miércoles, 9 de septiembre de 2009

EN LAS BUENAS Y EN LAS MALAS



El tío Alfonso tenía tantos amigos que parecía un talabartero reuniendo tornillos o clavos. El día que cumplió ochenta y cuatro años de edad, su casa se convirtió en una romería, por tantos amigos que llegaron a felicitarlo. Los festejos tardaron dos días, con sus correspondientes noches.
Los hombres amistosos poseen la cualidad de ser un poco coleccionistas. Hay gente que colecciona timbres postales (bueno, había); gente que colecciona cajitas pintadas (su colección siempre estará incompleta si no tiene una maravillosa cajita pintada por Molinari); o gente que colecciona amigos (de esta estirpe era tío Alfonso). Él decía que, como los tamales, tenía amigos de dulce, de chile y de manteca.
Por esto -y de acuerdo con la ley de probabilidades- cuando el tío falleció, dos de sus amigos fallecieron ese mismo día. Las tres familias dolientes acordaron incinerar los cuerpos a la vez. Si habían estado reunidos en vida que lo siguieran estando en muerte, adujeron.
Al término de la ceremonia los dolientes recibieron urnas laqueadas conteniendo la ceniza revuelta de los tres amigos. El tío Armando -hermano de tío Alfonso- hizo una mueca de asco y escupió al piso; en voz baja le dijo a su esposa que no permitiera esta falta de respeto con sus restos mortales. “A mí me entierras a la antigüita, y solo, ¿oíste? ¡Solo!”, dijo.
Ayer tía Filogonia, esposa de tío Alfonso, me mandó un recado con la sirvienta. Me bañé y, con puntualidad inglesa, estuve en su casa a las cinco de la tarde. Su sirvienta abrió, me condujo a la biblioteca y me dijo que “la señora” ya me recibiría (no sé de dónde mi tía saca esas muchachas. Son como sirvientes de alguna novela alemana burguesa del siglo XVIII).
“Ay, hijito -dijo en cuanto entró con el pañuelo limpiándose los mocos- parece que la regué”. Se sentó a mi lado y me contó, mientras la sirvienta servía el té, en tazas de finísima porcelana, acompañado con galletas de avena.
Antenoche, la tía prendió una veladora y rezó un rosario por el alma de su difunto esposo. Dice que iba por el cuarto misterio cuando la puerta de la biblioteca se abrió y una ráfaga de aire helado le recorrió toda la espalda. Dejó el rosario sobre la mesa del altar y fue a cerrar la puerta, pero la misma serpiente fría la detuvo al recorrer su espalda de nuevo. Una voz, que parecía provenir de un pozo muy profundo, retumbó en todo el oratorio: “Onia, ¡no tengo piernas!”.
“¿Mirás, hijito? Sólo él me decía Onia. Ay, Dios, la regué”. Me acerqué y la abracé, le dije que no se preocupara. Me vio como si yo fuera el espíritu santo y, con el pañuelo, resignada, se secó las lágrimas y los mocos. “Tengo un amigo -le dije- que es ingeniero experto en separación de residuos, mediante un “Análisis Cromatográfico” determinará cuáles son los gránulos correspondientes a la entidad corpórea de tío Alfonso y los separará”.
Lo dije así porque tenía que dar rasgos de verosimilitud. Los lenguajes crípticos ayudan mucho cuando de impresionar se trata. La tía, en efecto, me creyó, fue por la urna y me la entregó.
A ella le dije que mi tío debía tener completas sus cenizas para que volviera “a caminar”, así que llamó por teléfono a las dos viudas cómplices, quienes de inmediato llevaron las otras urnas. “Ay -dijo una de ellas- Pancracio no se me ha aparecido, debe ser que también le falta algo. Capaz que sus ojos están en las cenizas del compadre Alfonso”.
Hoy en la mañana regresé las urnas. Mi tía abrió las manos y los ojos de manera generosa cuando le entregué la suya. Me preguntó cuánto debía por el servicio, le dije que nada, mi amigo, el ingeniero en cromatografía, también era amigo de tío Alfonso –seguí con la mentira- y no había cobrado un solo centavo. “Ya mirás que mi tío tenía amigos de todas las edades”, dije. “Sí -respondió ella, motivada- él decía que tenía amigos de dulce, de chile y de manteca”.
Debo acá aclarar que cuando tuve entre mis manos las tres urnas vacié las cenizas en una bolsa negra, de esas que sirven para guardar basura (claro, antes pedí perdón a los tres amigos) y llené las urnas con ceniza del fogón de la panadería de doña María. Más tarde fui hasta un lugar que en Comitán llamamos El Cenicero. Subí a un montículo y, al amparo de una luna llena brillantísima, abrí la bolsa negra y regué el contenido. Si murieron juntos que juntos vuelen, pensé.
Cuando regresé a casa recordé que el tío Armando es sabio pues insiste en la teoría aquella de: “Juntos, pero no revueltos”, como debe ser.