sábado, 24 de diciembre de 2022
CARTA A MARIANA, CON FRUTAS DE TEMPORADA
Querida Mariana: la tía Romelia dice que ya es temporada de mandarinas. Sí, en navidad aparece la mandarina en esta región. La mandarina es una fruta sensacional. Te he dicho que es una fruta que me gusta. Está hecha para que quienes somos medio imprácticos no padezcamos. Pelar una mandarina es muy sencillo y luego su fruto viene cortado en gajos. ¡Ah, qué bendición! Las pizzas las tienen que cortar en cachos, el mango lo tenés que pelar, la manzana la agarrás a mordidas. En cambio, la mandarina, ah, qué delicia. Tomás un gajo con delicadeza y te lo zampás con emoción, con la papila gustativa hecha deseo.
Llamó mi atención que la tía dijo “es temporada”. Ahora es temporada de frío por acá, frío moderado. En Estados Unidos de Norteamérica es temporada de nevadas; en Argentina, es temporada de calor.
El ciclo de vida tiene temporadas. Cuando fui niño, lo hemos platicado, en la escuela había temporadas de juegos infantiles. Un buen día, alguien asomaba con un trompo y eso inauguraba la temporada de trompos. Al día siguiente, la cancha se llenaba de chiquitíos con cordeles y trompos de todos tamaños. Los más pueblo llevaban trompos con clavos de asiento. ¡Ah, eran unos señores trompos, trompos VIP! Estos trompos sólo los jugaban los expertos. En ocasiones veíamos con asombro cómo un trompo de asiento giraba en el aire y partía en dos una pequeña shuta tataratera, que tenía un clavo normal.
Así como había temporada de trompo, llegaba la temporada de canicas, de yoyo, de saltar la cuerda y la temporada del burro (tiene otro nombre, pero no lo recuerda mi memoria pichancha). Este juego era muy divertido, pero peligroso. Para que no caigamos en tentaciones de una vez diré que yo sólo jugué canicas, me gustaba el de la timbirimba. ¿Jugar a saltar la cuerda o a los trompos o a los gallitos? ¡Jamás! Nunca juego que implicara riesgo físico. Así que cuando los compañeros de la escuela proponían jugar “burro” yo era un espectador maravillado, maravillado porque miraba cómo uno se ponía contra la pared de la cancha, abría las piernas y el primer compañero metía la cabeza en la entrepierna (Dios mío, qué complicado). A partir de ahí, los demás compañeros escondían la cabeza (como avestruces) en la entrepierna de los de adelante; es decir, quedaba cuello de uno con el culo del otro, y así cuatro o cinco integrantes. Esto formaba un trenecito maravilloso, con las combas de las espaldas. El otro equipo formaba una fila y el más hábil se colocaba al principio de la fila y daba un salto fenomenal, hasta caer sobre la espalda del segundo vagón. Pucha, era un juego de habilidad y de mucha resistencia física, porque el siguiente saltador procuraba llegar lo más lejos, quedar sobre la espalda del compañero para que el contrario que resistía el peso se fuera doblando, porque eso sucedía, los espectadores veíamos cómo los que estaban agachados se iban debilitando con el peso de los del equipo contrario. La nota excelsa era cuando el último pegaba el salto y desde lo alto se dejaba caer con todo su peso, era el momento (casi siempre) en que el de abajo no resistía y caía contra sus rodillas y así la pirámide humana se venía hacia abajo. Eso significaba que el equipo que se había puesto como tren había perdido y debía volver a colocarse. Si el equipo resistía, entonces el equipo contrario se ponía.
Verlo era muy divertido, jugarlo también. Todo mundo se divertía. Hoy pienso que era un juego extremo. En primer lugar, el que se ponía de poste corría el riesgo de que en cada envión le tocaran sus huevitos y los otros corrían el riesgo de sufrir una fractura en el cuello o torcerse la columna al verse sometidos a tremendos enviones, pero ¡no!, nada sucedía, todo mundo terminaba gozoso, sudado, divertido.
