sábado, 20 de marzo de 2021

CARTA A MARIANA, CON LOS MENSAJES QUE ENVÍAN LAS CASAS

Querida Mariana: las casas hablan. Desde su silencio de paredes ¡hablan! A veces lo hacen con tal fuerza que gritan. A mí no me sorprende cuando alguien dice que en su casa hay fantasmas porque se escuchan ruidos en las noches. Esperanza juraba que, en el pasillo de la cocina al comedor, en la casa antigua de la abuela, escuchaba cómo un fantasma arrastraba cadenas. No me sorprenden los ruidos, son las paredes, los techos y los pisos que hablan, que gritan, que nos envían mensajes. Si una persona pone atención puede escuchar esos mensajes. Bueno, lo que digo es una obviedad. En realidad, habla todo lo que existe en el universo. La Biblia nos enseña que al principio fue El Verbo; es decir, la palabra. ¿Podés entonces imaginar el costal de palabras que se han acumulado desde entonces? No desde que el ser humano comenzó a hablar. ¡No! Los mensajes que nos llegan se remontan al principio de todo. Antes de los balbuceos de los humanos ya existían los sonidos de los dinosaurios y los murmullos de los animales primigenios arrastrándose por las playas en busca de su evolución. Todo lo que está a nuestro alrededor ¡habla! Y, por supuesto, las casas que habitamos, que son el entorno más cercano que tenemos, nos hablan en un idioma que no es ajeno. Quienes viven en casas antiguas escuchan muchas palabras que suenan como rezos. Las casas antiguas tienen grietas en sus techos y en sus paredes y en sus pisos, esas grietas son como arrugas pintadas por el tiempo. A través de esas grietas escuchamos sonidos de tiempos lejanos. Quienes viven en las casas donde nacieron, reconocen los sonidos porque crecieron con ellos. Cuando llega un extraño todo le resulta ajeno. Ya te conté que la casa que mandó a construir mi papá tenía tapanco y techo de lámina de zinc. La casa era enorme. En ocasiones yo subía a ese espacio entre el plafón y el techo y caminaba en el remate de las paredes, miraba la estructura hecha con madera, donde reposaban las láminas. Ese espacio era una sucursal del infierno. Se acumulaba todo el calor de los rayos de sol que recibían las láminas. Yo caminaba durante el día, pero durante la noche los ratones y tlacuaches eran quienes hacían su ronda. Yo y todos los demás de casa reconocíamos esos ruidos nocturnos. Cuando estaba acostado sobre mi cama escuchaba los pasos apresurados del tlacuache (también llamado tacuatz, acá en Comitán). Esos animales eran viejos conocidos, los ruidos que provocaban eran tan comunes como el ruido de los platos a la hora en que mi mamá los lavaba en la cocina. Ya te conté cómo una vez llegó mi tío Samuel, desde la Ciudad de México, y yo pasé a dormir a la habitación de mis papás y le ofrecimos al tío mi cuarto. Pasaron dos o tres días y todo fluía con gran placidez, el tío desayunaba, platicaba y reía con gran desparpajo, pero como a las once de la mañana, con la puerta abierta del cuarto, entraba a recostarse y dormía a pierna tendida, hasta las dos que era la hora de la comida. A mi papá le llamó la atención ese comportamiento y comentó que era bueno que el tío descansara, que Comitán le permitía la tranquilidad que, sin duda, no hallaba en la gran ciudad. ¡Mentira! Tres días después nos enteramos que en las noches no pegaba el ojo. Cuando llegó su esposa, ella nos contó la historia. Sucede que la primera noche, el tío (gran lector) prendió la lámpara que tenía en el buró y leyó; como a las once de la noche, dejó el libro y apagó la lámpara. Debo decir que mi cuarto tenía, en las cuatro esquinas, cuadros de fibracel con hoyitos, como respiraderos; es decir, los amigos tlacuaches y ratones permanecían tranquilos mientras el haz de luz alumbraba el espacio donde estaban. Cuando mi tío Samuel apagó la luz, los tlacuaches comenzaron a caminar por el espacio. Mi tío se incorporó en la cama y escuchó, escuchó ligeros pasos que se acercaban a la cama por el lado izquierdo, tembloroso alargó la mano y prendió la luz. Los animalitos, como decimos en Comitán, se hicieron tacuatzes, y detuvieron su diario trajín. Mi tío se limpió el sudor y puso atención, nada escuchó. Dejó que pasaran varios minutos y ya más tranquilo volvió a apagar la luz. Dos minutos después, los tlacuaches volvieron con sus ruidos. Mi tío volvió a prender la luz. ¡Sí, pensó, en esta casa hay fantasmas! Y los fantasmas, cuentan las leyendas, aparecen cuando asoma la oscuridad, así que no sólo dejó prendida la lámpara del buró, sino también la luz general del cuarto. La luz eléctrica hizo el milagro. Los fantasmas ya no aparecieron. Los tlacuaches se durmieron, pero mi tío no. Se pasaba las noches en blanco, por eso al día siguiente, se