo a mi boca, decía: ¡gracias, tía! Aprendí a agradecer. Agradecer todo el dulce que recibo. Los sabios expresan que los seres humanos debemos agradecer incluso los cardos. ¡No llego a tanto! Me parezco al indígena que llegó a los pies de San Caralampio para agradecer que su milpita se había secado, que su oveja había muerto, “te lo vengo agradecer, pero te digo que mejor te busqués otro tu pendejo, porque yo ya no.” Sólo los sabios saben agradecer todos los hilos de luz y de oscuridad con que los dioses del destino tejen nuestras chambras. Pero soy un hombre agradecido, porque la vida, ¡gracias!, me ha enviado más dones que desgracias. De los dones recibidos, agradezco el de la lectura. ¡Lo agradezco al universo! En estos primeros días del año veinte veintiuno y los últimos días del año ya ido me han acompañado grandes escritores: Julio Cortázar, Isaac Bashevis, John Williams y William Faulkner. ¡Uf! Puro maestro, puro genio. Dos Premios Nobel y dos que no lo obtuvieron, pero que no les hizo falta, porque su genialidad estuvo (y está) por encima de un reconocimiento oficial. El mayor reconocimiento les es otorgado por los millones de lectores que los leen. Julio, de Argentina; Isaac, de Israel; y Williams y William, ¡norteamericanos!, norteamericanos notables, geniales. ¿Sabés qué dijo el gran actor Tom Hanks, también gringo, de la novela “Stoner”, de Williams? Copio textualmente: “Se trata simplemente de una novela sobre un tipo que va a la universidad y se convierte en un maestro. Pero es una de las cosas más fascinantes que jamás he encontrado.” Esta mañana, a las cuatro, agradecí la presencia de estos viejos en mi vida. Los cuatro están bien muertos y, sin embargo, a las ocho de la noche, hora en que me acuesto, y a las cuatro de la madrugada, hora en que despierto, ellos me acompañan. Son como viejos abuelos que se sientan en la orilla de mi cama y me cuentan cuentos o historias más largas. La vida está concentrada en lo que ellos cuentan. Lo que cuentan, por supuesto, toca todas las aristas del caminar de los hombres, las cosas bellas y las cosas horrendas. Ya lo dije, ellos son sabios, saben agradecer toda la luz y toda la oscuridad y estas sustancias las decantan y me las entregan sublimes. Esta mañana agradecí el don de la lectura y el don de apreciar la obra creativa de los grandes maestros. Agradecí el tiempo que Cortázar, Bashevis, Williams y Faulkner destinaron para entregarme esos trozos de vida. Cada vez que abro un libro encuentro cielos, grietas, techos, bosques y monstruos bien frescos. El tiempo no ha alterado su rostro. Como buenos vinos llegan con más esplendor. Sólo los escritores sabemos el esfuerzo que significa crear una obra. ¿Alguien sabe cuántas horas destina un escritor para escribir un cuento, una novela? Las horas se acumulan y forman montañas, montañas de tiempo. El tiempo es lo más valioso que poseen las personas. Los escritores destinamos ese tesoro para compartir con los otros, ¿y qué recibimos? Los grandes, los maestros que han sido tocados no sólo por la mano del dios de los genios, sino también por la mano del dios del bienestar, reciben elogios y dinero; pero los demás, los que pueden poseer el genio, pero no les fue concedido el don de recibir una compensación material a su esfuerzo espiritual, reciben la bendición de la nada. ¿Qué hice de bueno en la vida para merecer el prodigio de la lectura? ¿Qué cuerda de vida decidió darme este dulce envuelto en papel rojo transparente? Sé que este don me llegó en la infancia y yo, agradecido, lo he resguardado con emoción y lealtad. El sabio dijo que nada de lo humano le era ajeno. Esto lo pepeno a diario a través de esas soberbias páginas. Esta mañana agradecí la vida; agradecí la posibilidad de ser inmensamente feliz a través de la lectura. Sé que muchas otras personas tienen sus modos particulares de ser felices y, tal vez, son agradecidos por ese don. ¿Agradece el compa cuya pasión es el fútbol soccer? Cuando toma el balón, ¿agradece la textura y la redondez? Hay compas que son felices en los burdeles y en las cantinas, en esos espacios hallan el desasosiego que les da vida, son felices en medio de la carne que huele a perfume barato, en medio del olor del alcohol infecto. Posdata: Esta mañana agradecí la presencia del viejo Faulkner, norteamericano soberbio. No sé si los Estados Unidos de Norteamérica son el país más poderoso del mundo, sé que es tierra fértil para enormísimos árboles que tienen nombres tan altos como cielos: William Faulkner, Woody Allen, John Williams, Tom Hanks, Walt Whitman y más, muchos más. Esta mañana, como me enseñó mi mamá, dije: ¡gracias, muchas gracias! Y vi que esta palabra sencilla llegó al corazón de los viejos que me acompañan, que todas las noches y madrugadas, se sientan en la orilla de la cama y me cuentan cuentos e historias largas, cuentos e historias que hablan de la grandeza y de la miseria del hombre, de la sublime bendición de la vida y, también, ¡faltaba más!, de lo mierda que es. No soy sabio, por eso agradezco lo bueno, el dulce. Por eso, cada día, digo: Gracias, Mariana, querida, gracias. Tal vez algún día pueda agradecer el cardo y la espina. ¿Quién agradece ahora este tiempo de pandemia? Hay sabios que advierten la luz en medio de la niebla y agradecen, agradecen, también, con el corazón, la cuerda asfixiante. Son personas sabias, son Almas Grandes, espíritus sublimes.

