viernes, 16 de abril de 2010

PARA HACER UNA PELÍCULA




Sabino Bergman me llama por teléfono, me cita en su casa. Llego, me ofrece un vaso de vino y me apresura para que me siente en un mueble de ratán, mientras él se sienta tras su escritorio, prende la lámpara individual y me dice: “Te invito a que hagamos una película”. ¡Pucha, una película! Ya tiene escrito el guión y la lista de posibles actores. “El director -me dice- seré yo. ¿Te parece?” Digo que sí, que está bien, él será el productor, por lo tanto, puede nombrar de director a quien quiera. Sirve otro vaso de vino, me lo ofrece. Lo pongo al lado del otro vaso que sigue intocado.
Lo veo desde la distancia de dos metros. Intuyo que él se sienta siempre detrás de su escritorio para marcar no sólo la distancia física sino también la social. Que quede claro que él es el del apellido de prosapia, que él es el millonario. Su sillón es mullido. El mueble de ratán donde estoy sentado es bello, pero incómodo.
En pocas palabras me resume el guión: José Saramago, el escritor portugués que ganó el Nobel, llega a Comitán. Llega en el año 1952, a la edad de treinta años. El pueblo está metido en una dinámica especial en ese momento. Los constructores de la carretera han inundado el pueblo y, poco a poco, la tranquilidad y las costumbres de antes ¡desaparecen! No obstante, el pueblo no acepta a Saramago, se les hace un “huarachudo comunista”. Qué diferencia con los otros, con los “camineros”, ellos salen a trabajar desde temprano. Saramago se la pasa todo el día en el restaurante que está frente al parque, tomando café y redactando notas en un cuaderno. La gente comienza a verlo mal. Tal vez es un agente ruso. Habla muy raro. Total que un buen día decenas de personas se amotinan, van a la casa donde está hospedado, tiran su maleta a media calle, le prenden fuego y a él le dan un plazo de doce horas para que abandone el pueblo, para que abandone Chiapas, para que abandone el país. Muchos años después, cuando gana el Nobel de Literatura, alguien encuentra datos de su estancia en Comitán y lo da a conocer. Pero los tradicionalistas de siempre, digamos “los auténticos comitecos”, se estrujan las manos y procuran a toda costa que la historia no se sepa. Pero el descubridor cuenta que ya hizo contacto con el escritor y que él le dijo que en su próximo libro contará la verdadera historia de su estancia en Comitán. Los “auténticos” se sobresaltan, quieren impedir a toda costa que la historia se dé a conocer. “Ya no vendrán turistas”, alegan. “Seremos un pueblo marcado, como el pueblo de Canoa”, dice otro.
“¿Cómo la ves?”, me pregunta Sabino. Bien, bien, le digo. Y lo digo, porque hubo un momento en que la historia me atrapó. Es una historia locochona, le digo. “No, no -replica- es una historia verdadera”. Y me enseña un documento donde aparecen datos del pasaporte de un tipo llamado José Saramago, de nacionalidad Portuguesa; luego me enseña una foto donde aparece el mismo tipo sentado en una banca del parque central de Comitán.
“Saramago estuvo en Comitán y lo expulsaron, es de verdad”, concluye. Sabino se levanta, apaga la lámpara y me sirve otro vaso de vino. Yo lo pongo al lado de los otros dos, intocados. Se queda parado frente a mí y me pregunta si le entro al proyecto.
¿Y yo qué haría?, le pregunto. “Convencer a Pedro Armendáriz Jr., para que haga de Saramago, viejo en la película”.
Le agradezco, pero no acepto, le digo que tengo otro compromiso. Veo que él se molesta un poco. Levanta los tres vasos de vino y me extiende la mano. Yo salgo porque él se despide diciéndome: “Ya conoces el camino”.
Qué bueno que no le dije que estoy en tratos con Saramago para que hagamos una novela a cuatro manos, porque, de plano, ¡se enojaría en serio!