miércoles, 26 de mayo de 2010

SOBRE LAS ALAS DE FUEGO



El rumor corrió por todas las calles. En el “Hotel Internacional” está hospedado el hombre que vio el ángel. El frente del hotel está lleno de personas que, con avidez, miran hacia el segundo piso. Esperan que Ausencio se asome y los salude desde el balcón, antes de la entrevista que concederá a los enviados de Televisa. Dicen que Susana Solís acudirá y tendrá un enlace en vivo con Loret de Mola.
El rumor cuenta que hace dos noches, Ausencio entró a la cantina, a la hora que salió del taller. Se sentó en la mesa que ocupa siempre, en la esquina más oscura del local, cerca del mingitorio y de la ventana que da al callejón. La mesera se acercó, acarició la mano del ciego y luego se asomó por la ventana y vio al perro atento, debajo de la ventana, en actitud de permanente cuidado de su amo. Ella tomó unos trozos de pan y los aventó por la ventana, oyó cómo el perro los olisqueó y luego los comió. Ausencio sonrió, desplazó su mano sobre la mesa de madera, tomó un trozo de pan y le untó mantequilla. La mesera fue y volvió, abrió la cerveza ante él y aunque sabía que no podía verlo se le hacía un acto de honestidad abrir la botella enfrente del cliente. En los últimos tiempos los clientes desconfiaban de todo, corrían muchas historias de lugares donde a las bebidas les echaban narcóticos y asaltaban a los clientes o los asesinaban para amputarles los órganos.
Ausencio palpó la cerveza y comprobó que estaba helada, al punto. Dio dos tragos generosos y su boca se llenó de espuma. María, con cuidado, le pasó su servilleta por los labios. Ausencio sonrió. Ella lo dejó pues alguien, dos mesas más allá, le pidió una ronda de cervezas. Escuchó unos pasos de hombre y luego el ruido de unas monedas. La rocola comenzó a tocar una canción de José Alfredo. Cerca de donde estaba sentado el ciego alguien comenzó a tararear la canción, con mucho sentimiento, como si tuviera clavado alguna espina en el corazón.
Ausencio supo que “Duque” había terminado el pan y le silbó. El perro ladró, una, dos, tres veces. Ladró de más. El tercer ladrido indicó que alguien se acercaba. Ausencio levantó su cara y aguzó el oído, como si fuera un venado y pretendiera olisquear la presencia de un humano. Su nariz detectó el aroma de un humano, pero no alcanzó a escuchar los pasos. “Duque” volvió a ladrar, el ciego no supo hacia qué rumbo caminaba el desconocido o si se había detenido frente a la puerta de la cantina. El callejón era el paso obligado para ir a San Sebastián, si se caminaba de derecha a izquierda, o para ir a La Cruz Grande, si se caminaba en sentido contrario. Colocó sus manos sobre la mesa y esperó. ¡No oyó algo! El perro se mostraba inquieto y ladró como si fuera medianoche y algún fantasma corriera por la calle.
La cortina de carrizos de la cantina se movió y un hombre entró. Ausencio olió al hombre, olió el sudor de su cuerpo. Llevaba más de diez días sin bañarse; su camino, sin duda, había sido extenuante. ¿Quién sabe desde cuándo anda errante? Pero, por más que intentó oír sus pasos no logró escuchar más que la voz distante, cerca de la barra, al pedir una cerveza, la misma que el ciego tomaba. Sintió el olor más acre y supo que el hombre estaba sentado a pocos pasos de él, sentado en la misma mesa. Ausencio venció un temor inexplicable y volteó hacia donde estaba el forastero y fue cuando supo que era un ángel. La luz que emanaba de él era tan intensa que incluso él, que no se alteraba a la hora que alzaba la cara al Sol, debió cerrar los ojos para que no le hiriera. “¡María!”, gritó, pero la mesera nunca acudió porque todo mundo corría alterado de un lado para otro, se tropezaba en las mesas y contra las paredes.
Al otro día se supo que todos habían quedado ciegos. Nadie sabe explicar qué pasó. Hay rumores de la visita de un extraterrestre, porque tres campesinos juran haber visto “un como platillo volador plateado”. Sólo Ausencio insiste en decir que era un ángel porque tocó sus alas.
Ahora la gente espera que él salga y, ante la televisión nacional, cuente lo que pasó. Mientras tanto, en el Hospital recién inaugurado, catorce personas, doce hombres y dos mujeres, reciben atención médica y se enteran que nunca más volverán a ver porque sus retinas fueron quemadas por una luz intensísima.