miércoles, 20 de marzo de 2019

CUENTO INFANTIL PARA LECTORES ADULTOS (Primera parte, de dos)




El pueblo no tenía playa, ni bares ni casinos, ni calles pavimentadas. Para llegar a él, los visitantes (que se contaban por miles y miles) debían conducir por un camino sinuoso, lleno de polvo, y carente de árboles, pero era muy visitado, porque sus mujeres, por alguna razón, tenían un derrier muy generoso. Todos los visitantes llegaban para disfrutar del espectáculo que brindaban las mujeres cuando caminaban por las calles del pueblo, tal disfrute era comparado a la emoción de estar frente a las cataratas del Iguazú, o ante la Torre Eiffel, o frente a la Mona lisa, en el Louvre.
Pero un día el pueblo dejó de ser visitado. ¿Por qué? ¡Ah, bueno, de eso va este cuento!
¡No, no, por favor, no se equivoquen! El concepto generoso sólo se refiere al tamaño del trasero de las chicas. No se refiere a la capacidad de entrega física; es decir, las mujeres de ese pueblo se sentían tan orgullosas de su trasero de sol sobre el horizonte, como se sentían orgullosas de su comportamiento moral, porque contrario a lo que podía pensarse, ellas aceptaban su físico con gran naturalidad y no les importaba que los turistas (hombres y mujeres) viajaran desde todos los puntos del mundo sólo para disfrutar de la visión de sus traseros. Los negocios más cotizados del pueblo eran las cafeterías a cielo abierto, que estaban dispuestas en los parques, portales y plazas. Desde ahí, los visitantes disfrutaban de un buen café o de una cerveza artesanal mientras veían a las chicas que, como si estuviesen en una pasarela, iban de un lado a otro por banquetas y calles. ¡Ah, qué bendición! Era un deleite ver cómo las mujeres bamboleaban su trasero, de acá para allá, como si fuesen campanas hechas con piel fresca, suave, húmeda. ¡Ah, qué ceremonia! Era un gozo para todos los sentidos ver esos traseros como manzanas dulces, para saciar el hambre de un batallón de golosos.
¡No, no, por favor, no se equivoquen! Las chicas no se molestaban porque algún admirador o admiradora tomara fotografías o videos de sus protuberancias. No, al contrario, las chicas se sentían honradas, ya que ese acto, decían, era un homenaje pues las colocaba en el mismo status de las artistas más connotadas del mundo que eran seguidas por cientos y cientos de paparazis. Ellas eran las estrellas del pueblo, las divas, las más queridas, las más deseadas.
¡No, no, por favor, no se equivoquen! Ese pueblo jamás apareció en la relación de paraísos de turismo sexual que proliferan en las prohibitivas agendas de viaje. No, como ya se dijo, todas las chicas eran fieles a su comportamiento moral. Tenían por norma privilegiar su cerebro y su capacidad de creación. Los indicadores económicos advertían que el ochenta y dos por ciento de ellas eran universitarias tituladas, que obtenían salarios más que dignos en el ejercicio de su profesión.
El disfrute de los otros (y de las otras) llegados de todo el mundo significaba para ellas el sencillo acto vanidoso de verse al espejo todos los días y preguntar: ¿Quién es la más bonita?, y escuchar miles de voces diciendo: ¡Tú, tú eres la más bonita, la más deseada!
Todo era como una lluvia de flores amarillas, pero un día sucedió lo inesperado: El pueblo se quedó sin visitantes. El pueblo sin playa, sin bares ni casinos, y de calles polvorientas mostró su verdadero rostro. ¿Qué sucedió? ¿Sus mujeres habían perdido el encanto que provocaba la llegada de miles y miles de visitantes? ¡No! Sus mujeres siguieron siendo chicas bellas y con generosos traseros. ¿Entonces, qué sucedió? ¡Ah, pues de eso va este cuento!