sábado, 13 de marzo de 2021

CARTA A MARIANA, CON NOMBRES E HILOS DE LUZ

Querida Mariana: hay nombres que están pegados a nuestro corazón, algunos pegados con chicle, otros pegados con Kola-Loka, otros pegados con saliva divina. Todo mundo recuerda nombres de algunos maestros que contribuyeron a modelar su porvenir. A veces lo volvemos un acto intrascendente, pero cuando reflexionamos en ello, nos damos cuenta de la importancia de los maestros en nuestras vidas. Recordá cuando estudiaste el sexto grado de primaria: diez meses. Diez meses asistiendo de lunes a viernes, con algunas interrupciones por alguna conmemoración cívica o por periodo de vacaciones. El calendario escolar de estos tiempos menciona, días más, días menos, doscientos días laborables. ¿Mirás? Bajita la mano, de primero a sexto grados de primaria acudiste mil doscientos días a la escuela. Sí, recordás los nombres de tus maestros, algunos están pegados con chicle y dudás en decir sus apellidos (a veces sólo recordamos los apodos que tenían), pero hay otros que están pegados con un pegamento tan resistente que jamás se borran, bien porque fueron muy cariñosos y sabios o bien porque fueron unos cabroncillos. Porque, bien lo sabés, de todo hay en la viña del Señor, pastores amorosos y pastores severos, frustrados. Recuerdo a varios maestros que contribuyeron a mi formación. Como vos, como todas las personas, tengo afecto por algunos, mientras a otros los he convertido en seres intrascendentes. Por fortuna, mi carácter (desde siempre) es un terreno plácido que no permite piedras. Mi burbuja las pulveriza. Asimismo, por designio divino, siempre tuve más luz que sombras al frente del salón de clases. Recuerdo a maestras del kínder, a maestros de la primaria, de la secundaria, del bachillerato y de la universidad. ¡Uf, cuántas horas de convivencia! Convivencia obligada, es cierto, porque ninguno de los actores tuvimos la oportunidad de elegir. Bueno, salvo en la Facultad de Ingeniería, en la UNAM, donde los alumnos sí elegíamos a nuestros maestros. Había maestros que eran tan solicitados que era difícil ser aceptado. Una vez elegí al famosísimo maestro Torres H. y el destino me premió. Sus clases eran excelentes, poseía una capacidad innata para compartir el conocimiento. Cuando estuve en arquitectura, el destino volvió a hacer su magia, movió sus manos llenas de presagios y me envió a Miriam, maestra que abrió la brecha donde caminan los iluminados. En Ingeniería tuve como maestro al “Regla”. Qué pena que no recuerde su nombre. Los alumnos lo llamaban así, porque el primer día de clases llevaba un pedazo de madera debajo del brazo. Uno imagina (qué imaginación tan limitada) que un catedrático universitario entraría al salón, vestido con traje, llevando un portafolio en la mano derecha, portafolio que colocaría en el escritorio a la hora que saludaba y echaba un vistazo general a los nuevos alumnos. Del portafolio sacaría un libro e iniciaría su clase. Esa mañana de inicio de cursos, el maestro Regla entró al salón vestido con una camisa a cuadros y un pantalón de mezclilla, ya deslavado, con un pedazo de madera debajo del brazo, nos quedó viendo y colocó la regla sobre el escritorio, pidió a uno de nosotros, que estaba en la primera fila, que pasara al frente. Nosotros hicimos silencio. En realidad, había captado nuestra atención y, como si fuese un experimentado integrante de un acto circense, abrió los brazos y pronunció las primeras palabras: “¿Qué es eso?” Nuestro compañero, que era un desconocido para nosotros, porque todos éramos desconocidos en ese momento, metió sus manos adentro de las bolsas del pantalón (también de mezclilla) y alzó sus hombros y dijo, como si fuera lo más natural de mundo: “madera de pino”. El maestro quedó viendo hacia el fondo del salón, señaló a uno que estaba en la fila de atrás y preguntó: “¿Estás de acuerdo?”, el compañero siguió despatarrado en la silla y, con voz de sabio adolescente, dijo: “sí y no. Es un pedazo de madera, pero se necesitaría hacer un estudio para determinar de qué variedad es y la edad que tiene.” El compañero que estaba al frente tomó el pedazo de madera, lo llevó a su nariz y, con contundencia, dijo: “es de pino. Yo trabajo en una carpintería, sé lo que digo”, y levantó el trozo de madera, como si fuese una tea, y casi gritó: “sostengo que este pedazo de madera es de pino, ¿o no, maestro?” Todos buscamos al maestro. En la discusión él había caminado hacia la puerta y estaba recargado sobre el muro de mosaicos vidriados. El maestro caminó, le quitó la regla a nuestro compañero y volvió a colocarlo sobre la superficie del escritorio, le dijo al elegido que se sentara y, con su mirada, repasó todos nuestros rostros. En ese instante yo le pedí a Dios que no me señalara, por