miércoles, 20 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, ACTUALIZADA

Querida Mariana: en 2014 te mandé esta fotografía, adentro de una carta. Era como ese álbum de caritas que antes se acostumbraba hacer en estudios fotográficos. Por ahí he visto en casas de amigos esas fotografías con caritas infantiles. Se trataba de que, en la sesión, el chiquitío saliera serio, chupando un puro apagado, sonriendo (de frente y de perfil) y, ¡Dios mío!, llorando. Para provocar el llanto algo le hacían al niño. Siempre he pensado que esa sesión fotográfica era cruel, pero eran los modos. Como siempre he tenido espíritu de niño te mandé mi sesión de caritas, donde no hubo necesidad de que hiciera muecas fingidas. No. Acá estoy en diversos momentos de mi vida. La primera fotografía, donde estoy sonriente, la despegué de mi certificado de primaria, la otra corresponde a la fotografía que apareció en mi certificado de secundaria (las dos fueron tomadas en el estudio del señor Cancino); luego ya vienen fotografías de los tiempos en que fui bachiller. La penúltima, donde estoy muy flaco, fue de la carta donde me liberaban de mi servicio social (ya te conté que el servicio lo hice en Puebla, muchos años después de salir de la Facultad de Humanidades, de la UNACH. La directora permitió que yo realizara mi servicio en Puebla. Lo hice en el departamento donde elaboraban la prestigiosa revista “Crítica”, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Revista donde publicaron algunos de los más prestigiosos escritores de México y de otros países. Un día me enteré, con pena, que las autoridades de la BUAP habían cancelado dicha propuesta editorial, propuesta que elevó la reflexión intelectual del país.) Y la última fotografía es la que me tomé para mi título universitario. Ahora, actualizo el álbum y anexo una fotografía actual. Las caritas, entonces, son como una síntesis de vida. Te envío este álbum para decirte lo que es evidente. Durante nuestra vida reímos, nos ponemos serios y lloramos. Sí, tenés razón. Muchos amigos me dicen que tengo cara de piedra, que no sonrío, que lo hago muy de vez en vez. Es cierto. Pero (acá está la prueba) yo también sonreí y tuve una sonrisa afectuosa. Sí, algo extravié en el camino. De niño fui feliz. Era feliz en casa, al lado de mis papás. Me costaba salir de la casa. En la calle siempre hallaba algunas piedras que me impedían avanzar con la misma tranquilidad con que lo hacía en casa. Hasta la fecha admiro a los que se mueven en las calles como pez en el agua. A mí (por lo mismo) me faltó adiestramiento en cosas del exterior. En mi casa de infancia tenía todo: juguetes, gente que me servía, patio y sitio generosos en recibir la luz del sol y de la lluvia. En mi casa de infancia tenía cuatro corredores amplísimos donde me trepaba al carro de pedales y me sentía un Taruffi cualquiera (Taruffi era un corredor italiano que mi papá mencionaba a cada rato.) Ya mencioné a mi papá y lo hice porque en casa lo tenía a él y a mi mamá. Sé que millones de niños han sido amados por sus padres y han tenido padres buenos. Bueno, yo fui uno de esos millones. En casa todo era plácido. El viento que en el parque azotaba directo, proveniente de la Ciénega, en casa se tornaba afectuoso, era como un chal de hilo fuerte, pero delicado, era un chal que me consentía, que me daba calorcito. En una de mis novelas breves (vos lo sabés) tengo un personaje que se llama Caralampio y que el mismo día que fue al kínder no entró a la escuela y regresó a su casa para no volver a salir durante más de cuarenta años. Fue feliz. Ahora que miro este muestrario de caritas, pienso que algo interno me hizo escribir esa vida. La de un hombre que no tuvo necesidad de salir a la calle. Mi personaje, al contrario de mi vida personal, no lee mucho, pero sí (un poco lo que hago) se dedicó a ver mucho cine, mucho cine mexicano. Cuando le otorgué los hilos de mi vida a mi personaje lo pensé como un Carlos Fuentes o un Carlos Monsiváis, par de Carlos que eran expertos en el cine mexicano de todos los tiempos. En este álbum estoy yo, pero están todos los seres humanos. Cada uno tiene su historia particular. Hay gestos, hay rasgos, hay miradas, hay huellas. La geografía de cada uno tiene lagos, cielos, árboles, páramos, flores rojas con chupamirtos, abismos, mares, ovejas, leones, toros, tortugas. Estamos llenos de grietas, algunas se van dando por el avance del tiempo inexorable, otras son provocadas por tropezones a media calle o porque alguien (siempre de afuera) nos avienta sólo porque sí, porque así se divierte. Posdata: admiro a los que se hicieron en la calle, a los que no tienen temor ante la vida; pero, de igual manera, admiro a quienes, amantes de esa hamaca donde los papás siempre estaban pendientes de que no se parara ni una mosca sobre su cabeza, se atreven a entrar a esa gruta donde los monstruos están en cualquier esquina; y admiro, con proverbial luz, a los que han tenido el valor suficiente y se han enclaustrado para vivir una vida donde el contacto social es mínimo, devaluado, apenas brizna de aire. Miro mis caritas y miro a todos los seres humanos. ¿Vos tenés foto de caritas? En tus ya casi treinta años de vida tu rostro ha cambiado. Gracias a Dios, vos seguís teniendo la sonrisa de tu infancia, la has hecho más fértil, más de agua limpia. Pero tenés algunas sombras y algunas arrugas, grietas del tiempo y de la vida.

