martes, 22 de septiembre de 2009

COLABORACIÓN ESPECIAL PARA PALABRA ESCRITA



LA NOCHE EN QUE TARZÁN SE HOSPEDÓ EN EL HOTEL “LAGOS DE MONTEBELLO”

No existe un registro de los famosos que han estado en Comitán. Pero yo puedo decir que Tarzán se hospedó una noche en el Hotel “Los Lagos de Montebello”. Y no cualquier Tarzán, sino el primero, el legendario Johnny Weissmüller.
Pero antes de contar lo de Tarzán, diré que terminé haciéndole caso al doctor Roberto Gómez Alfaro (bueno, a medias). Un día, en el patio de su sanatorio, yo tomaba una Coca en lata cuando él salió de su consultorio con una taza de café en la mano. “No tomes aguas negras -me dijo- te invito un café chiapaneco”. Ahora ya no tomo Coca (ni tampoco tomo café). Y en esto me parezco un poco a Tarzán, porque él tampoco tomaba Coca ni café.
Lo que el doctor Gómez Alfaro no sabe es que yo tomaba Coca porque lo traía de la infancia. Mi papá fue distribuidor de ese refresco embotellado. Yo era niño y disfrutaba mucho el privilegio de ir a la bodega y tomar una botella a la hora que quisiera.
Pero no sólo disfrutaba el refresco. De vez en vez a Comitán llegaba un Camión que hacía promociones. A mi papá le regalaban vasos, charolas, plumas, cuadernos, juegos de dominó (en estuche de cuero) y llaveros. También le regalaban botellitas que eran lámparas. Y como una regla no escrita, pero sobreentendida, decía que lo que era de mi papá era mío, ya imaginarán en dónde terminaban los regalos.
La gente del pueblo sabía que con la llegada de ese Camión llegaba el cine. En algún parque instalaban una pantalla y, por las tardes, la función de cine comenzaba. Todo por patrocinio de la empresa refresquera.

Así, no fue raro que aquella tarde mi papá dijera que íbamos a ver cine. Lo extraño fue que, en lugar de ir a un parque, entramos al Hotel “Los Lagos de Montebello”. En el patio central, ahí donde todavía está una microselva, habían instalado la pantalla y sillas. El patio estaba lleno de gente. Las sillas fueron insuficientes, así que la gente se instaló en la segunda planta, incluso algunos niños intrépidos subieron a los árboles y se sentaron sobre las ramas. Nunca imaginé que eso era como un presagio de la maravilla que estaba por suceder.
En medio de la algarabía el proyector se encendió e iluminó la pantalla. En glorioso blanco y negro aparecieron los letreros y las primeras imágenes. Todo mundo se enteró que era una película de Tarzán, el Rey de los Monos. Los niños gritaron y dos o tres sombreros volaron por lo alto. Yo, al lado de mi papá, subí el cuello de mi abrigo y miré, maravillado, cómo Tarzán volaba de una liana a otra. Los demás niños treparon sobre las sillas y zapatearon cuando un león africano salió en medio de los árboles y se lanzó contra Tarzán. Éste cayó con el animal encima, pero abrió sus brazos y con ambas manos separó la mandíbula del animal. Todos los espectadores gritábamos para ayudar a que Tarzán lograra abrir por completo al león.
En ese instante, sobre la pantalla, apareció el letrero de Intermedio, y tres muchachos, vestidos de rojo y blanco, ofrecieron Coca Cola en vasos encerados, por en medio de las filas de sillas.
Ya se sabe que, al final, Tarzán venció. Se sabe que subió a un montículo y, como si su pecho fuera un tambor, se golpeó con ambos puños y gritó su clásico grito. El mismo grito que, ya viejo y un poco loco, Jonnhy lanzaba en su residencia de Acapulco (lugar donde murió).
Al otro día, cuando llegué a la escuela Matías, a mis compas les conté mi experiencia. Estos se burlaron cuando dije que Tarzán, a la hora del Intermedio, se había sentado en una de las ramas de los árboles del Hotel. Cuando la función reanudó, Tarzán se paró y volvió a meterse a la pantalla. Nadie me creyó, con excepción de Mario que también había asistido a la función. Mario -que era el madreador de la escuela- dijo que eso era cierto, dijo que él había estado arriba de un árbol y, cuando la función se suspendió, él había estado al lado de Tarzán. ¿Alguien no le creía? Todos quedaron callados. Tony, que era un niño tímido, se acercó a Mario y le preguntó: “¿Te dijo algo?”. Claro, dijo Mario, platicamos largo rato. Ya somos amigos. Y todo mundo le creyó. Y entonces seguí contando de la noche en que Tarzán se hospedó en el Hotel “Los Lagos”.

