lunes, 1 de marzo de 2021

CARTA A MARIANA, CON HILOS DORADOS

Querida Mariana: una vez, el escritor Ricardo Garibay dijo: “Nunca los cielos fueron tan altos”. Siempre que veo el cielo de mi pueblo, recuerdo esa cita; y como todos los días miro el cielo, todos los días pienso que nunca los cielos fueron tan altos. Lo mismo dirán todas las personas en el mundo, pero los comitecos, siempre orgullosos de nuestro pueblo, chenteamos el cielo que es como el chal de nuestro espíritu. Siempre decimos que acá están los mejores cielos, aunque luego, al abrir un libro con pinturas de Van Gogh, reconozcamos que hay cielos más bellos en el mundo. Esta fotografía la tomé antes de la pandemia, en el estacionamiento que está a media cuadra del Citibanamex del centro. Esa mañana el cielo estaba nuboso. A veces, los cielos de Comitán son cristales azules, sábanas bien tendidas, sin una arruga. A mí, como a muchas personas, me gustan todos los cielos, los nublados, los nubosos, los lluviosos y los que imitan tu alma, porque vos tenés el alma limpia. Sí, claro, me gustan los cielos lluviosos sin mojarme. Me encanta verlos desde la ventana de la sala, me encanta ver cómo las nubes panzonas, oscuras, se convierten en pichanchas y descargan sus gotas, que, traviesas, brincan en el piso, como si saltaran la cuerda, y luego se desparraman y se unen y se vuelven charcos, pierden su individualidad y, ya juntas, se deslizan debajo del portón y se unen a las corrientes de las calles. Ah, diría el poeta, son ríos que van a dar a la mar. ¡Ah, la vida! Ahora que descubrí esta foto en el archivo de mi computadora volví a sentir la bofetada cariñosa de ese instante en el patio majestuoso, soberbio, de una casa que fue propiedad de la familia Nájera, y que ahora (ah, qué bendición) se convirtió en un espacio público y Juan y Pedro y Alejandro pueden entrar sin restricción. Basta entrar con auto y pagar la cuota del estacionamiento. Bueno, el espacio es tan generoso que no hay necesidad de entrar con auto, podés entrar caminando, mostrar la moneda de cinco en tu mano y decir: “Buenos días, pasaré al sanitario”, y el encargado te saluda y dice que sí, que pasés y vos vas al fondo y, a la izquierda, hallás dos apartados, uno para mujeres y otro para hombres, metés la moneda de cinco en el aparato y oís la chicharra que desatora el seguro, empujás la puerta y luego, bueno, hacés lo que entraste a hacer. ¿Quién me iba a decir, hace cincuenta años, que una mañana podría entrar a esta casa altiva e iba a orinar al fondo de ese majestuoso patio? ¡Ah, la vida! Me encantan los espacios públicos, porque son como el cielo. Puedo disfrutarlos sin restricción. Cuando voy al parque central o al parque de San Sebastián, o al parque de La Pila y me siento en una banca, estiro mis piernas, y miro el cielo, pienso que nunca los cielos fueron tan altos. Cuando estuve en Puebla, la Puebla de Los Ángeles, iba al zócalo, me sentaba en una banca y pedía al universo que me fuera dado regresar a mi pueblo, y cuando este don me fu concedido supe lo que Garibay decía de sus cielos. Ahora, por la pandemia, el cielo que veo no es tan espléndido como el que vi esa mañana. Ahora ese cielo delimitado por techos de teja tiene paredes cercanas, cables de luz y una mufa torcida, amarrada con alambres. La amplitud con que voló mi mirada ese día, ahora se restringe a un pequeño cuadrángulo de la cochera de mi casa, pero el cielo ahí está, si salgo temprano, a veces veo un ejército de pajaritos que se dirigen hacia el oriente; a veces llega un colibrí (chupamirto) y bendice mi mañana. El cielo sigue intocado, bello; a veces está oscuro, a veces luminoso; a veces está salpicado por nubes blancas y en ocasiones es una sábana planchada de azul profundo. Ahora, más que nunca, miro el cielo, levanto la mirada. Mis ojos se topan con paredes, con cristales, con herrerías, para que mi mirada encuentre un espacio regio debo mirar hacia arriba, ahí mi mirada es un pájaro que vuela contento. Quien mira hacia arriba halla la amplitud del universo. No alcanza mi mirada para llegar a tal profundidad y esto es así porque en mi pueblo los cielos son altos, altísimos, soberbios, silbido de tiuca, ala de garbancero, pétalo de tenocté. Posdata: la casa hermosa de los Nájera cambió de dueño y de vocación. El espacio privado se convirtió en espacio público. Esta modificación me permitió gozar del privilegio de poseer esta bendición esa mañana. Por fortuna, el cambio de dueño y de vocación no alteró su traza original. El patio está lleno de luz y ese aro es circundado por arcos con columnas de madera y con techos de tejas. ¡Ah, qué belleza! Sublime belleza.