miércoles, 31 de marzo de 2021

CARTA A MARIANA, CON UN CHAPUZÓN

Querida Mariana: los mayores dicen que el canto del chisquirín (chicharra, cigarra) anunciaba el inicio de la temporada para ir a Uninajab. Dije que dicen los mayores. En estos tiempos, los comitecos viajan a Uninajab cualquier día del año. Pero, en los años cuarenta (nos cuentan los autores del libro “Uninajab, la feliz niñez”) ir a Uninajab era toda una aventura, porque en ese tiempo (¡increíble!) el viaje a Uninajab lo hacían a pie y tardaban día y medio para llegar. Ahora, ese viaje tarda, si mucho, treinta minutos. Los paseantes trepan a una poderosa camioneta 4x4, pasan a hacer compras a Plaza Las Flores, cargan gasolina en la Villatoro, llegan a Tzimol, compran batidos (riquísimos, dulces hechos con panela y cacahuate) y, después de unas cuantas curvas en carretera asfaltada, llegan al desvío y en menos que canta un chisquirín ya están nadando en las albercas que tienen en sus residencias, residencias con todas las comodidades de la modernidad. En aquellos años, compas de Islapá hacían los jacales, con ramas y petates y regaban juncia, porque ahí dormían las familias que pasaban ahí “la temporada”, consistente en una o dos semanas. ¿Mirás el título que le pusieron los autores a su libro? ¡Uninajab, la feliz niñez! Ah, cuentan grandes anécdotas vividas en ese paraíso natural, que algunos chocantes, en forma despectiva, denominaron como el Acapulco de los pobres. Qué percepción tan equivocada. Ahora, decenas de paisanos tienen casas ahí y disfrutan lo que los amigos que van a Acapulco no poseen. Acapulco sólo tiene mar. Uninajab no tiene agua salada, tiene agua azufrada, pero tiene mucho más, mucho más. Amigos del grupo AE Consultores me invitaron a dar una plática del tema. Mi plática se centró en hacer un comparativo entre un viaje en 1940 y un viaje en 2021. El contraste, pensé, ilustraría los cambios suscitados durante ese tiempo. Ya mencioné el tiempo del viaje. ¡Uf, una gran diferencia! De una duración de día y medio a treinta minutos. Lo mismo con el medio de transporte. En aquellos años la gente caminaba o hacía uso de caballos y yeguas, para que viajaran las señoras y para llevar todas las cosas necesarias. Ahora, ah, qué prodigio, en la pasadita a Plaza Las Flores consiguen todo lo que necesitan: hielo (para las cubitas y para la hielera donde se enfriarán las cervezas), salmón (antes comían charalitos y pescado seco), cacahuates Mafer, Sabritas, chorizo español (antes eran chorizos de doña Rita), carne para asar (antes llevaban su escopeta y en una redada mataban dos o tres venados, que cundían, ahora hasta las lagartijas están en proceso de extinción), carbón, güisqui, tequila, cerveza, limones, cigarros, protector solar, traje de baño, googles, condones (por si se ofrece), toallas sanitarias (por si se ofrece) y pañales desechables para el bebé (que siempre se ofrece). Y digo esto último, porque antes, nada de toallas sanitarias ni de pañales desechables. ¡No, señor! Las muchachas bonitas usaban trapitos que lavaban y volvían a usar y lo mismo sucedía con los pañales de las criaturas, se tiraba la caquita, se lavaban y se volvían a usar. Cuentan los mayores que los traseros de los pichitos no se rozaban, como ahora. Los autores del libro (Ramiro Gordillo García, César Gordillo Vives, Eugenio Cifuentes Guillén y Armando Alfonzo Alfonzo) nos cuentan lo que compraban al inicio de la temporada. En cuanto escuchaban el sonido de los chisquirines adquirían una buena red de tostadas, chorizos, longanizas y pan, mucho pan, porque, desde entonces, todo mundo al levantarse de la cama tomaba su café con pan. ¿Qué más compraban? Sábanas, hechas en Guatemala; tela cabeza de indio, que las mujeres usaban para confeccionar los camisones que usaban en las pozas. ¡Nada de trajes de hilo dental! ¡No! Camisones que a la hora de meterse al agua se inflaban como paracaídas. También adquirían caites, sombreros con barbiquejo (el barbiquejo servía para evitar que el viento se llevara los sombreros y fueran a dar hasta por donde ahora está la presa La Angostura). Compraban petates, que servían para dos usos: como maletas para llevar las sábanas y colchas, y como cama, porque se tiraban sobre la juncia, a la hora de dormir. Los niños iban a comprar hules para sus tiradoras y bajaban a los Zanjones para pepenar piedritas que usarían como proyectiles a la hora de matar pajaritos; y también compraban cáñamo que enredaban en una vara que les servía como caña de pescar. La carnada se conseguía en el sitio: lombrices. Posdata: Te dije que escucharas la plática, estuvo divertida, hablé de esto y de mucho más. Di la relación de cosas que el gran Armando Alfonzo Alfonzo anotó. Las mujeres llevaban: “agujas, hilos, botones, bicarbonato de sodio, sulfato de sodio, tintura de yodo, cafiaspirina, bitoques para lavativas, escapularios y ¡la Magnífica!” La Magnífica era la oración poderosísima que evitaba descalabros a la hora de bajar por el lugar conocido como “El voladero”. Ah, niña mía, por andar de lingui li lingui, te perdiste la plática. Fue un chapuzón en la poza del tiempo.