viernes, 30 de abril de 2010

EL FOGÓN DE LA CASA



A tío Merino lo encontré triste en su tienda. Parecía una de esas brasas de fogón que quedan en el rescoldo de la medianoche. Acomodó los cestos de mimbre sobre el mostrador y comenzó a limpiarlos. Me pasó una silla y, con melancolía, dijo que nunca, durante treinta y dos años, nunca había llegado un famoso a su tienda.
¿Por qué -dijo- nunca llegan los famosos a Comitán? Por acá nunca pasó Agustín Lara, María Félix ni Frank Sinatra. Acala ya nos ganó, pues por ahí anduvo José Alfredo Jiménez.
Según la teoría de tío Merino, los famosos llegan hasta San Cristóbal de Las Casas y, como si hubiese un muro invisible, nunca continúan el viaje.
“Un día de éstos”, le dije. No, no -comentó- ya perdí la esperanza. Ya estoy viejo, me hice viejo detrás de este mostrador y nunca, nunca, un famoso entró a comprar un perraje, un canasto o un plato de madera pirograbada. Y vio la pared vacía donde debía estar la foto del recuerdo. Él al lado del famoso escritor o cantante o artista de cine. La pared vacía, como, tal vez, vacíos su memoria y su corazón.
Cuando salí de la tienda algo como una lluvia de carencias me mojó. Los hombres vivimos día a día, y al anochecer nos acostamos con la pesadumbre de que algo se nos va quedando en el camino. Cuando nos detenemos ya nos hicimos viejos y esas carencias son como arrugas en el alma. En el camino del tío faltaba un famoso, cualquiera, hasta eso, no era preciso que fuera de los grandes ¡grandes! Bien podía ser alguien de “cierta altura” que llegara a su tienda, comprara un mantel bordado y se tomara una foto para cubrir la pared.
Cuando lo comenté con Alfonso García Diego, me dijo: “Adió, le hagamos su gusto al viejo”. Y, de inmediato, tomó el teléfono y comenzó a marcar a “sus contactos”. Oí algo como: “Sí, sí, hombre, acá es tu casa, por supuesto, te esperamos”. “Es Jorge De la Vega Domínguez”, me dijo, cuando colgó. Miré a mi amigo sentado detrás de su escritorio, con los zapatos sobre la superficie pulida del mueble de madera laqueada. Lo miré ¡inmenso! Pucha, pensé, hay gente que sí tiene clase. ¡Don Jorge estaría en Comitán e iría a visitar al viejo!
El 12 de abril, a las once con cuarenta y dos de la mañana recibí la llamada de Alfonso. “En cinco minutos pasamos por ti”. Esperé en la puerta. Subí a un auto negro. Alfonso conducía y a su lado iba don Jorge. ¡Mi amigo le cumpliría su deseo al tío!
Cuando me gana la emoción pierdo detalles. Diré que don Jorge bajó, husmeó entre los estantes y pidió una cajita laqueada. Intercambiaron dos o tres palabras, desde 1968, dijo el tío, y don Jorge sonrió y dijo que era toda una vida. Sí, toda una vida, dijo tío Merino. Yo saqué la cámara y a don Jorge le pedí de favor que pasara detrás del mostrador. En la foto está, de izquierda a derecha, el tío, con ambas manos sobre el mostrador; luego don Jorge, con el brazo derecho sobre el hombro del tío, y la mano izquierda sobre la caja laqueada que, a su vez, reposa sobre el mostrador de madera, pintado de verde pálido; por último está mi amigo, que ríe y no ve a la cámara sino a don Jorge.
Al día siguiente del suceso llegué a la tienda del tío. Con un paño rojo húmedo limpiaba un vaso de porcelana. Entré, abrí los brazos y le mostré la foto enmarcada. Con la mano izquierda cogí el clavo de concreto y lo martillé con la mano derecha. Le di la foto al tío y le dije que, por favor, hiciera el honor de colgarla. “Sólo porque me lo pides”, dijo y lo colgó con emoción equilibrada.
“¿Ya vio? -le dije- por fin se apareció un famoso por su tienda”. “¡Qué! -replicó-. No hombre, Jorge es de los nuestros, siempre que viene pasa a comprar de esas cajitas. Viene, nos saludamos y san se acabó”.
Bueno, le hicimos el intento. Creo que el tío tiene razón, ¡los famosos nunca llegan a Comitán! Ya nunca tío Merino tendrá la emoción de ver entrar a Fellini, a Marcello Mastroianni o a Greta Garbo.