sábado, 7 de abril de 2018

CARTA A MARIANA, CON GATO CASERO




Querida Mariana: Soy como un gato de casa. Me cuentan que muchos gatos salen de noche a hacer travesuras, que se trepan en los tejados y viven experiencias nocturnas. No lo sé. El doctor Rubén Álvarez Solís ha subido fotografías en el Facebook donde muestra cómo su gato desaparece por espacio de dos o tres días de su casa. Regresa. Regresa como regresan esos barcos que han sido atacados por piratas. Encalla en el puerto de nuevo y, pasado un tiempo, vuelve a salir. El Misha, que es el gato de la casa, gato que ha vivido con nosotros ya más de doce o trece años, nunca ha salido de casa, salvo cuando Paty lo lleva con el veterinario. Jamás sale de casa, es igual que yo: gato casero. Se lo regalaron a mi Paty, en Puebla, cuando tenía dos o tres meses de edad. Era un gato pequeño, nada advertía que sería el gato majestuoso que es hoy. Cuando Paty lo lleva al veterinario no falta el niño que, al verlo, pregunta: “¿Qué animal es?”. Si nosotros respondiéramos que es un puma blanco, nos lo creerían; si dijéramos que es un dinosaurio peludo pequeño ¡nos lo creerían! Es un gato Real, no de realidad, sino de Realeza. Es un gato casero. Creo que así eran los gatos del escritor Carlos Monsiváis. Cuando veo fotografías donde está Carlos Monsiváis rodeado de sus gatos, a éstos los veo tranquilos, contentos de estar a salvo de los peligros de las calles.
Yo soy como el Misha. Por eso, porque soy escaso para la calle, admiro a todos aquellos que son gatos callejeros o, sobre todo, gatos montañeses. Admiro a mis amigos que salen en las noches (no necesariamente a buscar lo que buscan los gatos en los tejados), me encanta ver sus fotografías a la hora que toman un café o una cerveza rodeados de más amigos. A veces van a bailar y veo las fotografías donde hay muchas otras personas fumando, bailando, escuchando música, platicando, bebiendo un güisqui o tomando una limonada. Sé que ellos buscan la pausa en la sensualidad de la noche. Después de un día de trabajo forman una burbuja nocturnal amistosa.
Pero más que esos gatos callejeros o antreros admiro a los gatos montañeses; es decir, esos gatos que abandonan la ciudad para enredarse en bosques, ríos o lagunas o montañas. Los gatos mareños o playeros no merecen mucho mi admiración. Los gatos que más admiro son los montañeses, los que, con cuerdas y piolets, trepan a las montañas. Me encanta saber que su filosofía, en ese instante supremo, es la del ascenso permanente. Deben subir y subir y subir. Hacen pausas sólo para recuperar fuerzas y seguir en esa encomienda que nadie les ha impuesto.
Creo que los gatos más hermosos son los montañeses. Saben que son gatos, sin embargo, hay un misterio de pájaro en sus ideales. Cuando llegan a la cima de una montaña saben que siguen con los pies bien puestos sobre la tierra, pero su mirada es como la de un águila.
Hubo un tiempo (hace muchos, muchos años) que, en compañía de Javier, subía al Junchavín, que, como sabés, es un cerro cercano a Comitán, un cerro donde existe una pirámide, porque (no sé, los expertos sabrán) debió ser un centro ceremonial prehispánico. Subíamos algún sábado. El viernes previo, Javier me decía que al otro día fuéramos al Junchavín. Yo decía que sí. Íbamos al restaurante July a comprar seis tortas de pierna, tres para cada uno (Quique nos había enseñado que las mejores tortas para ir de día de campo eran las del July. Las de tío Jul no servían. Las tortas del July tienen un pan especial que permite que al otro día, al sacarlas del refrigerador estén casi intactas. Las de tío Jul se aguadaban). La mamá de Javier, la noche del viernes, preparaba limonada y la colocaba en un termo. Así, con el bastimento preparado, Javier y yo caminábamos por la carretera que va a Quijá. Como todo gato montañés, hacíamos pausas. La primera era frente al templo de la Cruz Grande. Ahí (en una banqueta frente al templo, que como es alta sirve también como banca) nos sentábamos y comíamos la primera torta. Javier abría el termo y servía un poco de limonada en el propio vaso del termo y la compartíamos.
La segunda pausa la hacíamos al llegar al entronque de la carretera con la falda del cerro. Nos sentábamos sobre piedras y comíamos la segunda torta (cuando le platicaba a mi mamá la aventura, ella decía que sólo salíamos para comer, que éramos unos “gatos” tragones). A partir de ahí, el ascenso se hacía más difícil, porque debíamos seguir una brecha resbalosa, por las piedras sueltas, y cuidarnos de las ramas (en más de una ocasión terminamos con raspones en los brazos, manos y en las caras y con los pantalones rasgados por alguna caída). Esta última etapa la hacíamos sin pausas intermedias, porque como era difícil el ascenso, el ritmo de nuestros pies era como el de una danta embarazada.
