jueves, 28 de marzo de 2019

EJERCICIOS DE MEMORIZACIÓN




Se reunían todas las tardes, para evitar el olvido. Ya estaban viejos, Jorge tenía setenta y nueve años, era el más joven; Eduardo tenía ochenta y tres, era el más veterano. Se habían conocido desde niños, habían vivido en casas vecinas, en el barrio de Yalchivol.
Los dos, en pláticas con familiares, en plan de broma y también en serio, manifestaban que el Alzheimer comenzaba a rondarlos. Nadie recordaba cómo había llegado de improviso y se les había trepado. No recordaban, porque el Alzheimer tiene esa facultad de comenzar a esconder los recuerdos, las fechas, los rostros.
Jorge y Eduardo habían ido una tarde a visitar a Eugenio, el amigo que los había acompañado durante tantas tardes de juegos de dominó, de billar y de botanitas en el patio de la casa de Edelmira, y habían comprendido que el Alzheimer lo había cercado como puma al venado. Edelmira les contó que una tarde lo halló sentado, como niño, recargado en el árbol de aguacate. Ella le preguntó qué hacía y él dijo que no sabía. Como si alguien hubiese apagado la luz de su memoria, Eugenio había olvidado todo, ¡todo! Ellos se preguntaron si el Alzheimer actuaba así siempre, luego supieron que no, que, como en el caso de ellos, caminaba en puntillas y entraba al cuarto de la memoria, poco a poco, e iba apagando cada una de las velas. Edelmira había sido la novia eterna de Eugenio. Se hicieron novios cuando él tenía dieciséis y ella quince. Cuando Eugenio le propuso matrimonio, ella dijo que no, que no se casaría con él, pero que no se preocupara, porque tampoco se casaría con otro. Había decidido dos cosas importantes e irrenunciables, la primera era vivir soltera, y la segunda, dedicarse en cuerpo y alma a cuidarlo y a protegerlo. Le dijo: Vos vivís en tu casita y yo en la mía, pero la mía considerala tuya. Así, todos los amigos y vecinos fueron testigos de una maravillosa relación, en la que Edelmira atendía a Eugenio como si fuese su esposo. Ella le lavaba y planchaba la ropa, le servía su desayuno, con el infaltable chocolate calientito, la comida en donde no faltaban las tortillas recién salidas del comal y la borcelana con saquil, que es un platillo hecho con pepita de calabaza. Le servía su cena, con pan comiteco; y cuando tocaban las siete de la noche, en el reloj de la sala, él se despedía e iba a su casa. Al otro día llegaba temprano y Edelmira lo recibía con emoción contenida, con alegría de niña. Cuando los argüenderos y chismosos (¡nunca faltan!) hacían preguntas íntimas, ella respondía que sí, que hacían el amor, que eso era lo que hacían día y noche; y los curiosos impertinentes guardaban sus estiletes y quedaban mudos. La tarde que Jorge y Eduardo llegaron a la casa de Edelmira, se sorprendieron al hallar a su amigo carente de memoria y se sorprendieron más cuando ella les contó que todo el día hacían lo de siempre, como si él fuera un gatito al que ella le sirviera su ración de croquetas y su plato de leche. Él lo seguía a todas partes de la casa y ella era feliz. A la hora que el reloj de pared daba las siete campanadas de la noche, sin saber cómo, él se paraba y se despedía con un beso, pero se quedaba parado en la puerta, jugando con el sombrero, sin saber qué paso seguía; entonces ella lo llevaba a su recámara, le quitaba la ropa, le ponía el pijama y lo arropaba. Para tratar de estimular la memoria, como si fuese una mamá leyendo un cuento a su hijo, le contaba de los tiempos en que se habían conocido, de cuando iban de paseo a los Lagos, de cuando entraban al cine y se sentaban en las butacas de la última fila, de cuando los dos decidieron no estudiar en la universidad para seguir viviendo siempre en Comitán.
Jorge y Eduardo se reunían todas las tardes, se sentaban en las bancas del parque de San Sebastián. Era hermoso verlos y escucharlos platicar. Como si fueran niños de preescolar comenzaban a señalar lo que estaba al alcance de su vista y repetían los nombres de las cosas: Campana, campana, repetían; banca, banca, decían. Y así se estaban todas las tardes. Piernas, piernas, repetían a coro, y reían, cuando veían que la muchacha que había pasado frente a ellos apuraba su paso, tal vez alarmada por la presencia de esos viejos concupiscentes. ¡Ah, si ella hubiera sabido, que sólo era un par de viejos sencillos, honestos, que hacían ejercicios de memorización!