sábado, 2 de marzo de 2019

CARTA A MARIANA, CON DOS O TRES LÍNEAS




Querida Mariana: Vos sabés que nací en 1957. En los años sesenta, siendo un niño escuché que alguien le preguntó a mi papá: “¿Iremos a La Línea?” y mi papá dijo que sí, que al otro día irían. Mi papá fue a La Línea, y regresó en la noche y, ¡oh, qué maravilla!, llegó hasta mi cuna (no me da pena decir que seguí durmiendo en una cama con barrotes laterales hasta la edad de seis o siete años) y me entregó un conejito de cuerda y un estuche con plumines. Los dos presentes fueron de los regalos más bellos que jamás recibí en la vida. Aún ahora (como si fuese el personaje de la película “El ciudadano Kane”) busco afanoso mi “Rosebud” y lo encuentro en esos dos objetos sencillos, casi simples, pero gloriosos. Le daba cuerda al conejito y éste tocaba un tamborcito hasta que la cuerda se agotaba (ahí aprendí que muchas cosas son así, comienzan con mucha emoción y pronto, o tarde, pero de manera puntual, todo movimiento cesa, se acaba la cuerda); y con los plumines pinté muchos dibujos (varios conejitos y muchos elefantes, el elefante es un animal que me encanta, tiene piel de viejo, pero espíritu de niño).
Esa noche pregunté porque un hilo de duda apareció: “¿De dónde me trajiste esto, papá?”, y mi papá dijo: “De La Línea, hijo”. ¡Oh, qué maravilla! Yo conocía las líneas que dibujábamos sobre la arena, en el sitio, cuando jugábamos con mis amigos, pero ninguna de esas líneas era como ese árbol de donde mi papá había descolgado el conejito tamborero y los plumines de muchos colores.
Tiempo después me enteré que los comitecos le llamaban Línea a la frontera de México con Guatemala, me enteré que a pocas horas de Comitán había una línea que dividía a dos países, ¡a dos países!, éramos una zona fronteriza. Del otro lado de esa Línea vivían hombres y mujeres que eran iguales que nosotros, hablaban el mismo idioma (hablaban de vos), comían muchas comidas similares, vestían con trajes bordados, de igual manera que muchos habitantes de Chiapas, pero tenían un himno diferente y saludaban a una bandera diferente. Ellos, los chapines, eran habitantes de otro país, a las niñas les decían patojas. Fue por ese tiempo que conocí a una patojita linda, hermosa, hija de un amigo de mi papá que había llegado a Comitán por algún asunto de negocio. Durante dos o tres días jugué con ella, con María. Cuando el papá de María regresó a La Línea, pregunté si podía ir con ellos, ellos (María y su papá) dijeron que sí, ella (mi patojita) brincó de gusto y dijo que sí, que fuera con ella, que dormiría en un cuarto anexo al suyo, que iríamos de día de campo y a todos los parques que había en su ciudad y que me presentaría con todos sus amigos y que, como en un cuento infantil, viviríamos felices para siempre. Mi mamá dijo que no era posible hacer realidad ese sueño. Yo debía quedarme en casa. Tal vez un día iríamos de visita y volvería a ver a mi patojita. Por dos o tres días estuve triste, luego (como sucede siempre en la vida) todo se fue diluyendo y olvidé a la niña bonita de Guatemala. Ella vivía del otro lado de La Línea, había una línea que nos dividía. Así es siempre.
Una vez, mi mamá, mi tía Emelina (quien trabajaba en la Secretaría de Gobernación, en la Ciudad de México) y yo fuimos a La Línea, mi tía deseaba comprar una vajilla japonesa, y ésta se conseguía del “otro lado”. Íbamos en un jeep. El jefe comiteco de Migración conducía, él, muy galante, acompañaba a mi tía, su compañera de trabajo, porque Migración (creo que hasta la fecha así es) era una entidad dependiente de Gobernación. Mi tía iba en el lugar del copiloto y mi mamá y yo íbamos en el asiento trasero. Platicaban muy sabroso, las carcajadas asomaban en cualquier curva o recta. Yo iba pendiente de lo que sucedía afuera, veía los árboles, el cielo, los pájaros, las ocasionales casitas con gallinas o carneros. El calor comenzaba a sentirse, hacía que el sudor invadiera mi cuerpo. Bajábamos, bajábamos a Tierra Caliente. Se veían los potreros, la vegetación exuberante, flores rojas, amarillas, zopilotes volando en la lejanía. En esas íbamos cuando, de pronto, al salir de una curva apareció ¡un venado!, un venadito, joven, criaturita. Salió de la cuneta, de en medio de la ramazón y cruzó la carretera. El conductor se detuvo. La acción había sido rapidísima, intempestiva. Todos nos hicimos para adelante para ver al animal que movía sus patitas como alas de colibrí en intento de subir la cima, pero el paredón del lado izquierdo era como un muro. El venado se resbaló, no logró su intento de seguir su camino de ascenso, volvió la mirada asustada y regresó por el mismo camino y se perdió por donde había trepado. Todos estábamos emocionados, el sudor de la emoción se había agregado al del calor. Estábamos sofocados, con los rostros colorados, con las manos llenas de sudor, con el corazón como de tambor de guerra. Fue una escena que tardó menos de un minuto, pero había sido una escena trepidante, llena de sentimientos. Cuando el venado desapareció, aparecieron los comentarios que duraron hasta que llegamos a La Línea. Cuando cruzamos la frontera y estuvimos en la calle llena de negocios olvidé al venado. Mi atención estuvo puesta en los estuches de plumines, en los conejitos de cuerda, en las peceras llenas de peces de colores, en los dulces de allá, en los carros de cuerda, en los aviones de juguete. El venado pasó al pozo donde quedan los recuerdos, el mismo pozo en donde estaba alojado el recuerdo de mi patojita. Me acerqué a mi mamá, le jalé el vestido y pregunté por mi patojita. Mi mamá dijo que no, que no estaba cerca su pueblo, que debíamos pasar Huehuetenango para llegar a Quetzaltenango, que la distancia era de cientos de kilómetros. Volví a entristecerme, pero cuando ella abrió su bolso y me dio un estuche de plumines y un cuaderno de dibujo, mi niña chapina volvió al pozo infinito de la memoria.