¿Cuántos años de edad tenía en ese tiempo? Unos dieciséis años o diecisiete. En ese tiempo era todo lo contrario de lo que ahora soy: era un gato callejero casi al ciento por ciento. Casi no estaba en mi casa, iba a la escuela, al cine, al parque; iba con los amigos al campo para jugar béisbol o en la cantina para tomar unas cervezas y una o dos botellas de licor; iba a los bailes, caminaba por las calles a las doce de la noche; nos subíamos al carro de Jorge y estábamos dale que dale vuelta al parque central. Por eso, porque viví todas las experiencias, ahora puedo decirte que el asombro y el disfrute estaba cuando me convertía en gato montañés. Ninguna de todas las demás experiencias podía compararse con la de estar arriba del Junchavín. Cuando Javier y yo llegábamos a lo más alto, algo como un río de aire nos envolvía, nos sentábamos y comíamos la tercera torta y bebíamos limonada a sorbos. ¿Me creerías si te digo que ese simple acto de comer la torta del July tenía su propia magia? Esto lo sabe cualquiera que va de día de campo a un bosque. La primera torta la comíamos (ya lo dije) frente al templo, sentados en una banqueta-banco. Ahí veíamos a personas que iban a misa o al mercado o a la escuela o al trabajo; veíamos los carros que pasaban frente a nosotros. La segunda torta la comíamos a la orilla de la carretera, en la falda del cerro, ahí el paisaje se modificaba, era como una mezcla entre el cemento y la tierra. En lugar de la fachada del templo ya advertíamos un ligero bosque y el intenso azul del cielo parecía dominar el entorno, pero todavía teníamos enfrente la cinta de cemento de la carretera. En cambio, la tercera torta la comíamos al lado de la pirámide del Junchavín, a la sombra de un árbol. La piedra milenaria y el aire y el bosque y el cielo y las nubes y el silencio eran nuestros aliados. Esa diferencia (lo sabíamos) era esencial. Ese instante era sublime, poderoso, divino. Ningún otro instante lo superaba, ni siquiera el momento de estar con la novia (yo no tenía, pero miraba que la cara de Javier -que sí tenía novia- tenía otro brillo, era más deslumbrante cuando estábamos en la cima del Junchavín que cuando estaba con su novia). Nada se comparaba con aquel disfrute, ni siquiera con el momento en que estábamos en el rancho del papá de Jorge o cuando íbamos al estadio a ver un partido de fútbol, ni cuando estábamos en el cine o en el parque o cuando tomábamos cerveza en “La jungla”. Nada se comparaba con aquel momento en que Javier y yo estábamos arriba, comiendo una torta, escuchando los murmullos de lo que estaba tendido a nuestros pies. Escuchábamos el canto de los pájaros, algún rumor entre las hojas secas (que podía provenir de un ratón o de una culebra); veíamos el desplazamiento de las nubes y casi podíamos escuchar cómo se movían. Allá arriba escuchábamos los sonidos que se daban en la ciudad: algún claxon de auto, un desorientado canto de un gallo, los gritos de niños que jugaban a saltar la cuerda, el vuelo de alguna garza. Escuchábamos algunos gritos, pero nos llegaban atenuados, sin la bofetada agresiva que se da cuando se producen en el mismo plano. No lo intuíamos bien, pero la diferencia se establecía porque nosotros estábamos cerca de las nubes. Todos nuestros sentidos se alertaban, pero lo hacían de manera armónica. Mirábamos (en mañanas despejadas y clarísimas) todo el valle y más allá, en el horizonte, la cadena montañosa de Guatemala (los Cuchumatanes). Esa cordillera estaba a cientos de kilómetros y, sin embargo, estaba a la mano de nuestra mirada. Mucho más cerca, casi la tocábamos, estaba la Ciénega y cuando Javier decía que debíamos ir una mañana a ese lugar yo le decía que no, que mejor regresáramos al Junchavín y Javier, sin mucho pensarlo, decía que yo tenía razón y nos poníamos de acuerdo para ir a comprar las tortas del July para regresar al siguiente sábado.
Posdata: Ahora ya soy como el Misha, soy un gato casero. Salgo muy poco y no subo a montañas como el Junchavín. El otro día leí en el Diario de Comitán-Noticias a Diario (el diario más leído de Comitán) que una persona había sido asaltada en la carretera que va de la Cruz Grande a Quijá. Ya existe mucha inseguridad. Es una pena, porque, al menos para mí, caminar por esa pendiente era un disfrute enormísimo. En dos ocasiones, cuando estábamos arriba comenzó una ligera llovizna. No existen palabras suficientes para describir esa sensación. Ahí, las gotas de lluvia caían de manera libre y todo era como si en lugar de gotas llovieran pétalos de agua, pétalos dulcísimos que caían para decirnos que ahí estábamos más cerca del cielo, más cerca de lo divino.