lunes, 23 de abril de 2018

CARTA A MARIANA, DONDE SE HABLA DE UNA RAZA EXTRAÑA QUE ES CONOCIDA CON EL NOMBRE DE ESCRITOR




Querida Mariana: La siguiente cita: “Soy mejor escribiendo que hablando”, podría ser dicha por cualquier escritor. Bueno, hay un dos por ciento de escritores que son buenos con la palabra oral; y hay un ochenta y nueve por ciento que no son buenos hablando ni escribiendo, a pesar de que se asuman como escritores.
De los primeros (de los que hablaban bien) puedo mencionar a Carlos Fuentes y a Carlos Monsiváis, y por ahí se colaba Rosario Castellanos. Fuentes era como una mantarraya en el océano del verbo. ¿Qué decir de Monsiváis? Era tal su desborde de palabras que se atragantaba con su propia saliva.
Pero quien recientemente dijo lo de “Soy mejor escribiendo que hablando” fue Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura. Lo dijo en España, un poco resignado porque iba a una charla con periodistas y lectores; es decir, no le quedó más que enhebrar un discurso improvisado. Si le hubiesen dado a elegir entre escribir o hablar en ese instante hubiera elegido, mil veces, la de escribir.
A mí me encantó lo que Pamuk dijo porque siempre he pensado lo mismo de mí: Soy mejor escribiendo que hablando; es decir, me asumo como escritor y no como hablador. Por eso, igual que Pamuk (salvadas las distancias que deben salvarse siempre que se menciona a un famoso), procuro no participar en reuniones donde soy sometido como si fuera un hereje frente a ejecutores del Santo Oficio. Porque, la verdad, los periodistas y los lectores asumen que un escritor debe responder de manera puntual a las preguntas inquisitoriales que ellos avientan, que avientan como si uno fuese el negro de las ferias, el que saca la cabeza por un ventanillo para que le den en la mera nariz. Un día (lo juro) un compañero periodista (en un encuentro literario) levantó la mano como niño de escuela y aventó la pregunta: “Usted ¿está a favor de que talen los árboles para que hagan libros?”. La pregunta (como ya advirtió el lector de esta Arenilla) era cruel. Vi al periodista como si tuviera una motosierra y, en lugar de talar un árbol, quisiera cercenarme la cabeza, parcela donde mi imaginación tiene su nido. Al final de la reunión, Mario me felicitó: “Lo pusiste en su lugar”, se refería al periodista. Ya no recordaba qué había respondido. ¿Cómo recordarlo si me habían puesto frente a un pelotón de fusilamiento? Mario dijo que respondí, más o menos, de la siguiente manera: “No. Estoy a favor de que, los árboles talados y convertidos en libros, oxigenen los cerebros de los niños y jóvenes para que hagan preguntas inteligentes”. ¡No, no!, le dije a Mario que yo no había dicho eso, pero él juró que sí, que me había visto muy bien, eso dijo. Bueno, pudo ser, porque como Pamuk sostiene, muchos escritores somos mejores escribiendo que hablando.
Siempre he sostenido, querida Mariana, que el tiempo (tempo) de la escritura es muy diferente al de la oralidad. El que habla corta hojas (árboles, a veces), en cambio, el que escribe descuelga nubes. Como es comprensible, el acto de descolgar nubes exige, como la canción, una escalera grande y otra chiquita, la escalera grande está dada por el sustrato del conocimiento común, pero la escalera chiquita está formada por escalones con ladrillos de amaranto o de menta. El ascenso por esta escalera es tenue, casi paso de tigre frente al ciervo. No debe moverse ni una sola hoja del árbol (del árbol que, tal vez, el talador está a punto de derribar). Para descolgar nubes es preciso que exista algo como un río de aire limpio.
Posdata: Como mirás, Pamuk tiene razón. Sus libros son de gran riqueza intelectual. Por compromisos de las editoriales o de la avalancha de mercadotecnia se ve sometido a hablar de vez en vez. Es tan listo que, a pesar de que es mejor escribiendo que hablando, devela misterios tan profundos como el de que la escritura es una actividad intelectual que está por encima de la oralidad, porque quien escribe se encarga de descargar nubes en los árboles del cielo; es decir, está muy por encima de los frutos terrenales.