miércoles, 21 de diciembre de 2022

CARTA A MARIANA, CON CALLES Y CASAS

Querida Mariana: si nos piden la dirección de nuestra casa decimos la calle donde está. La calle de todos se convierte también, un poco, en nuestra calle. Hay una relación directa entre mi casa y la calle, ésta se convierte en la más transitada, la más cercana, la que me ve salir todas las mañanas, la que me recibe por la tarde o noche. El pedazo de la calle central, que va de donde estuvo la Veterinaria Kánter al parque central fue mi calle. Mi casa estaba a mitad de esa calle, por lo que ese tramo de calle lo caminé muchísimas veces, no sé cuántas, para ir a la escuela, a misa de siete en Santo Domingo, a la matiné de las diez en el Cine Comitán, a la función de la tarde en el Cine Montebello, a comprar tamales de azafrán en la lonchería de tío Jul, a casa de los amigos. Esa calle central fue mi calle. Un día, abandonamos la casa y nos cambiamos a la nuestra, la que construyeron mis papás, y la 3ª. calle norte poniente se volvió mi casa. Salvo en una ocasión donde la fuerza de la costumbre me llevó a la casa de mi infancia hasta darme cuenta que ya no vivía ahí, mi calle de los primeros años de mi vida dejó de serla y la de la Matías de Córdova se convirtió en ¡mi calle! Mi casa dejó de ser mi casa y la reciente ocupó el lugar de la otra. Por las mañanas recorría otra calle, sólo de vez en vez caminaba por la que había sido mía por más de siete años. Mi calle antigua no protestó, porque las calles no hablan, no sienten. Tampoco puse algo en mi corazón, el cambio fue tan de la noche a la mañana que no pensé en que dejaba algo que había sido importante para mí, porque desde el balcón de la vieja casa veía el trajín del día. Comitán llegaba hasta el balcón para decirme que ese era mi pueblo, las personas que jalaban el burrito que llevaba las cajas con gaseositas de don Jorge Soto, o el abono para las plantas del jardín o el barril con agua de La Pila; en esa calle de infancia escuché a la señora que desde la entrada decía: “Ave María” y no entraba hasta que alguien de adentro respondía: “Sin pecado concebida”. Las calles no hablan, no sienten, pero están vivas para nosotros, porque son espacios donde la gente camina día y noche. La calle es impredecible, porque nunca se sabe en qué momento se quedará vacía o se llenará. Hay calles tranquilas que, en algún momento, se llenan de algarabía. Hubo un tiempo que me encantaban las calles sosegadas, odiaba las calles ruidosas, llenas de trajín. ¿Quién disfruta una calle donde hay puestos ambulantes todo el día? En estos tiempos ya no estoy tan de acuerdo con mi ideal de calle solitaria. ¿Recordás que en Madrid el presidente de la comunidad invitó a los vecinos a salir, a recuperar sus calles, porque ante la violencia la gente había decidido no salir de las casas? El presidente madrileño dijo que al encerrarse en las casas lo único que se hacía era dejar las calles a merced de los delincuentes. La gente volvió a salir de casas en bola y obligó a replegarse a la delincuencia. Casi casi les echaron montón, para recuperar lo que en derecho corresponde a las sociedades. En mi adolescencia me encantaba caminar de noche por las calles vacías, escuchaba el sonido de mis pasos, veía las luces de las ventanas, me pensaba dueño de ese espacio. Hoy no salgo de casa, no sé qué sentimiento tiene la persona que camina a las once de la noche en una calle solariega. ¿Lo hace con placidez o con cierto temor? ¿Camina en forma apresurada, volviendo la mirada para ver si no viene alguien detrás? ¿Camina con desconfianza, pensando que en cualquier momento asome un delincuente y exija el celular y la cartera? La que fue mi casa dejó de serlo; mi calle dejó de ser mía, porque la cambié por otra. Cuando se rompe el lazo afectivo con otra persona, una novia o un amigo, las casas y las calles también dejan de ser el camino para llegar a ellos. Parece mentira, pero las casas y calles donde habitan nuestros cercanos también se convierten en parte nuestra, nos definen. Los vecinos nos identifican, nos llaman por nuestros nombres, dicen que somos amigos de fulano de tal o novios de la muchacha bonita que vive en tal casa, la de portón grande. Posdata: las calles no hablan, no sienten, pero están vivas, porque la presencia humana les trasfunde savia vital. Me gustaba salir al balcón de mi casa, sentarme y, a través de los barrotes, observar lo que pasaba en mi calle. En ese instante todo era mío, incluso el cielo que miraba al ver hacia arriba era mi cielo. Hoy vivo en otra casa y otra es mi calle. El entorno se modificó. Los sonidos son otros. Recuerdo los murmullos de la casa de infancia y los que se daban en la casa donde crecí de adolescente. Los ruidos también formaban parte de esa burbuja. Los silencios también sonaron diferentes. ¡Tzatz Comitán!