martes, 17 de abril de 2018

SIEMPRE




“Como siempre, ¿verdad?”. Esto fue lo que me dijo el peluquero. Dije que sí. Él, silbando, comenzó su labor de botar el cabello sobrante, con la tijera.
Siempre que voy a la peluquería tengo dos sensaciones: una, de desasosiego, y otra, de alegría.
Ya he dicho que no disfruto el trance de sentarme en el sillón del peluquero (ya falleció el maestro que desde niño me cortó el cabello y con quien me sentía muy bien). Pero, siento alegría cuando entro al local y advierto que tiene espejos en todas las paredes y hay un juego donde las imágenes se repiten de manera divertida, como si trataran de explicar esa teoría de los universos paralelos.
La sensación de desasosiego la tengo porque recuerdo un muy buen cuento de Nabokov, donde narra el instante que un hombre se sienta en el sillón y el peluquero lo reconoce como el tipo que lo humilló en un campo de concentración (o algo así). Veo la navaja del peluquero y una gota de sudor recorre mi columna, al recordar que el peluquero del cuento sostiene la navaja y la coloca sobre el cuello del hombre, quien ignora que el peluquero lo ha reconocido y en su mente y en su corazón brotan sensaciones de odio y de coraje.
Pero, ahora que me senté, olvidé mi desasosiego, porque el peluquero me dijo: “Como siempre, ¿verdad?”. Me sentí bien. Como si estuviera en casa, con alguien de toda mi confianza, porque esas palabras sólo pueden decirse cuando hay una cuerda de afecto. El “Como siempre” me indicó que él soltaba un barco en mi mar y yo mantenía mis aguas sin tormenta.
Pero, luego pensé que ese “Como siempre” no “siempre” fue tan afectuoso, no “siempre” tuvo la carga de afecto que empleó el peluquero.
Mi mamá (cuando yo estudiaba la preparatoria) me soltó las frases varias veces y sonaba como reclamo. En dos o tres (o más ocasiones) mi mamá me dijo: “Anoche viniste tomado otra vez”, y al final, soltaba el “Como siempre”. Yo, apenado (y un poco crudo) nada decía, sólo bajaba la cabeza, pero tenía ganas de explicarle a mi mamá el significado de “Como siempre”; deseaba decirle que de las trescientas sesenta y cinco noches que tenía el año, un noventa y ocho punto nueve porcentual llegaba en completo estado de sobriedad, sin comer ni siquiera un curtidito, pero no lo decía, porque la cautela recomendaba hacer silencio y recibir el regaño y la posterior recomendación de mi mamá que concluía invocando a Dios (eso sí lo hacía ella siempre): “Que Dios se apiade de vos”.
Cuando estudiaba en la UNAM, me enamoré de una amiga (ella no se enamoró). A pesar de que nunca fuimos novios, ella me trataba como si fuera mi esposa y, a cada rato, le brotaba el síndrome del “Como siempre”, que yo conocía al dedillo. Cuando caminábamos por “Las Islas”, ese espacio lleno de cielo en Ciudad Universitaria, y pasaba una muchacha bonita a mi lado, yo (siempre lo he reconocido) no podía evitar mirar su busto. Mi amiga, como si metiera una llave en mi brazo, le daba vuelta sobre mi piel, y me decía: “Ahí estás de caliente, ¡como siempre!”. Yo le explicaba lo que siempre he explicado: Que lo mío no es lujuria, sino lección de anatomía para los cuadros que pinto y que, en su mayoría, son pinturas figurativas (Dichoso Diego Rivera, quien siempre tuvo un estudio con mucha luz y él tuvo el suficiente dinero para pagar a una chica profesional que le servía de modelo de las mujeres que pintó en sus murales y en sus cuadros de caballete). Bromeaba con mi amiga y le comentaba que ella debía posar desnuda para mí. Ella decía: “Como siempre, sales con tus babosadas”, le daba vuelta a la hoja (un poco como pensando que a palabras necias oídos sordos) y me invitaba a comer una torta en la cafetería de la Facultad de Filosofía.
Ahora pienso que el “Como siempre” debería estar reservado para las ocasiones luminosas, para los espacios donde suena como un puente afectuoso. Me encantaría que la chica dijera a su amado: “Te lo hago como siempre, ¿verdad?” y él, con cara de pan envinado, dijera que sí, como siempre, y ella se parara del sofá de la sala y caminara hacia la cocina para prepararle el pan compuesto como a él le gusta. Me encantaría que él le dijera a su chica amada: “¿Quieres que te consienta como siempre?”, y ella dijera que sí, como siempre, y él colocara una almohada en su cabeza, subiera los pies de ella en el sofá y, con un poco de aceite, le diera un masaje que fuera como un paseo por una playa tibia a las seis de la tarde.
Cuando el peluquero me dijo que ya había terminado yo me bajé del sillón y pregunté cuánto debía y el maestro peluquero volvió a sorprenderme: “Lo de siempre”, respondió, y yo busqué el billete en mi billetera y dije que así estaba bien, que no me diera cambio, lo hice como siempre lo he hecho, desde que frecuento esa peluquería donde me siento bien y olvido mi desasosiego Nabokoviano.