miércoles, 12 de mayo de 2010

CARTA A MARIANA, DONDE SE CUENTA CÓMO LOS SILLONES DUERMEN DE MÁS



Querida Mariana: tío Mariano contaba la historia del sillón dormilón. Ah, qué cuento más bonito. No recuerdo bien cómo iba, pero la cosa es que el sillón -Salomón, se llamaba- era muy flojo y despertaba alterado cada vez que alguien se sentaba sobre él. Su mamá siempre lo regañaba y le decía que su misión era estar despierto para cuando alguien requiriera de él, pero al tal Salomón le disgustaba tener que ser un esclavo. Le enojaba que alguien, a la hora que fuera, no tuviera piedad y lo despertara al depositar su anatomía. Por esto, un día se le ocurrió rasgar sus vestiduras a fin de que los resortes brincaran y nadie volviera a sentarse sobre él. “¡Ah, pensó, seré feliz el día que todo mundo me ignore!”. Convocó a sus amigos ratones, les contó su deseo y ellos hicieron su labor. Por las noches, a la hora que todo mundo dormía en casa, los ratones salían de su escondite, corrían de puntillas por el corredor, entraban a la sala y le daban duro al tapiz de tela de color amarillo con flores azules (parecía un cuadro de Miró). Hubo una noche que debieron laborar horas extras a fin de que en la mañana del domingo el sillón estuviera inservible. Cuando la señora de la casa entró a la sala dio un grito que despertó a medio mundo. Todos acudieron presurosos y hallaron a la señora sobre una silla. Estaba aterrada, señalaba con el índice el grupo de ratas que había acabado con el sillón. El sillón estaba feliz porque, como si fueran dientes en medio de una sonrisa, todos los resortes estaban expuestos. Tal como el sillón lo predijo, los sirvientes de la casa lo llevaron a la bodega y lo aventaron al lado de objetos inservibles.
Cuando el tío Mariano llegaba a este momento de su narración nos veía fijamente a todos y guardaba silencio. Los niños a su alrededor le urgíamos a que acabara el cuento, pero el viejo mordía un palillo de madera y sonreía. “Adió, jodido, el cuento acaba ahí”. Se paraba y desde la puerta preguntaba: “A ver quién es el gallito que le encuentra la moraleja al cuento” y desaparecía. Mario, quien siempre fue un niño precoz, doblaba su brazo con cierto coraje y, entre labios, le mentaba la madre al tío. Todos nos quedábamos con la misma sensación. “Moraleja, moraleja -Mario decía-, las fábulas tienen moraleja, no los pinches cuentos”. Y nosotros, María, Juanito y yo, asentíamos. ¡Los cuentos cuentan!, y punto.
El otro día intenté darle un final al cuento del sillón Salomón, pero no lo logré. Más bien le encontré la moraleja: “No dejes que alguien se siente sobre ti, siempre”. Los demás se pueden recargar en vos para descansar un rato, pero nunca permitás que te agarren como sillón. Porque hay gente abusiva que, sin importar la hora, te quieren agarrar de sentadera. ¡Mandalos a volar, Mariana!
P.D. Fijate, Mariana bonita, que hace dos días fuimos a la casa del abuelo, entramos a la bodega y hallamos a Salomón; es decir, el sillón no es producto de ficción. Ahora sí que como dicen los clásicos, la historia del tío estaba basada en hechos reales. El sillón estaba encima de una montaña de cajas deshechas y de sillas sin patas. María, quien siempre ha sido muy inocente (en el buen sentido infantil), le preguntó al sillón si estaba contento ahí adentro, en medio de la oscuridad y de la soledad total. Cuando salimos, me acerqué a María y, con inocencia pueril, le pregunté qué le había respondido Salomón. Mi afecto me vio con carita de canario y me dijo que el sillón estaba triste, extrañaba la presencia de los humanos. ¿Mirás, Mariana? Ahora tendré que modificar la moraleja. Bien dice el Maestro Jorge: “Todo es un atole”.