miércoles, 19 de mayo de 2010

CARTA A DÁMARIS, DONDE SE CUENTA DE CÓMO EL CIELO ES AZUL



Querida Dámaris, esta columna periodística es una ventana donde se asoman los lectores; por esto, un principio básico establece su uso estricto para asuntos públicos. Pero vos y mis lectores y yo sabemos que, por la frecuencia en que nos vemos, somos como una familia; así pues, ahora uso esta columna para un asunto particular y lo hago con una garganta en el nudo. Con ese nudo que el destino te acaba de engarzar para siempre.
Me enteré la tarde de sábado, una tarde lluviosa. Acababa de regresar de un viaje al Parador Museo Santa María. Encendí la computadora y entré al blog de Luis Daniel Pulido y ahí leí un poema bien bonito que él te dedicó. En tres versos estaba descrito el nudo: “Supe, a eso de las dos de la tarde, / y por Nadia Villafuerte, / que tu mamá murió”.
Luis Daniel lo supo por Nadia y yo lo supe por él. ¿A vos quién te avisó? ¿Qué mano tomó tu mano para advertirte el instante en que la luz de tu mami se apagó en el cuarto?
Te escribo como si las palabras fueran un rescoldo de fogón, como si fueran aves posadas en el árbol que ahora crece solo en medio del patio. Te escribo porque sé que mis lectores y tus lectores también prenden una vela para acompañarte en este instante.
El poeta lo supo por la escritora y yo lo supe por la palabra del poeta. Por esto, ahora intento este abanico de palabras para avivar el fuego del anafre que es tu corazón. Pero vos y yo y Luis Daniel y Nadia y nadie sabemos que no hay palabra que sirva como vela para impulsar el barco de la ausencia de tu mamá; vos y yo sabemos que el cielo es azul de día, cuando el sol juega, pero ¿adónde se va la luz cuando los ojos se cierran? ¿Adónde está ahora el sueño de la vida?
Las palabras no sirven de nada. La palabra del hombre es como él: ¡frágil! Frágil el lazo que detiene el columpio, el tablón del desván, el puente que une dos orillas. Frágil el cristal de la ventana, el espejo del armario, el hilo de la memoria. Frágil la taza donde bebemos el café, el alambre donde intentamos el equilibrio, la distancia entre la luz y la sombra. La palabra es como el agua, se evapora con el más leve toque del fuego.
Los hombres somos frágiles, por esto enredamos nuestra garganta en el nudo, como si nos soñáramos canarios y nuestro canto pudiese ser el hilo infinito.
Vos y yo sabemos que no hay palabra brasa, no hay palabra ungüento. Los que saben dicen que el vacío lo calienta el agua del tiempo. Mientras eso sucede, ahora que la teja de tu techo está húmeda, podés invocar el silencio, porque ahí está la palabra de Dios. La única que no tiene asideros en gargantas ni en nudos; la única que es como el hielo eterno.
Sé que nuestros lectores disculpan que esta Arenilla cuente algo tan tuyo, tan infusión de tu alma. Lo sé, porque después de nada, cada vez que una madre se ausenta algo de la luz de este mundo se extravía.
Ahora vas a querer tocar la mano de tu mamá y tu mano se quedará suspendida en el vacío. No intentés, querida Dámaris, palpar las alas de tu mami en el exterior. ¡No la hallarás ya más! Poné la mano en tu corazón, ¡ahí está tu mami luminosa! A partir de hoy ahí estará siempre. Los humanos nos resistimos a aceptarlo, pero Dios es misericordioso y nos hace la travesura del enroque para que siempre, siempre, la luz de los ausentes brille en nuestro interior ¡por toda la eternidad! ¿En dónde más cerca el corazón de la madre que en el corazón de la hija? Un abrazo, bonita. Un abrazo con todo mi afecto para vos y para los lectores que son generosos y permiten estos abrazos íntimos en público.