miércoles, 5 de mayo de 2010

LOS TEMPLOS DE LA VIDA



Todo comenzó antier en casa de Mariana. Me dijo que pondría un disco con la canción Italia. Yo esperaba algo con acordeón, pero resultó la trompeta de Botti acompañada con la voz de Andrea Bocelli. Un viento de luz tocó la ventana.
Aprendí a amar a las grandes ciudades a través de fotografías en libros. Roma, París, Florencia, Praga y otras ciudades europeas me fascinaron. Sus calles, sus plazas, cafés, mercados se confundieron en mi espacio comiteco. No fue necesario caminar al lado del Sena para sentir el viento fresco de las cinco de la tarde; ni fue preciso sentarme en una banca de la Plaza de San Marcos, en Venecia, para sentir el aleteo de sus cientos de palomas; ni oír las risas de los italianos en las calles de Florencia para saber que en el norte de Italia mis orígenes están enredados.
Amé, por encima de todas las edificaciones, a las grandes catedrales. Soñé varias noches con Nuestra Señora de París o con la Basílica de San Pedro. Me imponían sus muros que siempre miran al cielo. Cuando viví en Puebla iba, de vez a vez, a la Catedral, me sentaba en un extremo del atrio y dejaba que la fachada imponente me envolviera.
Ahora ya no amo esos templos. El otro día leí un libro de Jorge Martínez, “El Cristianismo y las Culturas Indígenas”, y leí lo que siempre intuí. La magnificencia de las catedrales de la Nueva España se fincó en el trabajo y en la explotación de indígenas.
El otro día fui a San Cristóbal de Las Casas, di un paseo por el templo de Santo Domingo y ya no pude evitar pensar en el sufrimiento de cientos de indígenas. El arte cedió paso a una especie de compasión. Compasión absurda pues ya tiene tantísimos años que parece no tener sustento. Sin embargo, vi a ese templo como un monumento al horror, un poco como si alguien se maravillara ante los campos de concentración. Sé que esto es una exageración, pero no pude evitar el nudo sobre la viga azul del cielo.
Me alejé del templo, me senté en una banca del parque y me dediqué a observar dos palomas que intentaban el vuelo.
Cuando regresé a Comitán le pedí a Mariana me llevara a la casa de Humberto, que está por un poblado que se llama Cash. La casa de Humberto es una construcción humilde de adobe. El día que el padre Ramón la bendijo, Humberto me invitó a estar presente. Esa tarde, mientras Rosario, su mujer, servía la comida sobre la mesa de madera cubierta por un mantel blanco con bordados en hilos dorados y amarillos, Humberto dijo que construir esa casa le había llevado dos años: “la hice con mis propias manos”, confirmó y sonrió satisfecho, mientras el padre pedía otra copita de ron.
“¿Y a qué debo el milagro?”, dijo Humberto, cuando Mariana y yo bajamos del carro. Nos invitó a sentarnos en el corredor y Rosario nos sirvió dos vasos con limonada bronca (ella sabe que no tomo refresco con dulce). Juntos vimos caer la tarde. Humberto y Mariana y Rosario hablaron, yo casi no hablé. Humberto entendió, porque cuando nos despedimos, me dijo: “Ya entendí qué querías, viniste por la mazorca del silencio”, y me dio un abrazo.
Algo en mí ha cambiado. Sigo amando a las grandes extensiones de viñedos, los grandes ríos, los grandes cielos de Europa, pero ya no me seducen las grandes construcciones del hombre. ¿Con qué argamasa está hecho el Coliseo Romano, con qué lava se formó la escalinata del Templo Mayor?
Hoy prefiero, por encima de la Capilla Sixtina, el techo ahumado de la cocina de la casa de Humberto y Rosario. Lo prefiero porque Humberto, con sus manos, construyó el techo donde duermen su mujer y sus hijos; donde duermen sus propios sueños. Lo prefiero ante las grandes construcciones que construyeron los que son como Humberto y no tuvieron la dicha de dormir bajo lo que sus manos diseñaron, porque esas casas estaban destinadas para el sueño de príncipes, de reyes, de hacendados; hechuras para el sueño de Dios. ¡Qué absurdo!
Hoy paso al lado de las grandes murallas y veo hacia el otro lado, hacia donde el horizonte es más modesto, más humilde. Hoy, le pido a Mariana ponga la canción Italia y pienso que Botty y Bocelli construyen con viento una soberbia construcción sobre los cielos de Comitán y de mi corazón.