bañaba, desayunaba con nosotros, buscaba la cama y se dormía. Cuando mi tía llegó desde la Ciudad de México tres días después, mi tío le platicó el asunto de los fantasmas y se lo demostró, apagó la luz y esperaron la llegada de los fantasmas, estos no fallaron, diez minutos después mis tíos escucharon los pasos, mi tío dijo: va de tu lado, mi tía exigió que prendiera la luz y esa noche se alternaron el sueño, uno dormía mientras el otro, como cabo de guardia, vigilaba. Cuando, a la hora del desayuno se abrieron de capa, mi papá les explicó, conteniendo la risa. ¡No, fantasmas, no! Eran tlacuaches y dio la explicación “científica” del haz de luz. Esa noche, todos (todos eran mis tíos, mis papás y yo) hicimos la prueba. A las diez de la noche, mis tíos se sentaron en la orilla de la cama y nosotros nos sentamos en sillas. Mi papá le dijo a mi tío que apagara la lámpara del buró. Diez minutos más tarde aparecieron los sonidos de los pasos de nuestros amigos tlacuaches. Mi papá habló, pidió que prendieran la lámpara. Cuando les vimos sus rostros vimos que la mueca de desesperación había desaparecido y un relumbre de sosiego los iluminaba. Reímos, todos reímos. Mi papá les dijo que se acostumbrarían, que ya sabían que no eran fantasmas y que no se preocuparan, que la estructura del plafón era resistente, soportaba las carreras de los animales. Pero no sólo carreras de tlacuaches y ratas y ratones hay en las casas. No. Las paredes hablan. No todo mundo tiene la capacidad de escuchar a las paredes, porque tampoco todas las paredes conservan tesoros en su interior. Acá en Comitán se cuenta la historia de un señor que, una tarde, mientras clavaba sobre una pared para colgar un cuadro, la pared se le vino encima y lo bañó con monedas de oro. Alguien, muchos años antes, había hecho un entierro de monedas en esa pared. Doña Eneida lo contaba y cuando lo contaba decía que el propietario afortunado había escuchado una noche antes que la pared le hablaba. Puede que no sea tan preciso el mensaje, pero todas las paredes tienen cosas que decirnos. Ahora se ha perdido la bonita costumbre de colgar fotografías familiares en las paredes de las casas. Es una pena, porque esas paredes han perdido su capacidad parlanchina y ahora sólo emiten balbuceos. Siempre recuerdo la escena, de la película “La Sociedad de los Poetas Muertos”, donde el sensacional maestro pide a sus alumnos de nuevo ingreso que acerquen sus oídos a las fotografías donde están las generaciones pasadas, que escuchen lo que ellos están diciendo. Les pide que abran sus sentidos, no sólo el del oído, ¡todos!, y que escuchen. El maestro les dice que ellos, los ex alumnos viejos les dicen dos palabras en latín: Carpe Diem, que en buen español, más o menos, significa: Vive este instante presente, no hay más; es decir, todos vamos para la muerte. Si hoy estamos vivos debemos ser agradecidos con el universo y vivirlo de la mejor manera. Algún día no seremos más que esa voz encapsulada en una pared. Todo habla. Una vez, en los años sesenta, mi papá y yo fuimos a ver a mi tía Carmela, hermana de mi papá, en la Ciudad de México. Tocamos en la puerta del departamento y abrió una mujer, cuando mi papá preguntó por su hermana, la mujer dijo que entráramos, que iría a avisarle. Entramos. Nos sentamos. Mi papá vio una andadera y dijo: hay criatura. Mi tía salió de un pasillo, nos abrazó y luego dijo que ya era abuela. A mí me sorprendió ese hallazgo paterno, esa asociación. Desde entonces, siempre que entro a una casa escucho lo que me dice. Hay cosas obvias, si hay una silla de ruedas significa que hay una persona que no puede moverse con total libertad. Ahora, las andaderas no sólo sirven como entrenamiento motriz para niños, hay andaderas para adultos. Si en una casa hay hamacas colgadas en los pilares tiene un significado; si hay cuarto siempre cerrado, algo nos está diciendo. Si el patio de la casa tiene muchas flores sembradas en macetas nos dice algo diferente a esos patios ausentes de plantas. Si en el corredor hay juguetes significa que hay niños o, mi caso, presencia de mascotas juguetonas. Posdata: las casas hablan. Quienes viven en casonas antiguas escuchan más mensajes. A mí me encantaba entrar al oratorio de la casa donde crecí. La burbuja de aire de ahí era muy diferente a la de la sala. En la sala yo escuchaba fragmentos sonoros de música de acordeón francés, carcajadas de los amigos de mis papás, discusiones, llantos. En el oratorio, con su infaltable aroma de cera, escuchaba líneas invisibles de peticiones y agradecimientos. Los ritmos de uno y de otro espacio eran diferentes. Ambos me gustaban, pero disfrutaba más el oratorio, con ese chal que siempre dejaba todo en penumbra.