sábado, 10 de diciembre de 2022

CARTA A MARIANA, CON POSADAS

Querida Mariana: vos sabés que Guadalupe Posada fue uno de los más grandes grabadores de México. A él se debe la popularidad de la famosa Catrina, porque hacía caricaturas de ella. Don Marcos, el de la Cruz Grande, decía, en época decembrina: “Ya vienen las primas de Guadalupe”, los que sabíamos su chiste lo celebrábamos, pero quien no sabía se quedaba con la interrogante, hasta que preguntaba: “¿Quiénes son las primas de Guadalupe?”. Las Posadas, decía don Marcos, botado de la risa. A mí me encantaba su humor y su ingenio, porque como en diciembre también celebramos a la Virgen de Guadalupe todo encajaba a la perfección. Pues, querida mía, así como no queriendo la cosa, ya llegamos al mes de diciembre del veinte veintidós y México celebra a la Virgen de Guadalupe y luego vienen las primas de Guadalupe. A mucha gente le encanta el mes de diciembre, precisamente por la celebración de la navidad. Si me preguntás por mi época del año favorita puedo decir que me gustan todas, sin preferencia. Cada época tiene su encanto. Por supuesto, como todos, conservo recuerdos apreciables de la época navideña, pero, como siempre he sido escaso y muy de casa, pues no viví lo que sí vivieron mis amigos de infancia. ¿Asistí a posadas? Ah, casi no recuerdo. En casa mi mamá preparaba el nacimiento, hacía hojuelas regadas con miel (en muchas casas comitecas acostumbran regarlas con temperante) y orábamos. Has de imaginar que la época navideña en casa tenía su encanto particular, pero no tenía la etiqueta de bulla y jolgorio que había en las demás casas. En las casas de mis amigos las primas de Guadalupe eran bullangeras, alegrísimas. Los niños y adultos se concentraban en los patios centrales y, al grito de ¡dale, dale, dale!, daban palos en el aire, en intento de quebrar la piñata, y a la hora que ésta abría su panza y caían los dulces y las naranjas y limas, toda la chiquitada se aventaba para coger la mayor cantidad de piezas. Ah, qué alegría. Qué maravilloso simbolismo: de la panza de la olla ¡el maná! En casa nunca hubo piñata en las posadas, salvo en mi cumpleaños. Por eso, debí buscar algunas maneras de hacer inolvidable el festejo. Me encantaban las luces de bengala. Con la velita prendía las luces y movía los alambritos para hacer círculos con chispitas que caían al piso. En el piso, también, me gustaba hacer figuras con la cera derretida, ponía inclinada la velita (por lo regular de color rojo) y dejaba caer la cera, hacía caritas, carritos o vagones de trenes. Mientras rezábamos yo me divertía con eso. Sí fui a las posadas que organizaban frente al templo de Santo Domingo. Pienso que ahora ya no las hacen. En los años sesenta era posadas sensacionales. Cerraban la calle y cientos de personas se acercaban al festejo. Los organizadores tendían lazos de uno a otro lado y los niños quebraban piñata. Ya me conocés, jamás fui de los “quebradores” ni me aventé en la montaña de niños para pepenar dulces, pero sí disfruté la emoción generada. La energía que brotaba de ese círculo me abrazaba, me llenaba de gusto, sonreía. Durante todo el año acudíamos a la doctrina, al final de cada sesión nos daban un boletito (también de color rojo) y los guardábamos en una cajita de cartón, porque ya nos habían dicho que esos boletitos los podríamos cambiar por los antojitos que ponían en mesas: panes compuestos, tortas, salvadillos con temperante, taquitos dorados. Ah, como mirás, era un gran festejo, la comunidad de chiquitíos se condensaba en una burbuja maravillosa. Los organizadores hacían dinámicas de carreras de encostalados o del comal tiznado. Estos juegos me encantaban. Ah, me da urticaria repetir que sólo era espectador, pero esto me llenaba de vida. Lo mismo sucede ahora, no participo en actividades comunitarias, pero sí observo de lejos lo que sucede y esto es como alimento para mi espíritu. Lo del comal tiznado era maravilloso. Colgaban un comal con tizne y cuatro o cinco monedas de un peso (un buen dinero para los niños de aquellos años). Muchos niños hacían fila para competir. Con los brazos en la espalda trataban de quitar la moneda con la boca, era una labor difícil ya que el comal se movía en cada intento y las caras de los concursantes se llenaban de tizne, terminaban como si fueran limpiadores de hollín de las chimeneas, los blancos se volvían morenos y los morenos se convertían en negros, negritos cucurumbé. Todo esto lo miraba con