favor, Dios, que me ignore. Dios me hizo mi gusto. El maestro señaló al joven que estaba sentado a mi lado y le preguntó: “¿qué es lo más importante: la forma o el material?”, vi que la frente de mi compañero se llenó de perlas de sudor. Volví la vista hacia la derecha y vi que todos miraban a nuestro compañero, los de las primeras filas se habían dado la vuelta y colocados sus brazos sobre el respaldo de los asientos para escuchar la respuesta del compa que no hallaba las palabras precisas para responder. Como estaba al lado del condenado, pensé que si tardaba más tiempo en responder, el maestro haría un ligero movimiento de ojos y me detectaría a mí, y con su dedo de fuego me enviaría a la hoguera. Pero Dios volvió a estar de mi lado, porque el compañero se puso de pie y por fin habló y se aventó una frase de esas que luego aparecen en los libros de Filosofía: “No importa cómo estamos hechos, sino de qué estamos hechos”. Se sentó. Los demás compañeros dejaron de verlo y él se secó la frente. Su mano quedó toda húmeda. Yo, para congraciarme con él, le dije que había dado una respuesta brillante, pero en ese momento, el maestro hizo polvo su frase: “¡No! También importa la forma”. Entonces metió la mano a la bolsa de su pantalón y sacó una bola de plastilina, la colocó sobre el escritorio y, con el dedo medio, le dio un envión y la bolita cayó al piso. “Por favor” le dijo a un muchacho y éste se acomidió a levantar la bola y entregársela. El maestro volvió a tirar la bola y le pidió a otro muchacho que la aplastara con su mano, que la hiciera como tortilla. A esa hora ya varios muchachos se habían parado y se acercaron a ver la plastilina hecha tortilla. El maestro despegó la plastilina del piso y, con sus dedos, la apretó en las orillas y le pidió a otro compañero, uno de los curiosos, que, con el dedo medio, tal como lo había hecho él con la bola de plastilina, con un solo movimiento la tirara al piso. El muchacho rio, dijo que era imposible. El maestro unió sus manos y palmeó una sola vez: ¿ven cómo importa la forma? Yo vi que el maestro sonreía, sí, nos estaba entregando una lección para toda la vida. Fue cuando pidió a otro estudiante, de la fila de atrás, que pasara y parara el pedazo de madera. El muchacho se levantó, caminó con el mismo desgano con que se había levantado, y, al llegar frente al escritorio, preguntó: “¿vertical u horizontal?”. “Como puedas”, fue la respuesta. El muchacho tomó el pedazo de madera que medía unos cincuenta centímetros de largo, dos pulgadas de ancho y tres o cuatro de grueso, colocó el pedazo de madera en forma vertical, como una torre, y logró que se mantuviera parado. El maestro se acercó y con un envión de su dedo medio, tal como había hecho con la bola de plastilina, hizo que cayera estruendosamente el pedazo de madera. El muchacho levantó el pedazo de madera y lo puso de canto, el maestro repitió el movimiento de su dedo y, sin el estruendo anterior, el pedazo de madera cayó. El maestro nos vio y dio por terminada la clase. ¡Ah, fue una clase soberbia! El maestro regla no volvió al aula. Luego supimos que pasaba de grupo en grupo, con alumnos de primer ingreso, y ese era su cometido, en realidad trabajaba como administrativo. Le importaba transmitir ese mensaje. Cada uno de nosotros debería sacar conclusiones, reflexionar acerca de los sucesos de esa mañana en que, sin duda, recibimos la mejor enseñanza de toda la carrera. El ejemplo de la regla de madera y de la bola de plastilina se puede aplicar a todo. Quienes terminaron la carrera de ingeniería supieron que parar una torre era más difícil que hacer un edificio horizontal de una planta; y quienes no terminamos la carrera y nos convertimos en arquitectos de nuestro propio destino, aplicamos este aprendizaje a la construcción de nuestro edificio espiritual. Importa cómo estamos hechos y de qué estamos hechos. Posdata: Mirá lo que es la vida, una de las grandes enseñanzas de la vida la recibí de un maestro del que no recuerdo más que su apodo. Pienso que debería darme pena, pero luego reculo, porque pienso que los estudiantes honrábamos su vida al nombrarlo con el simple objeto que le servía para dar una gran lección. ¿Quién iba a pensar que con una simple regla de madera trasmitiría una enseñanza sublime? Digo que nosotros esperábamos que llegara un catedrático con traje y un portafolio de cuero lleno de libros. No, a él le bastaba llegar con un pedazo de madera. Ahora pienso en otros tipos geniales que, en la historia del mundo, también han dado grandes lecciones con simples objetos. ¡Gloria permanente a ellos! ¿Te tocaron maestros geniales a vos? Sin duda, en nuestra vida hemos tenido de todo: seres maravillosos y cabroncitos. De toda clase de madera hay en la carpintería del Señor.