jueves, 23 de febrero de 2023

DIARIO (I)

Sonó el despertador. Lo hizo con la estridencia de todas las madrugadas. Sonó a las cuatro. Desperté. Mi mano buscó el botón para apagar ese animal mecánico. Luego, llevé la mano un poco más allá para prender la luz de la lámpara. Ese movimiento siempre es el mismo: apago y luego enciendo. Pero hoy la luz no se prendió. Recordé que en el grupo “Amigos”, en el WhatsApp, Javiercito subió ayer un aviso de la Comisión Federal de Electricidad. Por mantenimiento suspenderían la energía eléctrica, de las once de la noche de anoche a las siete de la mañana de esta mañana. Busqué la lámpara de mano, tomé el despertador, lo puse a las cinco, volví a dormirme. Con este cambio modifiqué mi rutina, no hice mi taichí de viejito ni me bañé. Me molesta no bañarme, pero me molesta más estar molesto, así que me puse en paz conmigo mismo y volví a dormir. A las cinco volvió a sonar el despertador. Si su batería está activa este chunche no falla. Llevo años con él. Lo compré una mañana en la joyería y relojería del amigo del maestro Temo Alcázar (sólo sé su apodo, pero me resisto a decirlo), el que tiene su negocio en un local de la que fue casa del ingeniero Becerril y de doña Lety Román. Cuando lo compré pedí un reloj despertador fluorescente (¿así se dice?). Cuando fui joven y estudié en México, mi mamá me regaló un despertador que tenía puntitos y manecillas que brillaban. Era un despertador maravilloso. Abría los ojos y sabía qué hora era en medio de la oscuridad más viscosa. El que compré en la joyería y relojería del amigo del maestro Temo no resultó lo esperado. El hijo del dueño aseguró que sí era fluorescente. No. Si prendo la luz y la apago entonces brilla por algunos segundos, pero luego desaparece el brillo. Para que brille debo estar prendiendo y apagando la luz en forma intermitente durante toda la noche. El despertador fluorescente de mi juventud lo compró mi mamá en La Línea (en las tiendas guatemaltecas que están al lado de la frontera con nuestro país). Ese despertador estaba integrado a un estuche, se abría como ostra y se enganchaba al quedar expuesto. La primera vez que lo abrí fue como una sorpresa, pienso que nunca más volví a cerrarlo. Para que cumpliera con su vocación debía estar abierto, para que viera la carátula, para que viera el movimiento acelerado del segundero y el más lento pero constante del minutero. Tenía puntos y manecillas fluorescentes. Era como una maravillosa luciérnaga infinita. Era de cuerda. El que ahora tengo es de batería, pero no brilla en la oscuridad, para ver la hora debo prender la luz. Oprimí el botón para apagar el repiqueteo. Alguien, no recuerdo quién, me dijo que ahora hay relojes despertadores que se apagan con una orden en voz alta. Algo así como “¡Apágate!”, y se apaga. “¡Enciéndete!” y se enciende. “¡Duérmete!” y se duerme. Me senté en la orilla de la cama, coloqué la lámpara de mano sobre el buró, busqué mi ropa dejada sobre la silla y me vestí. Siempre meto la mano en la pierna del pantalón y la arremango, así evito que el pantalón toque el suelo al ponérmelo. Me puse los calcetines y metí los pies en los zapatos, amarré los cordones (sé que en otras partes les dicen agujetas, a mí me gusta decir “cordón”, así lo aprendí de mis mayores. Mis papás nunca usaron la palabra agujetas. Mi mamá emplea la palabra agujeta para designar el chunche que le sirve para tejer suéteres. Hay agujetas de varios números, dependen del grosor. Mis zapatos los amarro con cordones, no con agujetas. Como nunca aprendí a amarrar bien los cordones, en forma frecuente se desamarran y debo volver a agacharme para amarrarlos. Antes me daba pena, ahora ya no. A veces veo que algún futbolista profesional en el campo de juego se agacha y se amarra las agujetas de los tacos porque se desamarraron. Este futbolista es como un pichito que nunca aprendió a amarrarse bien los cordones de los zapatos). Salí de la recámara. Dirigí el haz de luz de la lámpara de mano hacia la puerta y lo seguí, como dice el cuento infantil que hicieron Hansel y Gretel que siguieron las migas de pan. Seguí las migas de luz. Ah, esta imagen me gusta. ¡Migas de luz! ¿También se comen? A la hora que abrí la puerta, no sé por qué, pensé en estrellas y dije que debía escribir un cuentito donde una mamá manda a su hijo a cortar estrellas. Fui a la sala, me senté y prendí el celular. Nunca lo hago, por lo regular a esta hora conecto el celular para ponerlo a cargar. Como no empleo el teléfono móvil más que para tomar alguna fotografía o para enviar y recibir mensajes por WhatsApp la batería me dura todo el día. Bueno, en las tardes también leo algo en el Kindle y veo películas en Netflix. Ayer terminé de leer el primer libro de crónicas de Antonio Lobo Antunes y comencé a leer la novelita de Amos Oz que se llama “La bicicleta de Sumji”. Ambos escritores me gustan. Son geniales. Prendí el chunche y pensé intentar subir los textos que comparto todos los días en redes sociales, pero luego decidí que no, que los subiría al llegar a mi oficina en el Colegio Mariano N. Ruiz. Supe que nadie haría un plantón en el parque central porque Molinari no subió la Carta a Mariana. Hay cosas más importantes qué hacer a las seis de la mañana. Las redes sociales son un muestrario atractivo. Hay noticias verdaderas y muchas falsas. El chisme encontró un nicho fabuloso.