martes, 19 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN PARQUE

Querida Mariana: a mí también me gustan los parques, esos espacios públicos por excelencia. Me molesta cuando algunas personas no respetan los espacios de convivencia y molestan a los otros. Me gusta mucho el parque de San Sebastián, pero en ocasiones, cuando estaba sentado en una banca, leyendo, no faltaba el teporocho que llegaba a malgastar la armonía común. ¡Ah, qué coraje! Quienes vivimos el Comitán de los años sesenta, ya te lo dije, tuvimos un parque muy afectuoso. El parque central de aquellos años era la mitad de lo que ahora es. Ya te conté que en los años setenta botaron toda una manzana para ampliar el parque y dejarlo como actualmente está. El parque, ¡por supuesto!, ganó en amplitud. La vista se extiende en forma generosa y rebota, en frontenis magistral, con las fachadas del templo de Santo Domingo, del salón Lino Morales y los arcos del Centro Cultural Rosario Castellanos. Pero, ¿sabés qué?, perdió en intimidad. Y esto hizo, también, que se extraviara algo de identidad. Sé que el ejemplo es bobo, pero lo diré. ¡Total! Recuerdo mucho que cuando regresaste de tu viaje a Nueva York me contaste todos los prodigios que pepenaste en tu viaje. Recuerdo, como si ahora me lo estuvieras diciendo, que me dijiste que te impresionó Central Park, era un espacio verde rodeado de hormigón. Así me lo dijiste. Y digo que el ejemplo es bobo, porque Central Park es enorme, pero, la impresión que tuviste fue la misma que de nuestro parquecito teníamos los comitecos, en los años sesenta, porque la distribución era la misma. Nuestro parque estaba delimitado en sus cuatro lados, por un lado teníamos el edificio del palacio municipal; por otro, el portal poniente; en otro lado, negocios y restaurantes donde ahora está la Farmacia del Ahorro; y luego los edificios de la manzana que fue derruida. Esta distribución creaba un espacio íntimo, tanto que el parque central era el núcleo principal de nuestra convivencia. Loa edificios tan cercanos “achiquitaban” nuestro parque, lo hacían como casita de muñecas. Derruyeron la manzana y ese espacio íntimo se perdió, fue como si alguien hubiese abierto una válvula y por ahí se desfogara nuestra convivencia. Perdimos parte de nuestra intimidad. A ver si logro transmitir mi sentimiento. Los domingos, muchos comitecos íbamos al cine. A las siete de la noche terminaban las funciones del Cine Montebello y del Cine Comitán. Esos cientos de espectadores se unían a los cientos de personas que daban vueltas en el parque. Todo era un ritual, porque, desde tiempo inmemorial, las mujeres caminaban en un círculo cercano al punto medio, y los hombres caminaban, en sentido contrario, en otro círculo concéntrico más amplio. Esto permitía que las miradas de ellas se toparan con las de ellos. La cronista Tony Carboney dice que a esos encuentros de miradas los llamaban “quemones”. ¡Jamás volvieron a darse esos encuentros! En los años sesenta muchos enamoramientos y noviazgos tuvieron su inicio en el parque central, porque, ya lo dije, la intimidad del parque permitía que los encuentros se dieran, porque ese espacio público funcionaba como el mejor lugar de encuentro. Ah, era sensacional ese vals armonioso que ahí sucedía. Me tocó ver cómo en un grupo de chicas, una de ellas se cambiaba de lugar y se iba al extremo para quedar del lado donde pasaría el chico que le gustaba, que, de igual manera, se había pasado al extremo de su fila. Era mágico el instante en que ambos rostros se topaban, por segundos, y sonreían y se enviaban señales de “¡Me gustás!” El parque se amplió y la magia se fue por ese callejón que abrieron. No imagino, no da mi cabeza, a Central Park sin los edificios que resguardan ese maravilloso espacio verde. Acá, insisto, ganamos en amplitud de miras, pero perdimos ese cofrecito que era el lugar donde guardábamos nuestros mejores recuerdos. Bueno, con decirte que, en este afán de hacer más amplio el horizonte, perdimos también una cuerda cívica. En los años sesenta, mero en el centro del parque, estaba la estatua de Belisario Domínguez que ahora está en el inicio del bulevar. ¿Podés imaginarlo? Era una estatua monumental. Bueno, esto también nos daba identidad. Todos los comitecos nos topábamos a diario con la gigantesca figura del héroe comiteco, casi casi como los parisinos se topan con la Torre Eiffel o como los neoyorquinos se topan con el Empire State. Esa proximidad hizo que la figura del héroe fuera una imagen cercana, tan cercana, que medio mundo llamó Tío Belis a don Belisario Domínguez. ¿Ahora? La figura del héroe comiteco no está ya más en el parque central. Posdata: Muchos comitecos de mi generación deben tener recuerdos de ese parquecito íntimo, pueblerino, lleno de gajos tiernos; muchos de mi generación debieron enamorarse alguna tarde en que su mirada se topó con la mirada de una chica hermosa, la más hermosa del mundo. La intimidad del parque permitía los encuentros más sublimes, los definitorios. Jamás volví a ver el parque con esa alegría de parvadas de palomas. Sólo muy de vez en vez el parque central vuelve a ser espacio de convivencia. Y ahora ¡menos! La pandemia no sólo nos arrebató la convivencia común, también nos obligó a mirarnos a través de pantallas. ¿Cómo se da el proceso del “quemón” en zoom? Ya sé que dirás que la comparación de aquel parquecito con Central Park es absurda, que, puestos a comparar absurdos, ahora tiene más semejanza, porque el espacio central sigue estando delimitado, pero ahora tiene más amplitud. Es cierto. Yo nunca he estado en Nueva York (no paso de Chacaljocom). Mi símil fue en el sentido de pertenencia y de intimidad. He visto escenas fílmicas de Central Park y veo que es un espacio que no ha tenido modificaciones y es lugar de apropiación de los residentes de esa gran ciudad. En fin. Esto no es más que un hilo de nostalgia. Viví aquel parquecito y sentí una gran intimidad, intimidad que ahora ya no existe.