asombro. La emoción de un competidor es indescriptible. Nada se puede comparar con la experiencia que obtiene el corredor de fórmula uno; pero el espectador también desarrolla un hábito sensorial indescriptible. Dado que siempre he sido espectador he obtenido una enorme capacidad de apropiación. Permanezco parado, como si el aire no me interrumpiera, pero, en realidad, mi espíritu se llena de una burbuja festiva, donde se mueve un agua infinita, cálida, que produce una sensación de vértigo chispeante, como si un enjambre de luciérnagas bailara en mi interior y frente a mis ojos. Ser espectador tiene su chiste. Tal vez exige más capacidad sensorial que la que obtiene un participante, porque quien participa en una carrera de autos, un basquetbolista, un alpinista, un esquiador, está inmerso en la burbuja; en cambio, el espectador debe apropiarse de esa energía, debe extender la mano, coger hilos de luz y untárselos en su espíritu. ¿Mirás qué proceso tan interesante? Por eso no me sorprendo cuando veo un documental donde las fanáticas se desmayan en un concierto de Los Beatles. Ese desvanecimiento demuestra que las chicas obtuvieron un mayor grado de emoción que los propios músicos. Ser un espectador demanda una capacidad emocional exclusiva. Desde siempre he formado parte de la audiencia de partidos de fútbol, de carreras de caballos, de ballet, de conciertos, de voleibol, de carreras de bicicletas, de gente que baila en las fiestas, de fanáticos que gritan ¡gol, gol, gol!, como si se les fuera la vida en eso. En las temporadas navideñas de mi infancia me volví un espectador de las posadas. Nunca participé del grupo de enfiestados, siempre los he visto a distancia. Sostenía una varita con luces de bengala y yo solo hacía círculos luminosos; inclinaba la vela y hacía dibujos en el piso de madera con la cera derretida. Todo era un goce individual. Sigo siendo ese niño de entonces. Ya viejo sigo disfrutando las navidades a distancia. Veo cómo la gente se reúne. En las calles van las procesiones con personas que cantan villancicos, cargan al niño Dios, arropado con trajecitos brillantes, llevan sus velas encerradas en cajitas de papel de china, queman triques y luces de bengala, todo lo hacen en comunidad, la risa de un rostro se une con otra y una más y la sonrisa se convierte en una hamaca luminosa, alegre, jocosa. Me encantan todas las temporadas del año. Disfruto cada una de las estaciones. Cuando llega la navidad me gusta salir a la calle (ahora lo hago con cubrebocas y guardo distancia), veo las casas adornadas con foquitos; me acerco a las ventanas y observo los árboles de navidad y los nacimientos en las salas de las casas; escucho la música de algún tecladista con los tonos repetitivos de los ritmos actuales, sin gracia armónica, pero que hacen que movamos los pies. He sido testigo de las celebraciones comitecas, desde los años sesenta del siglo pasado. Ya llegamos a la puerta del fin de año del veinte veintidós. El siglo XXI se comió al anterior. Ya no se hacen las posadas frente al templo de Santo Domingo; los alegres compadres de la XEUI no están para hacer las posadas musicales que eran esperadas con emoción. Siempre que veo las entradas de velas y flores en honor a la Virgen de Guadalupe pienso, de inmediato, en lo que decía don Marcos, del barrio de la Cruz Grande: “¡Ya vienen las primas de Guadalupe! Las posadas”. Sólo quienes tenían el referente del grabador Guadalupe Posada celebraban el dicho, los otros lo ignoraban. Don Marcos lo hacía con ánimo de calentar el ambiente, de decir que pronto las casas se llenarían de colores y aromas navideños. Posdata: desde siempre el color rojo ha sido un color que está presente en forma contundente; asimismo, los aromas de ponche y de ramas para nacimientos. Digo que el siglo XXI se comió al siglo XX porque algunos aromas de antes se extraviaron. Hoy, la mayoría de árboles navideños son de plástico, huelen a eso, ¡a plástico! Hoy, en muchos hogares no hacen nacimientos, se perdió el aroma de la lamita (los ambientalistas protegen la flora y nos dicen que no debemos quitar el musgo y el pashte de su entorno natural). Nunca tomé el garrote para quebrar la piñata, nunca me aventé sobre la montaña de niños para intentar atrapar los dulces que caían de la piñata, pero sí he vivido con intensidad esas imágenes, recargado en un pilar o sentado en una silla en el corredor de la casa, al lado de una maceta llena de helechos. ¡Tzatz Comitán!