jueves, 8 de diciembre de 2022

LECTURA DE UNA FOTOGRAFÍA

Lizeth sola, sentada sobre una piedra. Cerca de ella están las otras piedras, solas, sin presencia humana. Lizeth y la piedra donde está sentada forman una unidad temporal, por el rato que ella permanezca ahí. Después de un tiempo, Lizeth irá a otra parte (es el destino del ser humano) y la piedra volverá a quedarse sola, pero algo en su corazón de piedra dirá que ella es más que las demás piedras. En esta fotografía sólo se ve a Lizeth, ella llenándose de ese paisaje silencioso, casi inerte, pero rotundo, magistral. Porque las nubes se desplazan en la cima de los cerros. Es tal el movimiento que parecería que esas nubes hubiesen desplazado las piedras que rodean a la montaña, las que dividen el prodigioso amontonamiento de tierra con el agua, como si dijeran que ellas son la frontera entre la pendiente y el espejo de agua. Todo parece quieto y sin embargo todo se mueve. Así lo advierte el aire frío y el ligero oleaje del agua. El agua llega hasta donde está Lizeth, como si deseara entablar un diálogo, como si quisiera contarle un secreto, secreto que ella, la chica de los zapatos negros, jeans y chamarra color vino, trata de escuchar en medio de esa apabullante esfera de silencio. Es un instante donde todo está en suspenso, pero si miramos bien podemos escuchar todavía el rugido de las piedras acomodándose en la orilla del lago, como si miles de ovejas hubiesen bajado en tropel de lo alto de la montaña. ¿Tenían sed esas piedras? Tal vez por eso, como gacelas, están inclinadas para beber agua, sus pies están en la orilla, silenciosas. Las piedras son tiernas, pero rudas a la vez. No temen la presencia de las panteras, se saben poderosas. Son magnánimas, por eso, la piedra líder, la piedra Moisés, permite que Lizeth se siente sobre ella. Las piedras, desde siempre, son amigas que acompañan las soledades de las personas. Están en todas partes, en los caminos, a mitad de las montañas, escondidas en el vientre de los cerros, a la orilla de los lagos. Las más dóciles sirven para hacer muros y cimientos de las casas. No se mueven. La madre grita: “niñas, vengan a cenar”, y las piedras ignoran el llamado, entonces la madre zapatea sobre la tierra y los seres humanos se alarman, gritan: ¡temblor, temblor! Son las piedras que corren a tomar café con pan en la mesa. Estas piedras que están en la orilla del lago estuvieron un día en la cima y bajaron como en tobogán bestial para beber del agua. Y ahí está Lizeth. ¿Qué bajó a beber ella? ¿Agua? Tal vez algo más profundo. Así lo advierte su mirada, la sencillez de su pose: las piernas flexionadas y los brazos unidos a través de las manos. Cuando los seres humanos unimos las manos, nos abrazamos, cerramos el círculo vital interior. Ella mira hacia el lago. A su espalda y costados están las montañas, madres de la piedra. Al fondo, el tiempo ha hecho surcos prodigiosos en las laderas, la pátina se derrama generosa, en blancos oscuros y en negros tibios. La línea del horizonte sólo está en la mirada de la chica, todo está circundado por montañas. Los ojos expertos reconocerán el paisaje: el Nevado de Toluca. Falso, la chica no está sola. Hubo una presencia que tomó la foto, que hizo eterno este instante prodigioso. La fotografía la tomó Jaime Córdova, quien nació en Tzimol, lugar cercano a Comitán. En Tzimol no hay montañas nevadas, en ese maravilloso pueblo el fuego crepita en los calderos donde hacen panela. Tzimol tiene caliente el corazón. Acá, en esta fotografía, Lizeth da calor a la piedra, al agua, a la montaña, a la cobija bordada con nubes.