lunes, 18 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON PALABRITAS

Querida Mariana: todos los pueblos del mundo tienen palabras consentidas. Algunas de esas palabras son regionalismos; es decir, sólo se aplican en una determinada región. Por ejemplo, en Comitán tenemos la palabra tzisim que nombra a la hormiga que en Tuxtla llaman nucú. Yo escribo tzisim así (con zeta y ese) porque así lo escribió Rosario Castellanos en su novela “Balún-Canán”. ¿Por qué en Tuxtla le llaman nucú al tzisim? Pues porque cada pueblo tiene su modo de hablar, sus palabras propias, sus palabras consentidas. Pienso que fuera de Comitán no existe otro pueblo que le llame tzisim a la chicatana. ¡No! Es una palabrita que nos pertenece. ¡Qué prodigio! Lo mismo (lo hemos platicado muchas veces) sucede con la palabra cotz. En ninguna otra región de Hispanoamérica la emplean. Sí, ya también lo hemos dicho muchas veces, todo mundo echa cotz, pero al acto lo llaman de otra manera. Tzisim y cotz son palabras meramente comitecas. Son elementos que nos otorgan identidad. Nos identifican. En la Ciudad de México, cuando Emilio fue a estudiar a la UNAM tenía dos amigos que eran de Tonalá y éstos cuando lo veían llegar decían: “Ahí viene el cotzero”, y no era porque Emilio fuera muy arrecho (eran más arrechos los de Tonalá, calientes como su tierra), era por ser comiteco. Los turulos usaban la palabra cotzero, como sinónimo de comiteco o de cositía. Pero, hay otras palabras que pensamos que son regionalismos y resulta que tienen más territorio. Hasta ayer pensaba que la palabra culantro, como sinónimo de cilantro, sólo era usada en Chiapas y en países de Centroamérica, pero resulta que no. Ayer, una amiga me pasó el fragmento de una novelita que está leyendo: “El héroe discreto”, de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, y ahí aparece la mención del culantro, en la descripción de una tienda de Piura, en el Perú. ¡Qué prodigio! Hasta allá llegó el culantro (sin albur, por favor, sin albur). Mirá qué dice: “Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones y…” ¡Ya, ya! Ah, da ganas de seguir leyendo, ¿verdad? Es como la descripción de una de esas tienditas de la esquina en Comitán. Pues sí, por eso, al cilantro también le llaman culantro. El alburero diría: prestame atención. Y digo esto, porque, mientras mi amiga lee a Mario Vargas Llosa, yo leo a otro Premio Nobel de Literatura: el gringo William Faulkner. Leo “Cuentos reunidos”. Genial. Y resulta que en el cuento “Un tejado para la casa del Señor”, hallé el siguiente diálogo: “―Así que ésas tenemos ―dijo papá―. Así que la cosa no está en unidades de trabajo, qué va. Está en unidades de perro. “―No era más que una sugerencia ―dijo Solon―. Una oferta amistosa para evitar que estas tejas te echen a perder tus asuntos particulares mañana por la mañana, durante seis horas. Tú me vendes tu parte de ese chucho grandullón y yo te termino las tejas encantado.” ¿Mirás, mi niña bonita? ¡El gringo menciona la palabra chucho! Sí, entiendo lo que ahora pensás, míster Faulkner no escribió la palabra chucho, ¡no! Él escribió la palabra en inglés, pero, y acá está el prodigio, el traductor sí lo hizo. ¿Por qué en el diálogo aparece tanto la palabra perro como la palabra chucho? Porque Faulkner escribió dog en la primera parte y quién sabe qué, en la segunda parte. Y el traductor primero tradujo perro y luego chucho. El traductor de los cuentos fue Miguel Martínez-Lage, oriundo de España (ya falleció, igual que Faulkner). Sabemos que en nuestro país a quien se llama Jesús, en forma afectuosa se le llama Chucho, pero también sabemos que la palabra chucho se emplea para designar a un perro. En Comitán, cuando alguien bebe mucho licor se dice que “es chucho para el trago”, en este caso la palabra chucho se emplea como sinónimo de exceso, porque los perros no tienen llenadero. De acuerdo con la traducción del cuento de Faulkner, la palabra chucho se emplea en España como sinónimo de perro. Sin duda que dicho uso nos llegó de allá y por acá, donde aún hablamos de vos, conservamos la herencia. De hecho, Wikipedia dice que la palabra chucho para designar a un perro se sigue usando en algunas regiones de México, en algunos países de Centroamérica y en España. Posdata: vos sabés que no hablo ni escribo ni leo inglés. Un lector norteamericano podría decir cuál fue la palabra que escribió Faulkner. Primero, eso es elemental, escribió dog, pero ¿luego? Sin duda que fue un regionalismo gringo. Pero, ah, no podría quedarme con la duda, ¡no! Busqué en el Internet la versión en inglés y hallé lo siguiente, en la primera parte Faulkner escribió: “…They was dogs units.” Perfecto. ¡Claro! Unidades de perro. Y luego, Faulkner escribió: “…you sell me your half of that trick overgrown fyce…” Acá fue donde la puerca torció el rabo, porque ya entramos al terreno de los regionalismos. Entiendo lo de la venta de la mitad y hasta ahí. No está la palabra dog, pero el compa se refiere al perro en cuestión. ¿Qué significa trick overgrown fyce? ¡Chin! Lo de trick me suena porque es lo que usan los niños en el Halloween, es truco; overgrown es algo que está cubierto, pero lo de fyce es lo que no encaja en el diccionario habitual. Tal vez algún lector experto sepa decir. Pero, bueno, despejé mi duda. Faulkner no escribió dog, usó una figura retórica para referirse al animal y el traductor español lo tradujo como chucho. En España, como en Comitán, hay regiones donde la palabra chucho sigue usándose para nombrar al perro; y en Perú, como en Comitán, hay regiones donde al cilantro le llaman culantro. Mi mamá dice que en Huixtla también dicen culantro y cuando ve programas de cocina en la televisión escucha con frecuencia que los cocineros dicen culantro. La palabra es empleada en muchos países de Latinoamérica. ¡Ya, ya! El diccionario Collins dice que fyce es una variante dialectal de la palabra feist que significa: perro pequeño. Ah, me sentí como un Sherlock Holmes lingüístico. Pucha y recontrapucha.