En el camino del regreso, mi tía y mi mamá se durmieron, el jefe de Migración no consideró importante platicar con un niño que era de pocas palabras, así que prendió la radio y escuchamos música mexicana, la música que adoraban los habitantes del otro país, el que acabábamos de abandonar. Cuando pasamos por la curva del venado, éste volvió a aparecer en mi memoria, volví a verlo con sus patitas en el intento infructuoso de ascender por la empinada roca, volví a verlo con su carita llena de desasosiego sin saber qué hacer. Pensé entonces que ahí había otra línea, una línea indefinible, una línea que ahora sé que está presente en la vida, en la vida de los seres humanos y de los animales, en la vida de todo lo que tiene vida.
Cuando, en la tarde, ya en casa, me tiré al piso de madera de la sala y dibujé en el cuaderno que mi mamá me había regalado y pinté con los plumines que mi mamá me había regalado, mi tía Emelina preguntó qué hacía yo. Yo alcé el cuaderno con mi mano izquierda y le enseñé el venado que había dibujado y dije: “Lo coloreé con los plumines que trajimos de La Línea”, mi tía tomó el cuaderno, vio el dibujo y dijo, más para ella que para mí: “El venado, el venado de la carretera”. Yo dije que sí. Mi tía me regresó el cuaderno y dijo una frase que desde entonces retumba en el pozo de mi memoria: “¡Qué simpático! Acá, los niños hacen líneas con plumones de La Línea”. En ese momento no celebré la frase, frase que ahora celebro: Los niños comitecos trazábamos líneas con plumines de La Línea.
Desde entonces sé que la línea está presente en todos lados. El gran pintor francés Cézzane nos enseñó que todo en la naturaleza se sintetiza en tres formas básicas y éstas están formadas por líneas, por líneas curvas, rectas, horizontales, verticales, chuecas, torcidas, pero líneas. Las vidas de los seres humanos están hechas de lo mismo.
Lo que voy a decir, querida mía, es una bobera (insistencia clásica en mí): Mi vida ha estado marcada por líneas. Estas líneas han marcado territorios de luz y de sombra. Son muchas líneas, muchos territorios, pero, en esencia, puedo dividirlos en tres segmentos: Niñez, adolescencia y edad madura. La edad que hoy vivo tiene mucha semejanza al territorio en el que crecí. Está adobada con el mismo aire de mi infancia, con el mismo sol afectuoso: Comitán. En el segmento de en medio viví la penumbra de mi vida. Si en mi infancia tuve nobles sentimientos hacia el venadito de Tierra Caliente, en mi adolescencia acompañé a mis amigos a ranchos de la misma Tierra Caliente a matar venados, a matar palomas, pijijis; a echar trago, a chocar autos, a quebrar cristales de casas ajenas, a vivir, dijera Ricky Martin, la vida loca.
Posdata: El tío Eusebio repetía a cada rato el dicho de “Te salvarás del rayo, pero no de la raya”. Era una posición determinista que dice que la vida de cada ser humano está marcada por una línea que no se sabe quién traza, pero que señala el término. No sé. Lo único que sé es que en la vida de todos hay líneas que nos marcan de manera precisa, que, como en la frontera entre México y Guatemala, delimitan. Sé que en muchas ocasiones es preciso saltar esas líneas, cruzarlas, ir más allá de Comitán para volver reconociendo que el famoso pájaro azul de la fábula o el Rosebud de la película está “de este lado” y no “del otro”.