LAS BANQUETAS

¡“Banquetear” es lo máximo! En Tuxtla sacan las sillas a la banqueta. En Comitán no tenemos esa costumbre. Nosotros somos más pueblo. Los comitecos salimos a la calle y nos sentamos en la banqueta. La costumbre viene de mucho antes, de cuando no había televisión.
Banquetear es práctica de los barrios periféricos. Quienes viven en El Centro son más “exquisitos”. Los apellidos de renombre tenían su residencia cerca del Parque Central y nunca se sentaron en la banqueta. ¡Dios libre tal vulgaridad!
En cambio los de la Pilita Seca o los de la Cruz Grande, con apellidos más modestos, son banqueteros. Es conveniente decir que los banqueteros no son gente sin oficio, al contrario. Como a las cinco y media de la tarde, cuando ya hizo la faena diaria, el banquetero abre la puerta de su casa y se sienta sobre la banqueta (puede hacerlo en el borde o recargado sobre la pared pintada con cal y baba de nopal). Este simple movimiento es como una señal. Dos minutos después otro compa sale de su casa o del taller, camina y se topa con el banquetero y, sin pedir permiso, se sienta (a esta hora el cemento aún está calientito por el Sol de todo el día). Poco a poco el grupo se hace más grande. Desde ahí, los banqueteros miran pasar la vida, como si todo fuera una serie de televisión o una película; desde ahí los banqueteros se codean cuando pasa una muchacha que llena el pantalón stretch a plenitud (si alguno del grupo la “chulea”, la muchacha se hace la desentendida, aún cuando todo mundo sabe que ella pasa por ahí precisamente como si lo hiciera ante una pasarela, lo hace para motivar a la “perrada” y acrecentar su vanidad).
La banqueta es como boleto de ring side, como palco de lujo, donde los privilegiados miran pasar el mundo. Los banqueteros no necesitan subir a barcos o aviones para conocer el mundo. ¡No, no! El mundo pasa frente a ellos.
Todo se va dando a medida que la tarde cae. Cuando el Sol se oculta, las lámparas de la calle se encienden. A esa hora doña Mari saca una mesa y comienza a preparar las chalupas; su marido mete los refrescos embotellados adentro de una cubeta roja de plástico. Más allá, don Artemio saca “la taquera” con un foco de 100 por encima, para avisar que los tacos de surtida y de maciza ya están listos. La carne llena de grasa, la salsa verde picosa, el perejil y la cebolla finamente picados se ven a través de un cristal siempre empañado.
Los banqueteros forman una cofradía que recupera la tradición de la plática sabrosa. Desde la banqueta ven cómo el mundo cojea y tratan de componerlo (todo en medio del albur, de la frase ingeniosa, de la carcajada plena, de la hermandad). Si alguien dice la palabra cojea, otro, de inmediato, saca el chiste aquel del cojito que le dijo a la muchacha bonita: Adiós, sabrosa. ¡Apachurro! La muchacha se volteó muy molesta y respondió: “Pendejo éste, igualado. ¡Cojo feo!”, y el cojito, sonriendo, le dijo: ¿Coges feo? No importa, mi reina, yo te enseño. Pero no sólo chistes de cojos desfilan en la plática. Las noticias que Lolita Ayala dio en la tarde salen a relucir. ¿Ya supieron lo del fanático que secuestró un avión en Cancún? O, también, las noticias del "Diario de Comitán" brincan: Dicen que el Eduardo Ramírez se quedará en la presidencia un año y ocho meses más. ¡Pucha, suerte que tienen los que no se bañan! "¿Fueron al Grito?", pregunta otro, y uno más revira: “Grito el que dio tu hermana”. Y un tercero alburea: “Hermana ¡la macana!”. Todo con la cara sencilla que tiene la cofradía de los banqueteros. ¡Que Dios les dé mucha vida!