sábado, 16 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN SITIO

Querida Mariana: en las redes sociales hay de todo. Las personas comparten pensamientos y sentimientos. Hay gente que dice: “Esta mañana tomé café, pero con pan.” No es algo novedoso, pero nos enteramos, gracias a Dios, que la costumbre comiteca sigue presente. En Comitán bebemos café, ¡pero con pan!, con un panito sabroso de la Panadería “La Espiga de Oro”. Pero digo que la gente comparte todo, cada quien comparte lo que tiene en su mente. Publican lo que desayunan, lo que comen, lo que cenan; y algunos, simpáticos, comparten lo que beben, desde un té hasta un bloody Mary; pero lo que más hallamos en el Facebook son fotografías. ¡Ah, con qué generosidad los amigos de las redes sociales trepan fotos! Imágenes de todo: selfies o paisajes de lugares que visitan, fotos de los hijos en la playa, del cumpleaños del abuelo, de la boda de la hija, del bautizo del nieto, de la nueva novia, del día que estuvieron arriba de la Torre Eiffel o de la Torre Latinoamericana. Hay amigos que suben fotografías de lo que comen. ¡Ah, qué obsesión con la comida! Hay fotos que son agradables, otras no. No puede ser agradable mirar un plato con un hueso que tiene algunos hilos de carne y residuos de una salsa roja. ¡No, no es agradable! La imagen parece sacada de una tabla de carnicería de mercado público o de una página de nota roja de periódico sensacionalista. Sí, entendemos, antes de comenzar la cena, el amigo tuvo ante sí un maravilloso hueso estilo Tío Jul, con sus picles, salsa roja de chile ancho y tostadas, pero cuando ya engulló todo y sólo quedaron residuos, la imagen es horrible, pero el amigo dice: “Cené delicioso.” Lo creemos, lo creemos. Otra cosa que los amigos del Facebook comparten son citas textuales de grandes escritores. Algunas de esas citas, lo sabemos, son citas reales, otras son falsas. Muchos juegan con supuestas citas escritas por el escritor brasileño Paulo Coelho, que es un escritor exitosísimo en ventas, pero que, en el canon literario es menos que cero a la izquierda. Pero, a veces, hallamos citas escritas por el gran Jorge Luis Borges o por Saramago o por Gabo García Márquez que son falsas. Me cuentan (debe ser así) que hay personas que escriben algún pensamiento y, al final, le ponen el nombre de un famosísimo escritor para que su texto circule muchísimo. A esas personas eso les significa un éxito en su vida, aunque (qué pena) el mundo nunca vaya a rendirse a sus pies, como está rendido ante el nombre del famoso escritor. ¿A quién se le ocurre decir que es de Saramago un texto que habla de Dios, cuando él fue un maravilloso ateo? Por ahí circula, con profusión, un texto que el propio Gabo denunció como falso. Los grandes lectores, de inmediato detectan un texto apócrifo, porque son expertos en reconocer lo que se llama estilo. Hay textos que, a primera vista, se ve que no corresponden al estilo del nombrado. Pero, mientras la vida no se vea afectada más que en término superficial, a mí me divierte hallar esas citas falsas, porque hay varias que son ingeniosas. Y digo esto, porque el otro día hallé una cita que se supone escribió el gran Borges. No soy experto en su obra, así que no puedo afirmar que sea una información real. Lo que sí puedo decir es que coincido con lo ahí dicho. A ver, te paso copia y lo platicamos, ¿te parece? La cita dice: “Cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; no se extrañan los sitios, sino los tiempos.” La cita decía que esto lo escribió Jorge Luis Borges, el genial escritor argentino. Sólo los expertos en la obra de Borges pueden decir si él escribió esto. Dudo, porque Consuelo Sáizar, quien fue directora de Conaculta, a nivel federal, dijo que, en realidad, Borges había citado a Marcel Proust; es decir, Proust fue quien escribió lo que acá te comparto. Bueno, sea el argentino o el francés, la cita es real. Digo que es real, porque los seres humanos no extrañamos los lugares, sino las épocas que corresponden a esos lugares. ¡Sí! No lo percibimos bien a bien, pero así es. Por ejemplo, cuando algún comiteco de mi generación (nací en 1957) ve una foto del Comitán de los años sesenta, en automático aparece una cuerda de nostalgia. Ah, recuerda con emoción las experiencias vividas, en ese lugar, en ese tiempo. Pero, si lo pensamos bien, lo que estamos extrañando es lo que dice la cita: “…la época que corresponde a ese lugar.” Extrañamos la vida que se nos fue, que sólo es un mero recuerdo. Los seres humanos nos alimentamos no sólo del presente, ni del ilusorio futuro, ¡no!, también, y de manera fundamental, nos alimentamos del pasado. Cuando alguien mira la casa donde vivió su infancia, de inmediato, se activa el mecanismo de la memoria y regresan aromas y sonidos y variadas sensaciones. Cuando los lugares ya no existen, algo de ese puente se fractura, es más difícil cruzar hacia la otra orilla. Por eso, cuando los de mi generación caminamos por el parque central ¡extrañamos la manzana que fue derruida! La decisión de tumbar ese conjunto de casas, para ampliar el parque y dejarlo como está ahora nos quitó un espacio que servía para afianzar los recuerdos y la nostalgia. Cuando alguien, en el Facebook comparte una fotografía donde aparece la manzana, los recuerdos caen en cascada. Todo mundo de ese tiempo habla con nostalgia luminosa de ese espacio, y los recuerdos afloran: muchos recuerdan que, de muchachitos, echaban volados de paquetes de figuritas que compraban en la Proveedora Cultural, que atendía don Rami Ruiz, o recuerdan que pasaban a comprar dulces en el Súper de doña Angelina o miraban los aparadores de la Joyería Escobar o los estambres en los mostradores de la tienda de mi mamá. Muchísimos recuerdan que subieron a la planta alta de ese edificio de la esquina para tomar un café o escuchar al grupo que amenizaba en el Café Intermezzo. No faltan los que hablan de la cantina de Tío Tavo, que estuvo ahí durante algún tiempo, o de la estación radiofónica XEUI, que estuvo en los altos de Nevelandia, edificio donde, al fondo, estaba un billar. Muchos recuerdan que compraron un disco de José José o de Lucha Villa en “La casa del ciclista” (maravilloso, ¿no?, discos en la casa del ciclista. Sólo faltó que compráramos bicicletas en un negocio que se llamaría: La casa de los discos.) Pero, digo, ahora no tenemos ese referente. Donde estuvo la manzana ahora hay bancas, gradas, una fuente, árboles. El aire sustituyó al ladrillo, al hierro y al cristal. Para vos, que no conociste la manzana de la discordia, puede resultarte difícil hacer el juego de imaginación que propongo: imaginar que la manzana sigue en pie. Imaginá que los edificios siguen. Ahora, imaginá que un compa que vivió los años sesenta regresa a Comitán en este 2021. ¿Qué pensaría de ese espacio? Hablaría de lo que nosotros hablamos, de la tienda Ancheyta; de la tienda Selecciones, de Merce Solís; de la notaría del papá de mi compadre Enrique Robles, hoy también notario; del consultorio dental del doctor Enrique Cancino; de las telas de la Casa León; de las salas de la Casa Tovar. Hablaría de la época vivida y luego, sin duda, aparecería una cara de frustración, porque el comentario de que ya nada era igual aparecería de inmediato. Nada se conserva. Sólo el recuerdo es eterno. Estoy de acuerdo con la cita. Los seres humanos extrañamos la época vivida en lugares. A mí me ha pasado en muchas ocasiones. En algún momento, ya en los años noventa, regresé a la UNAM, donde estudié en los años setenta. Recorrí los mismos lugares, porque Ciudad Universitaria, gracias a Dios, sigue ahí, pero, por ejemplo, no hallé la estación de camiones urbanos donde viajé tantas veces. Mi pensamiento fue: acá había tal cosa. No hallé, debo decirlo, la UNAM que yo viví. Ese espacio era de los estudiantes de ese tiempo, las decenas de muchachos que pasaban por ahí y platicaban y chanceaban entre ellos. En mis tiempos, los estudiantes llevábamos el cabello largo y los pantalones acampanados. En los años noventa, la mayoría de estudiantes parecía estar uniformada con pantalones de mezclilla, tanto ellos como ellas y sólo algunas chicas llevaban el cabello largo; muchas de ellas tenían el mismo largo que el de los chicos. Simpático. En los años setenta nosotros llevábamos el cabello del largo de las chicas; y en los noventa, ellas llevaban el cabello del largo de los chicos. Posdata: Cuando, ahora, algún comiteco regresa a su pueblo, después de no hacerlo durante muchos años, encuentra un Comitán transformado. Benditos aquellos comitecos que hallan sus casas originales. Los urbanistas contemporáneos nos dicen que la tendencia mundial serán las construcciones verticales. No es posible continuar con construcciones horizontales. Dotar de servicios a comunidades que se extienden a lo ancho resulta cada vez más difícil. En Comitán, desde siempre, tenemos un problema de distribución de agua. No es lo mismo tender una red de dos kilómetros de tubería que una red de seis kilómetros. Las ciudades no volverán a ser lo que fueron. Las grandes casonas con su patio central, corredores y un sitio generoso en la parte trasera han ido desapareciendo paulatinamente. Quienes todavía tienen ese placer son afortunados, pero, que quede claro, nunca volverán a tener la misma sensación en esos sitios que tuvieron cuando fueron niños. Extrañamos la época que nos remite a esos sitios.