Y en navidad era temporada de todo lo que no existe en otra época del año. Uno entraba a la cocina y desde la puerta se sentía el calorcito y el aroma del ponche (con piquete lo pedía el abuelo Enrique y no faltaba el niño que quería imitarlo). La navidad era la temporada de hacer nacimientos con las figuritas de inditos y ovejitas alrededor de la casita de madera donde estaban los tres reyes magos, San José y la Virgen alrededor de una cunita de paja que esperaba la llegada del niño Jesús. Era temporada de hojuelas, regadas con temperante (en casa las comíamos con miel). La temporada de las luces de bengala, esto me encantaba, mi disfrute era darle vuelta al alambrito, una y otra vuelta para hacer círculos y otras figuras en el aire. Era temporada de piñatas, de las posadas en el atrio del templo de Santo Domingo. Cuando caminaba por las calles me gustaba husmear desde la puerta los patios centrales donde la gente cantaba y tenía velas encerradas en jaulitas de papel de china. Era temporada de niños desnuditos, ya llegaría la temporada donde los niños eran sentados en sillitas de madera y los vestían con ropa llena de color, telas de satín, lentejuelas.
Navidad es temporada de vacaciones, en el trabajo y en la escuela. Todo mundo sale a la calle a comprar los regalos que se colocarán en el árbol, que serán complemento de los que traerá el Viejito de la Noche Buena (el ahora panzón Santa Clos). Es temporada de ponerse chamarras gruesas, suéteres y bufandas. Algunos se colocan gorros en la cabeza, tejidos o, los más internacionales, sacan los gorros que compraron en la Rusia de todos los zares, de todos los Putines.
La naturaleza sabe que es temporada de manzanitas para el ponche, de mandarinas para las piñatas; la sociedad sabe que es temporada de pavo (pobres jolotes), temporada de sidra (champaña en casa de los fifís); temporada de las doce uvas para los doce deseos. La tía Alicia escribía la lista de los doce deseos días antes de la cena y a la hora que daban las doce campanadas y ella tragaba las doce uvas, decía: “Uno, dos, tres…¡doce!”, y cada uno de los números significaba el deseo que se había aprendido de memoria; decía que era imposible decir todos los deseos a la misma velocidad de que comía las uvas. El tío Armando se pasaba de gracioso, bebía un trago largo de brandy, haciendo uso del comercial que decía que ese brandy estaba hecho de pura uva de calidad, acá, decía, está concentrado el jugo de mis doce deseos.
Temporada de rezos. La mayoría de personas no olvida que el centro del festejo es el nacimiento del niño Jesús, así que colocan una imagen del niño desnudito en una charola, que cargan las madrinas y los padrinos. Rezan un padre nuestro, cantan, y luego, viene el jolgorio, el santo trago y la cena. Somos tan tradicionales que no sólo bebemos la cuba con ron, sino que, además, lo acompañamos con pavo envinado. Dios mío, este cruce de bebidas hace que algunos terminen bien “engazados”, como decimos en Comitán, y que los cánticos de amor y de paz manifestados al principio, los abrazos de buena voluntad, se conviertan en tremendas patizas.
Es temporada, ya muchos lo han dicho, de cinismo al ciento por ciento. Gente que estuvo jode y jode todo el año se transforma y da abrazos y mensajes de bienaventuranza. Hay gente (me incluyo) que no hace festejo especial en esta temporada.
A mí me gusta ver todo desde lejos. Ahora (ya estoy viejo) me cae mal la excesiva quema de cuetes y de triques. Contaminan el ambiente. El hermoso viejo, maestro Bernardo Villatoro, lo sentenció: los cuetes deben llamarse turrupes, porque provocan tufo, son ruidosos y peligrosos.
La mandarina es fruta de temporada navideña. ¡Ah, qué coraje hago cuando me sale una mandarina seca! Sus gajos están como bagazo. ¡Ah, qué disfrute cuando sus gajos están jugosos, dulces!
Posdata: ¡Chinchinagua! Ya recordé, el nombre del juego del burro es chinchinagua. Chin-chin-agua. Pucha, qué palabra tan sonora, como los sentones que se daban los jugadores, como las carcajadas de los que disfrutábamos el juego. En navidad es temporada de tzilín tzilín, talán talán. Tzilín tzilín hacen los vasos a la hora del brindis, antes del tococh tococh; talán talán hacen las campanas de los templos para convocar al rezo. Tzilín tzilín, tococh tococh, talán talán.