lunes, 27 de junio de 2022

CASAS DE DOS PISOS

Éramos tres niños. ¿Cuántos años teníamos? ¿Diez, once? Una mañana vimos que en el solar de la esquina un ejército de hombres, como hormigas, llevaba ladrillos de un lado para otro, carretillas con arena y bolsas de cemento. El terreno que nos servía para jugar luchitas y fútbol ya dejaría de ser nuestra propiedad. Los viejos de casa dijeron que un ingeniero de fuera había llegado al pueblo y ahí levantaría su casa y las hormiguitas albañiles, en menos que cantan tres gallos, levantaron la casa y la levantaron con tal audacia que sobrepasó la altura de todas las demás casas con techos de teja de la cuadra. La construcción del ingeniero tuvo dos plantas, para ver el final debíamos levantar de más el cuello, con riesgo de quedarnos torcidos para siempre. ¿Y ahora dónde jugaremos?, era la pregunta que nos hacíamos, sentados a la sombra de la ceiba del parque. Don Antelmo, que era el policía del parque, no nos dejaba jugar ni canicas menos improvisar una cascarita de fútbol. Mientras discutíamos si pedíamos permiso al maestro Ranulfo, para que nos dejara entrar al patio de la escuela durante las tardes o íbamos al llanito del rumbo de la cruz del milagro, vimos que otro ejército de hormiguitas, estas cargadoras, bajaban de un camión de mudanza camas, burós, mesas, cajas de cartón y de madera, y un enorme reloj que estaba adentro de una caja, como ataúd parado. Y un día después vimos un auto de color negro, de lujo, un chofer, con uniforme, como de ejército, bajó a abrir la puerta trasera y de ahí salió, como una aparición prodigiosa, una señora con diadema dorada, abrigo con un animalito enrollado al cuello y zapatos con lucecitas. Todos, como si fuéramos integrantes de un coro de iglesia, exclamamos ¡oh! al mismo tiempo. Pero lo que superó nuestro asombro fue la siguiente y final aparición, una niña, que estaba iluminada con el mismo tono de la diadema de quien supusimos, y luego comprobamos, era su madre. Al mismo tiempo sin ponernos de acuerdo dijimos ¡qué bonita!, ella nos escuchó, como en cámara lenta, movió el cuello, nos vio, sonrió y cada uno de nosotros extendió las manos para tomar la energía de esa sonrisa y resguardarla para siempre en nuestro corazón. Éramos tres niños, tres chavales que, desde esa mañana, corríamos después de clase a sentarnos en la banqueta de enfrente y, con las mochilas al lado, mirábamos en silencio hacia la recámara central de la segunda planta. Ahí veíamos la llegada de la maestra Irma, la maestra del coro, que, nos enteramos por las pláticas de los mayores, daba clases de piano a la niña bonita, nuestra novia: Asunción. Ah, su nombre corroboraba lo que ella era, niña bonita de altura. Claro, ella no podía vivir al mismo nivel de nosotros, en casas tan sin clase, de un solo nivel, ¡no!, ella, Asunción bendita, vivía en una habitación de un segundo nivel. Para verla, nosotros debíamos levantar la cabeza, a veces, la veíamos acercarse a la ventana, la veíamos mover la mano, saludándonos, regalándonos la misma sonrisa del primer día. Nosotros extendíamos las manos para atrapar esa sonrisa, que caía como lluvia. Al principio nos ilusionamos, ¿en qué escuela la inscribirían sus papás? En ninguna. ¿A misa de qué hora iría los domingos? A ninguna. ¿A qué hora saldría a pasear al parque con su ama de llaves? A ninguna hora. Por plática de mayores nos enteramos que ella recibía de su mamá los conocimientos que nosotros recibíamos en el aula; que pronto iría a un internado de un país lejano donde se especializaría en la práctica del piano, ella sería concertista, tocaría en las grandes salas del mundo, mientras nosotros seguíamos pateando la pelota en el llanito lleno de polvo, porque el maestro Ranulfo nos dijo que no podía autorizar que practicáramos en el patio de la escuela. Pero lo del llanito sólo era ya en contadas ocasiones, porque estaba muy lejos y porque eso nos impedía sentarnos en la banqueta de enfrente, para esperar que Asunción apareciera por breves instantes para aventar sonrisas como pétalos. Disfrutamos mucho todos los ejercicios que ella hacía en el teclado del piano, esos sonidos también eran lluvia para nuestros espíritus enamorados. Mientras los demás compañeros de la escuela escuchaban música pop o rock nosotros nos apasionamos con la música clásica, Asunción nos regaló, para siempre, nombres sublimes: Beethoven, Mozart, Bach, Debusy… Cuando salía la maestra Irma nos saludaba y nos decía: esa pieza musical es de Mozart; nosotros entendíamos que la maestra era una simple emisaria, Asunción le había dicho que nos regalara ese nombre. En las noches íbamos a la casa de don Joaquín y le pedíamos que nos pusiera discos de Mozart en su amplia biblioteca. El viejo Joaquín, fascinado por vernos tan emocionados con la música clásica, hacía nuestro gusto, buscaba un disco de Mozart, lo limpiaba con un paño, lo ponía en la tornamesa y decía: “Sinfonía número cuarenta” y soltaba el brazo del tocadiscos. Doña Martha nos obsequiaba galletas y nosotros cerrábamos los ojos, veíamos a todos los de la orquesta y, al piano, los deditos de Asunción recorriendo ese entarimado negro y blanco. Una mañana, Rodolfo llegó a mi casa, acezando, dijo que Asunción se iba, corrimos a casa de Mateo y luego a casa de Asunción. La vimos ya arriba del auto negro, el chofer había cerrado la puerta, ya se ponía al volante y, como el motor ya estaba en funcionamiento, avanzó. Nosotros quedamos con las manos adentro de las bolsas del pantalón. El auto se detuvo, Asunción bajó el cristal, asomó la cabeza, como pajarito, y dijo “adiós”, nosotros sacamos las manos de los pantalones y dijimos “adiós, Asunción”, y ella, ah, qué momento, mencionó cada uno de nuestros nombres: adiós, Rodolfo; adiós, Mateo; adiós…, y dijo mi nombre. Sonrió, y algo dijo al chofer, quien, obedeció y continuó su marcha. Nuestra calle, llena de polvo, se llenó de una burbuja donde desapareció el auto y nuestra novia. Éramos tres niños: Mateo, Rodolfo y yo. Teníamos diez u once años, no más. Asunción fue nuestro primer amor, los tres estábamos enamorados de ella, y pensábamos que ella nos quería a los tres, así lo supimos el día que abandonó el pueblo, para ir al internado donde se convertiría en una gran concertista.