viernes, 15 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UNA PLUMA

Querida Mariana: esta carta es casi grotesca. No es de buen gusto. Arminda, cada vez que se echa un cuesco, dice: “Ay, perdón, se me salió una pluma”. ¿En qué momento, Dios mío, a la gente se le ocurrió usar el sinónimo de pluma para referirse al pedo? Yo amo las plumas. Cientos, miles de escritores, amamos las plumas, chunches geniales que nos permiten expresar nuestras ideas y los productos de nuestra imaginación. Me encantan las plumas. No faltará el méndigo que piense que me gustan los pedos. ¡Uf! El escritor Ricardo Garibay amaba las plumas, en su escritorio tenía un chunche de madera de cedro, donde conservaba sus plumas (hablo de las plumas para escribir, no pienso que algún perverso conserve una cajita para guardar las plumas que se echa. Uf.) Él tenía una para escribir los lunes, otra para los martes y así. Iván Ibáñez ama las plumas (las de escribir), él tiene una colección de plumas Montblanc; es que él no sólo ama las plumas, también ama lo selecto. Ya sabemos que no es lo mismo andar en un Volkswagen que andar en un BMW. Lo mismo ocurre con las plumas, no es lo mismo escribir con una Montblanc que con una Bic que, aunque no sabe fallar, es pluma común. Tal vez el maestro Bernardo Villatoro, que era pulcro en el uso del lenguaje, en lugar de usar la palabra pluma empleaba péndola, palabra que significa: pluma de ave para escribir; es decir, en el siglo tantos por tanto, los escritores escribían con una péndola que mojaban en un bote de tinta. A veces tengo el prurito de usar la palabra pluma para el acto de escribir, porque no faltará el que piense que uso un pedo para redactar, por lo que mis textillos son como caca. Pero me da pena, lo de pluma en lugar de pedo y lo de usar el término péndola, suena muy pedante (uf, ¡pedante!, Dios me libre, también es palabra prima hermana del pedo). La primera vez que Arminda dijo que se le había salido una pluma (nosotros lo supimos porque nos llegó un tufillo con aroma de huevo duro) pensé que ella comenzaba a enloquecer: se sentía gallina, tenía complejo de guajolote o padecía el síndrome del zopilote, síndrome que le da al que se cree rey de una ínsula o de un islote. ¡No! La asquerosa de la Arminda no se le había salido una pluma, sino un pedo, silencioso, pero aromático a lo bestia. Entonces supe que el tutís de Arminda tenía una especie de sordina, porque los pedos de tío Anselmo eran como explosión de cañón de la Segunda Guerra Mundial. Un escritor dice que no hay sinónimos, que cada palabra tiene su propio significado y no hay palabra que enuncie el mismo concepto. Yo tolero los sinónimos; es decir, las palabras que tienen cierta semejanza. Bonito puede ser sinónimo de bello, sin mayor problema; bueno, siempre y cuando no aparezca un iletrado que escriba vello con v corta, porque, entonces el vello (que todo mundo sabe es el pelillo que cubre algunas partes del cuerpo humano) puede ser bonito si está en el pubis de una muchacha bonita de dieciocho años (de esas niñas que aún no se depilan), pero puede ser horrible si se refiere al que está en el tutís de una persona de sesenta y tres años de edad (que es la mía). Digo que hay sinónimos tolerables, pero ¿qué relación puede tener la pluma con el pedo? Al que se lo ocurrió la semejanza pensó que ¿el pedo, como la pluma, vuela? No le encuentro otro gajo de comparación. La pluma tiene colores, algunos tan sublimes como la cola del pavo real. ¿Qué color tiene el pedo que se echa la señora que vende tamales y que a la hora de echarse “la pluma” ladea su tutis en la silla, para que el “soplado” salga sin hallar tope alguno? Los amantes emplean la pluma de un pajarillo para pasarla por el cuello y por el pecho, para provocar sensaciones en los cuerpos de sus amadas. ¿Un pedo? La única sensación que produce es de asco. Bueno, hay casos, como el del reconocido escritor Nabokov, que no sólo amaba las plumas para escribir, sino también las plumas que se echaba su amada Véra. Nabokov era un juguetón, un niño travieso. En las cartas que Vladimir le envía a Véra, entre muchas líneas amorosas y lindas (has sido y serás mi único amor) él le pide a Véra que le eche peditos (y no digo dónde, porque, entonces, esta carta sí entraría al tema de lo porno y las plumas, si bien son naturales, pero algunas hediondas y grotescas, no logran entrar al terreno de lo pornográfico, salvo que el escritor las emplee, como es el caso, para redactar temas procaces.) Posdata: ¿Pluma sinónimo de pedo? No le encuentro la relación. Sinónimo de pedo es cuesco. A Arminda no se le salen las plumas, se le salen los pedos. Punto. Lo peor es que "soplado" también es sinónimo de pedo. ¡Dios mío! Entonces, ¿qué debemos hacer ante el pastel de cumpleaños cuando nos dicen: soplá, soplá y apagá las velas?

