viernes, 24 de febrero de 2023

DIARIO (II)

La laptop tenía carga suficiente. La prendí, junto con una vela, colocada en una taza que ya no sirve para tomar café o té. Esta taza no se ha quejado, pero cambió su vocación, de ser contenedor de un líquido aromático, calientito, se convirtió en un simple candelero, que se usa en caso de emergencia. Muchos objetos cambian de vocación. A mí me gustan los chunches que son utilizados para lo que fueron creados. Un lápiz, por ejemplo, o esta computadora. Todo mundo habla de las bicicletas fijas que luego se convierten en colgaderos de ropa, porque sus propietarios no la usan para hacer ejercicio. La pantalla se iluminó y eso dio un poco de luz al entorno. Miré al fondo, donde está el comedor y entendí lo que dicen de “boca del lobo”, la oscuridad seguía dueña de ese espacio. Las personas de este siglo XXI estamos acostumbrados a la energía eléctrica, dependemos de ella. Nos hemos habituado a hacer luz donde hay oscuridad, nos basta oprimir un botón para conjurar fantasmas. El patio central y el sitio de mi casa de infancia eran espacios maravillosos de día, pero se convertían en lugares tenebrosos en cuanto llegaba la noche. Si tenía urgencia le decía a mi mamá que me acompañara al baño, que estaba retirado de la recámara, había que caminar por dos pasillos que siempre estaban en penumbra, la mínima sombra de las ramas que se movían con el viento provocaban figuras fantasmales en el piso y en las paredes. Para no sentirme tan solo, para evitar sonidos espectrales, prendí un radio de baterías que tengo y sintonicé una estación, no supe cuál, necesitaba oír voces humanas, sonidos musicales. Este radio es de marca Sony lo tengo desde hace muchísimos años, más de veinticinco. Me ha acompañado a muchos lugares. Abrí un archivo de Word y comencé a escribir la historia que se asomó cuando salí de la recámara. Pero que no estén verdes, como la vez pasada. Vas a ver si no las traés maduras, y tampoco que estén magulladas. Eso fue lo que dijo la mamá de Andrés. Éste tomó una morraleta, un pan y salió. Le gustaba y no ir a cortar estrellas. Le gustaba porque ahora bajaban como palomitas, pero la primera vez fue experiencia ingrata. La primera vez que fue, su primo Armando le prestó su resortera. Cuando llegó a lo alto del cerro, caminando en una senda polvosa, flanqueada por espinos, alzó la vista y vio muchas estrellas. Sintió la alegría que sienten los pescadores cuando ven la sombra que se mueve apresurada a mitad de la laguna. Se subió el cierre de la chamarra, se acuclilló, buscó una piedra de regular tamaño, redondita, la puso sobre la chapeta de la resortera, apuntó y soltó el disparo. Vio que había fallado. Lo intentó una y otra vez y nunca le dio a una estrella. Esa vez regresó triste y temeroso. ¿Y dónde está lo que te mandé a hacer, ah, idiota? ¿Cómo que no hay estrellas? Vení, indizuelo de porra, mirá, mirá, cuántas estrellas. Ahorita te vas y me traés unas, rapidito, si no, vas a ver la zurra que te meteré. Y Andrés volvió a salir. ¿Cómo hacerle? Fue a casa de Armando, le dijo que le regresaba su resortera y le contó que había fracasado. Armando le preguntó para qué había usado la resortera y cuando Andrés le contó, aquél se carcajeó. Ah, qué mudo sos. Tu mamá tiene razón. Las estrellas no se cortan tirándoles piedras. No, bobo. Armando le platicó que hay dos métodos certeros para atrapar estrellas. ¿Te acordás del cuento donde siembran habichuelas mágicas y crece un árbol que llega hasta el cielo? Bueno, esa es una manera, trepás al árbol y cuando llegás a lo más alto, agarrás las estrellas y listo. Es muy sencillo, pero, uy, lleva mucho tiempo, además es muy cansado; en cambio, si agarrás las habichuelas mágicas, las ponés en tus manos, las estrellas bajan solitas, porque les encanta comer habichuelas mágicas. ¿Por qué creés que hay lluvia de estrellas? Porque alguien les ofreció habichuelas. Y Armando le regaló un puñito de habichuelas mágicas. Le bastó a Andrés abrir la mano. Una estrella que estaba cerca bajó, posó uno de sus picos en el brazo y comenzó a lamer la habichuela. Andrés metió la estrella en la morraleta y la amarró. Regresó contento a su casa, silbó, dio brinquitos. No tuvo necesidad de subir a la montaña, la estrella llegó hasta su mano. ¿Sólo una? Bueno, menos mal que está de muy buen ver. Se la venderé a doña Elpidia, la del puesto que está al lado de la verdulería. Ella siempre paga bien cuando le llevo estrellas maduras y bonitas. Vaya, algo bueno hiciste hoy. Te dejé tu cena en la mesa, andá a comer y luego a dormir, mañana tenés que darle de comer a los pollos y a los cuches. Chequé la carga de la batería. Coloqué el cursor y señaló que quedaban cuatro minutos. Por fortuna el cuentito había llegado a su fin. Apagué la computadora. Ya estaba aclarando. Fui a la cocina, lavé, pelé y corté la fruta, para desayunar. Ya estaba con el tiempo encima para ir al colegio a trabajar. Sonreí. Pensé que los clásicos dicen: veni, vidi, vici, y yo, todas las mañanas digo: lavo, pelo y corto. Hay niveles, el mío es básico, elemental, pero es el aporte para vivir, para vencer.