jueves, 30 de junio de 2022

CARTA A MARIANA, CON MISTERIOS

Querida Mariana: de niño leí historias de detectives. Había un compañero que alardeaba tener un tío que era detective privado. ¿De verdad? Ahí nos tenía ansiosos de que cumpliera su promesa. Un mediodía, a la hora del recreo, dijo que nos llevaría a conocer a su tío, para que nos contara qué casos había resuelto. ¿Un detective en Comitán? Ahora, muchos años después, un amigo, hace como tres años, me contó que él tuvo un vecino que era detective privado y resolvía los clásicos casos de robo de alguna alhaja o de infidelidad. Leí una o dos historias de Sherlock Holmes, el famoso detective, creación del escritor Arthur Conan Doyle. Me apasionaron esas historias que tenían como entorno la maravillosa Londres, con su niebla permanente, cortina que le daba un agregado al misterio, porque el asesinato ocurría, precisamente, en un callejón neblinoso. El detective llegaba y veía a distancia, con el cono de luz húmeda que resbalaba del poste, el cuerpo de un hombre tirado sobre el piso. Al amparo de la lámpara del buró sostenía el libro entre mis manos, Sherlock veía el cadáver y comenzaba a elucubrar teorías y a recoger huellas para determinar quién o quiénes habían sido los asesinos. Yo, lector sencillo, también jugaba a ser detective. El detective comiteco, según el decir del compañero de escuela, nunca había tenido un caso como el de Sherlock, sus casos eran más modestos. Bueno, Comitán era una ciudad más modesta en comparación con Londres. ¿Cuándo iremos a conocer a tu tío?, era una pregunta constante. Él nos decía que ya pronto. Nuestra imaginación dibujaba la imagen del detective comiteco, ¿tendría una pipa y una lupa como sí las tenía el inglés? Para no darle cuerda a mi imaginación, una tarde invité una nieve a mi compañero (a lo lejos recuerdo que se llamaba Mateo o Miguel, mi mente es inglesa, tiene bastante niebla) y le dije que me contara cómo era el físico de su tío, si vestía algo especial cuando estaba en su labor de investigador. Mi compañero, lengüeteando la nieve de vainilla en cono, me dijo que era chaparrón y con su mano derecha señaló en el aire algo como un metro y medio. Ah, sí, estaba bien, me gustaba esa descripción, pues no podía ser alto, como el inglés; luego me enteré que nuestro investigador privado era gordo, que en el barrio era conocido como “barrilito”, porque era rechoncho. Ah, sí, estaba bien. Las historias que aparecían en los libros tenían personajes auténticos, reales, de carne y hueso. Imaginé a nuestro investigador chaparrón, timboncito, con bigote, con un fino sombrero de esos que vendía don Isaías Mora y llevaba un bastón de caoba, con el que movía los papeles del piso y señalaba las huellas de zapatos de los delincuentes, de quienes habían trepado sobre la barda para entrar a la recámara donde estaba el cofre con collares y aretes de filigrana con oro. Una tarde, el compañero (lo llamemos Mateo) nos dijo que fuéramos porque conoceríamos al tío. Nuestra emoción creció a medida que caminábamos por la bajada de San Sebastián y, por donde ahora está el asilo de ancianos, Mateo tocó tres veces seguidas, hizo una pausa y luego dos golpes separados. Nos dijo que no habláramos, esperamos un rato y vimos que el ventanillo se abrió tantito, una voz, como de gato adentro de una cueva, dijo: “¿Cuántas ramas tiene el árbol de jocote?” Mateo nos vio y nosotros no supimos que decir. La voz repitió la pregunta y después de dos segundos, no más, cerró el ventanillo. Mateo se sentó en la banqueta, colocó sus manos en la cara y negó con la cabeza una, dos, tres veces. Nosotros no supimos qué hacer. Al día siguiente, en la escuela, al ver a Mateo corrimos a preguntarle qué había sucedido, él dijo que su tío no abría la puerta a extraños. ¿Cómo?, dijimos nosotros, ¿qué no vos sos su sobrino? Sí, pero olvidé la clave. Nosotros le exigimos que nos regresara las monedas que le habíamos dado, porque él nos había cobrado por conocer al tío investigador, pero dijo que ya lo había gastado y volvió a hundir su cara en sus manos. Román, quien nos había acompañado esa tarde, nos dijo después que Mateo, le llamemos así, era un mentiroso, que su papá le había dicho que en esa casa vivía don Chema, quien trabajaba en la fábrica de trago. Posdata: pensamos que era posible, porque en ese tiempo, querida mía, había cursos por correspondencia. Miguel estudió para radiotécnico en el Instituto Maurer. Pagó su inscripción y cada mes, previo pago de la colegiatura, recibía un sobre con las lecciones y el examen que debía enviar a la Ciudad de México, al concluir el curso recibió un diploma que lo certificó como radiotécnico, diploma que mandó a enmarcar y colocó en la pared del taller donde comenzó a arreglar radios. Miguel me dijo que en ese instituto daban clases para ser detective privado. No sé si hubo un detective privado en Comitán; no sé si en la literatura comiteca existe algún detective resolviendo un caso especial. A lo lejos recuerdo un cuento que escribió Rosa Hortensia Aguilar Trujillo, que se llama “Sansón”, donde aparece el comandante Caralampio Gómez, con su asistente Serafín Solís, que resuelven un caso. Ah, qué genialidad.