jueves, 14 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON UNA PREGUNTA

Querida Mariana: antes, en Comitán, preguntaban: ¿hijita de quién sos? Y es que la vida pasa muy rápido y llega un momento que ya no reconocemos a la niña que llegaba a la casa a jugar muñecas con nuestras hijas. Yo conocí la historia de un amigo que se emocionó cuando una muchacha bonita lo abrazó y lo saludó de beso, con una confianza desbordada, mi amigo pensó que ya había pegado su chicle rabo verde con una adolescente simpática y de muy buen ver. ¡No! La susodicha era hija de un compadre que vivía en Tabasco. La chica reconoció al compadre, porque sólo había perdido cabello y ganado panza; pero mi amigo no había reconocido a la chica, porque ésta había perdido la infancia y ganado una hermosa adolescencia. Mi amigo habría evitado el sonrojo, si, en el momento del abrazo, en lugar de aventarse como el Tigre Toño, hubiera preguntado: ¿hijita de quién sos? Pero lo que a mí me encanta de nuestro maravilloso pueblo es la forma en que decimos nuestra edad. Hoy cumplís veinticinco años, medio mundo te felicita, te ponen la reja de papel de china y te cantan las mañanitas, y, al otro día, cuando te preguntan cuántos años tenés, vos decís: “Estoy andando en veintiséis.” Andando en veintiséis, ¡genial! En sentido estricto sólo tenés 25 el mero día de tu cumpleaños, porque antes de ese día, andabas en veinticuatro y un día después ya andás en veintiséis. ¡Qué maravilla! A mí me encanta, porque habla del camino de la vida, de cómo el cumpleaños es un solo día, y, a partir de ese día, todo está encaminado para el día que volverás a cumplir otro año. Habla de movimiento, de que no nos quedamos instalados en un momento. Los comitecos son geniales, su genialidad llega incluso a determinar este calendario soberbio. Cumplís veinticinco un día, pero al siguiente ya tenés veinticinco años y un día, para no andar haciendo registros estadísticos, el genio popular lo sintetiza en: estoy andando en veintiséis. Ya el otro, si quiere, puede ir al registro civil y sacar cuentas del dato preciso. Si tiene tiempo y si tiene gusto por la exactitud. Pero la mayoría se queda conforme con la respuesta: estoy andando en veintiséis. Una amiga me cuenta otra genialidad. Cuando el reloj da las diez y media, si alguien le pregunta a su mamá qué hora es, ella responde, quitada de la pena: Ya es parte de las once. ¡Otra genialidad! No hay precisión, se indica que el tiempo dejó a las diez hace media hora y ya camina con rumbo a las once. Esta medida del tiempo tiene relación con la teoría de la relatividad, Einstein anda revoloteando en ese dicho. Mi amiga dice que ella y su hermana discuten con su mamá, porque ellas insisten en decir que las diez y media no son parte de las once, sino que son parte de las diez. Lo que dice la mamá es lo correcto: las diez y media caminan ya para las once. En Comitán el tiempo es lo que indica el segundero del reloj, siempre avanza. Avanzan las horas y avanzan los años. Los relojes y las personas “andan”, porque el tiempo es inflexible, es cruel, no es algo estático; al contrario, siempre está activo. Mentira que el tiempo se va, así como dicen algunos: “se me fue el tiempo”. No, el tiempo no se va. Somos, en sentido estricto, nosotros los que vamos con el tiempo. El tiempo es un aliado, un compañero que no se deja hacer a un lado. Nada de decir: “Te quedás acá y no avanzás”. Ah, el tiempo se bota de la risa de esa declaración. El gran Julio Cortázar, en uno de sus geniales textitos, dice (palabras más, palabras menos) que cuando alguien te regala un reloj en tu cumpleaños, en realidad no te regalan un reloj, ¡vos sos el regalado!, a vos “te ofrecen para el cumpleaños del reloj.” Posdata: Me encantan nuestros modos de hablar, de mirar la vida, de responder con torceduras geniales a interrogantes comunes. Medio mundo dice que tiene tantos años cumplidos, nosotros no. Nosotros hablamos con la verdad. La muchacha bonita cumplió veinticinco años, sí, y lo celebró, pero al día siguiente comenzó a andar en veintiséis. Los comitecos somos geniales, únicos.

