domingo, 1 de abril de 2018

LLUVIA PARA TARDES ILUMINADAS




Una de estas tardes le pregunté a Romeo qué había pasado con Rocío, su amor platónico de la secundaria. Me dijo que no sabía qué había pasado. ¿De veras? ¿En estos tiempos en que todo mundo está expuesto en el Facebook? ¿En estos tiempos en que es posible, sin ser Sherlock Holmes, hallar las huellas de casi cualquier persona? Me dijo que no, que no sabía; me dijo que sí, que la había buscado en el Internet con la misma emoción con que la había amado en los años sesenta, pero ¡nada!
Ella se fue de Comitán con sus papás, supo que a su papá lo habían cambiado por necesidad del trabajo a Orizaba, Veracruz; luego, Fausto le dijo que ella había ido a estudiar sicología a la ciudad de México y luego un posgrado en Londres y luego, y luego nada, ya nada supo, con excepción que sus papás habían fallecido. El papá murió en un accidente de auto (la noticia salió en el periódico) y luego murió la mamá, uno o dos años después. Cuando Romeo se enteró de la muerte del papá de Rocío pensó ir a Orizaba, porque, sin duda, Rocío llegaría a la cremación, pero luego, como si espantara un mosco, movió las manos para borrar esa idea. ¿Qué le diría a su esposa? ¿Mentirle? ¿Decirle que deseaba ver, aunque fuera de lejos a Rocío, su amor platónico de la secundaria?
Y digo que aunque fuera de lejos, porque Romeo, desde el instante que se enamoró de su cabello de puente de aire, dedicó sus tardes a verla, sin que ella lo advirtiera.
Romeo me contó que el agua de ella nunca llovió para él. Pero la vio llover y eso fue un prodigio. Él se paraba detrás del poste de la esquina y esperaba el momento en que ella caminaba por la banqueta, sacaba la llave de su bolso y la metía en la puerta de su casa. Romeo dice que con eso se conformaba, con verla. Cada acto de ella era como un pequeño acto íntimo que le compartía. Romeo la veía y pensaba que caminaba sólo para él, que caminaba por una pasarela donde él, sentado en una silla plegable, era el único que tenía ese privilegio. Era como si en la sabana africana un flamenco bellísimo extendiera sus alas solo para que él guardara ese instante en su corazón.
Dice que nunca se sintió frustrado. No esperaba nada más de Rocío, porque esos instantes que él le robaba (y que ella no sabía) eran como cuando uno abre la ventana y ve el primer rayo de sol de la mañana. El rayo se posa, como paloma, sobre el pretil y el que ve este milagro piensa y sabe que tal acto sucede especialmente para él.
Así era la relación platónica de Romeo. Cuando Rocío comenzó a salir con Abel, Romeo no sufrió. Se decía a cada rato que él era mejor que el tal Abel y estaba seguro (como sucedió) que tiempo después Rocío terminaría la relación. Se dijo (con suficiencia científica) que el enamoramiento es un mero deslumbre, sujeto a funciones físicas que nada tienen que ver con la cuerda del corazón; el enamoramiento no tarda más de seis meses. Como Rocío no se enamoró de Abel la ruptura fue más abrupta, terminaron después de tres meses con cuatro días (esto me confió Romeo). La mañana que él vio a Rocío despedirse de Abel, pensó que ella había comprobado que él (Romeo) era superior a Abel, no podía gastar su tiempo en una relación desventajosa y tan falta de amor. Todo era una fantasía en la mente amorosa de Romeo. En realidad, Rocío terminó con Abel porque su papá ya le había advertido que se irían de Comitán.
Fue cuando le pregunté que, si Rocío había sido como el amor de su vida, ¿no se sentía frustrado por haber compartido tantos años con su esposa? Romeo rio y dijo que no, me dijo que estaba equivocado en mi apreciación. Con su esposa había decidido vivir a su lado para siempre (la ama y la respeta); con Rocío, desde el principio, había decidido amarla a distancia, como desde la otra orilla, y repitió que esos instantes robados lo colmaban. Una vez, me dijo, la vio en Nevelandia tomando un café con otras amigas. Él se sentó en una mesa de la esquina, distante de donde estaban ellas. Me dijo que verla sonreír con transparencia de cristal fue un momento emocionante, como si estuviese parado frente a la Torre Eiffel y una lluvia de flores amarillas bañara su cara.
Entendí lo que Romeo me decía, porque cuando me hablaba de Rocío su rostro se iluminaba con la misma intensidad con que se iluminaba cuando me hablaba de su esposa o de su hija mayor, que hace un posgrado en una universidad norteamericana.
Antes de despedirnos me dijo que ha sido un hombre que sólo bendiciones ha recibido de la vida. Una de las mayores bendiciones fue Rocío, la muchacha que nunca fue su novia.
Uno de los instantes más llenos de luz era cuando Romeo la veía caminando en el parque los domingos, ella parecía desprenderse de la muchedumbre y caminar sólo para él; parecía que todos los demás se hacían a un lado, como si Rocío, con los brazos, abriera el mar sólo para que él la viera, para que conservara en el libro de su vida la hoja de su amor.
A mí me encantó cuando Romeo me dijo que Rocío fue la chica a la que siempre vio desde la otra orilla de su río y que jamás llovió para él, pero que él la vio llover y eso fue un prodigio.