viernes, 22 de marzo de 2019

COMO SIMPLE JUEGO




Decidimos subir las bajadas y bajar las subidas. Decidimos hacer las cosas al revés. El abuelo advirtió que lo lamentaríamos, dijo que no era bueno cambiar el sentido de las cosas. Dijo que la izquierda no puede ser derecha, que el sol sale por el oriente y se oculta por el poniente. Nos dijo que el sur era sur y el norte norte, pero nosotros quisimos hacer las cosas de manera inusual.
Debo decir que lo hicimos como mera diversión. Sabíamos que no podíamos subvertir el orden natural. Claro, veíamos que algunos seres no seguían la corriente, que eran salmones que nadaban contracorriente, veíamos que algunos cangrejos caminaban hacia atrás, pero que no había ríos que se rebelaran a llegar al mar ni lluvia que cayera hacia arriba. Todo, lo sabíamos, seguía un modelo ya establecido. Los niños se hacían jóvenes y éstos, viejos. Pero había niños que no tomaban el jugo de botella de plástico en la forma que los adultos habían diseñado, ¡no!, esos niños le abrían, con la boca, un agujero en la base y ahí lo succionaban, como si fuesen becerritos mamando la teta de su madre. Había viejos, lo habíamos visto, que no iban al baño para saciar sus necesidades físicas, ¡no!, sentados en la sala hacían pipí o del dos, sin empacho alguno. Eran seres humanos, pensamos, que hacían las cosas al revés, que se divertían haciéndolo. Habíamos visto cómo en Cabo Cañaveral enumeraban de atrás para adelante, en donde el cero, y no el diez, era el importante.
Digo que lo hicimos sólo como mero juego, así que no nos importó que los amigos se burlaran cuando orinábamos sentados, y ellas, nuestras primas que se unieron a nuestro grupo de juego, comenzaron a orinar paradas. Tenemos una fotografía, tomada con flash, donde se ve que ellas hacen pis paradas y nosotros lo hacemos sentados. En esa ocasión ellas usaron faldas y nosotros también. Para seguir el caos del juego no llevamos ropa íntima.
El abuelo nos llamó a su biblioteca y nos dio una lección. Nos enseñó un reloj de pared cuyas manecillas jugaban el mismo juego que nosotros: caminaba hacia atrás. El abuelo dijo que era anárquico, que el mundo se descontrolaría si las horas fueran en sentido contrario, pero como nosotros jugábamos no aprendimos la lección, comenzamos a seguir las órdenes de ese desordenado reloj. Habíamos leído en un libro de Del Paso que un personaje había trastocado el orden de su vida: dormía de día y durante toda la noche permanecía en vigilia. Hicimos lo mismo. ¡Ah, qué divertida nos dimos! Dormíamos a la hora que todo mundo trabajaba, y hacíamos travesuras a la hora que todo el mundo dormía.
Se trataba de no aceptar lo dado, de hacerle un homenaje sencillo, vago, al escritor Julio Cortázar, porque creíamos, junto con él, que en algún momento se abriría una ventana en el aire.
El abuelo volvió a llamarnos. Dejó su tradicional bonhomía y, severo, nos reprendió, levantó la mano, endureció el puño, lo golpeó sobre el escritorio. Dijo que bastaba, que ya era suficiente, que ese juego no iba a llevarnos a ningún camino; rectificó, dijo que sí, que nos llevaría a la locura, a la muerte. Nos amenazó, lanzó su sentencia: Si insistíamos en el juego nos correría de la casa, ya no tendríamos acceso a las cuentas bancarias, ni podríamos utilizar los autos, ni nos estaría permitido ir a los ranchos y, en vacaciones, no gozaríamos de los viajes que realizábamos a los diversos países que nos encantaban. Terminó su amenaza, diciendo que no estaba jugando. Y nosotros asentimos, porque quienes estábamos metidos en el juego éramos nosotros, sólo nosotros. Todos los de casa y los vecinos y los demás habitantes del mundo no jugaban, ellos se levantaban a las seis de la mañana, se bañaban, se lavaban los dientes, desayunaban, jugaban tenis en el club, nadaban, tomaban un Martini al lado de la alberca, debajo de parasoles inmensos, comían en el restaurante giratorio, desde donde se veía toda la ciudad, y luego jugaban naipes, iban a la ópera y más tarde entraban a salones de baile donde cenaban y bebían y danzaban. Ellos llevaban una vida plegada al orden. Nosotros subvertíamos el orden, pero esa tarde, el abuelo había sido severo y había hablado en serio. Sabíamos que si ignorábamos su petición, su mandato, perderíamos mucho de lo heredado, de lo que los otros (nuestros antepasados) habían logrado con su trabajo sensato.
Salimos de la biblioteca, nos sentamos debajo del ciprés, fumamos y platicamos. Todos estuvimos de acuerdo, daríamos por terminado el juego. Había sido divertido, pero el abuelo tenía razón, ese juego no nos había llevado a nada. Los juegos son eso: simples juegos. Pusimos las palmas de las manos sobre las rodillas y nos paramos, dispuestos a ir, cada uno, a los cuartos, pero no habíamos dado el primer paso cuando Emilio dijo que aún podíamos jugar a hacer lo contrario. ¿Y si nosotros cambiábamos la jugada y hacíamos que el abuelo fuera uno de nosotros y nosotros nos convirtiéramos en él? Nos detuvimos. Sí, dijo Emilio, hagamos que el abuelo sea como el reloj de pared, que ande hacia atrás y nosotros andemos hacia adelante. Dijo que obligáramos al abuelo a hacer las cosas al revés, por ejemplo: a cedernos todos sus poderes, para que no nos chantajeara.
No dijimos algo más. Fuimos a nuestras recámaras y ahora todos pensamos en esa posibilidad: Podemos hacer que el orden, una vez más, pueda subvertirse, ¡total, no es más que un juego!, un juego en el que, sin desearlo, sin pedirlo, sin saberlo, el abuelo comience a subir la bajada.
Todo es un simple juego. El juego de hacer las cosas al revés. Hemos visto a niños que, en lugar de pintar en los cuadernos, lo hacen en las mesas, bancas, pizarrones, mesas.