miércoles, 13 de enero de 2021

CARTA A MARIANA, CON GRUPO DE BAJADA EN SUBIDA

Querida Mariana: Carlos Monjarás Monroy compartió esta fotografía en redes sociales. Cuando la vi pensé en una bobera: es un grupo que va de bajada en una subida. ¿Por qué de bajada? Inicié diciendo que mi pensamiento fue una bobera, pero imaginé al grupo de cuatro amigos trepados en un carretón (avalancha). Ni vos ni yo tenemos idea de cuántos muchachitos bajaron por esa calle trepados en un carretón. En el libro “Sólo para comitecos”, Armando Alfonzo narra cómo un grupo de cinco muchachitos se accidentó a la hora que el carretón se topó con un tronco. Los cinco amigos, que viajaban a toda velocidad en la bajada, salieron volando y terminaron con raspones. Claro, lo que narra Armando corresponde a sus años de niñez: años treinta. En ese tiempo, esta bajada no estaba pavimentada y no había autos. Los niños trepaban al carretón, se acomodaban y uno de ellos impulsaba el chunche y trepaba a la carrera. La ley de la gravedad hacía todo lo demás; llegaban hasta el final de la bajada. La fotografía que subió Carlos es de los años ochenta. Son cuatro amigos, estudiantes del nivel secundaria, en el Colegio Mariano N. Ruiz. Tuve el honor de coincidir con ellos. En la primera fila está Luis Felipe Martínez Gordillo y Carlos; detrás están Francisco Rodríguez Castrejón y Carlos Barrios. Ah, grupo de amigos inseparables. Del grupo de los cuatro, sólo Carlos vive en Comitán; Luis tiene su residencia en la capital chiapaneca, Castrejón entiendo, radica en la Ciudad de México. No sé dónde vive Carlos Barrios. Los cuatro muchachos, a la hora de tomarse la fotografía, no pensaron en carretón. Yo fui quien, ya en 2021, lo pensé. Vi a este grupo maravilloso de maravillosos muchachos y pensé que, en los años treinta, Armando y sus amigos, en la mera subida, se colocaban en esta posición sobre el carretón y se dejaban ir por toda la bajada. La vida era sencilla. Las diversiones eran a cielo abierto, en un pueblo afectuoso. Vi la fotografía que subió Carlos y algo como una cuerda de aire fresco me llegó. A diferencia de los muchachos que se deslizaban en carretones, ellos están acá estáticos, posan para la fotografía (¿quién tomó la fotografía? ¿Quién fue el amigo (nunca falta) que hizo la labor de fotógrafo y se volvió el personaje anónimo en el instante prodigioso? Dije que en el relato de Armando, él cuenta el accidente que sufrieron cinco amigos, trepados en un sencillo carretón. ¡Cinco! En esta fotografía se ven cuatro amigos, pero tal vez, el quinto del grupo fue el fotógrafo. ¡Qué coincidencia! Armando nos regaló un delicioso relato de un juego que encantaba a los muchachos de los años treinta en Comitán; y Carlos nos regaló un encantador instante gráfico, de los años ochenta en Comitán. El cielo es el mismo. Ese no cambia, por fortuna. El relato de Armando ocurre en la noche; este instante ¡a medio día! Los muchachos de esta fotografía ahora están en el mediodía de su vida. Entiendo que siguen con la cuerda de la amistad bien tensa. A pesar de que radican en otros lugares, la cinta del afecto sigue intacta. No estuvieron sobre un carretón real, pero yo los vi sobre un carretón imaginario. Como si estuvieran en espera del empujón inicial. Sí, eso es. Ellos, muchachos de secundaria esperaban lanzarse a la carrera de la vida. Hoy, los cuatro muchachos son personas talentosas, exitosas. En el momento de la fotografía estaban en proceso de vuelo. Posdata: en su libro, Armando ilustra el texto, que se titula “El accidente”, con un extraordinario dibujo de un carretón, por supuesto, producto de su pluma genial. Cuando tengás oportunidad conseguí el libro y buscá el dibujo de ese juguete tan sencillo, casi simple, que hizo las delicias de los niños comitecos de tiempos ya idos. ¿Quién ahora se atrevería a lanzarse cuesta abajo con tanto auto circulando por todos lados? ¡Nadie! Nadie en su sano juicio. Es más, ahora sería complicado que un grupo de amigos se sentara a mitad de la bajada (la bajada de doña Mariana) para tomarse una foto, con la tranquilidad que acá se ve. No me había dado cuenta, pero los de la fila trasera parece que están sentados sobre balones. Sí, sin duda que hicieron una pausa, antes de ir al juego de fútbol. El carretón, según se ve en el dibujo de Armando, era una plataforma de madera sostenida en dos ejes también de madera. Cada eje tenía en los extremos ruedas (ay, perdón) también de madera. Las avalanchas modernas (de marca Apache, que regalaba Chabelo) llevan integrados un volante y una palanca de freno. Los carretones comitecos carecían de volante y palanca de freno. Entiendo que el piloto daba dirección con los pies y con los pies también frenaba. Claro, cuando se les ponía enfrente un tronco éste detenía el juguete y servía como catapulta para impulsar el vuelo de los jugadores.