miércoles, 13 de marzo de 2019

CARTA A MARIANA, CON PIEZAS DESCOMPUESTAS




Querida Mariana: El maestro Rey me habría reprobado. El maestro Rey me impartió la cátedra de Ejercicios Lexicológicos. Si hubiera sabido lo que hacía, el maestro me habría reprobado.
Yo (hasta ahora) justificaba mi jueguito bobo en que había nacido en Comitán, y en Comitán comemos el riquísimo pan compuesto, a la hora que lo comemos ¡lo descomponemos! Algunos (tragones) lo descomponen en dos partes, otros (los más melindrosos) lo descomponen en varios fragmentos.
Yo (hasta la fecha) cuando escuchaba una palabra la descomponía. Era como si todas las palabras del español fueran palabras compuestas. Imaginaba, entonces, que a la hora de escucharlas, de comerlas, de disfrutarlas, la descomponía, a veces (glotón) en dos secciones, a veces (juguetón de más) en varias secciones.
En tiempo de los Ejercicios Lexicológicos estudiaba la preparatoria. La pre – para – toria. ¿Qué era pre? Era un tiempo antes de. El pre escolar era el tiempo preparatorio antes de entrar a la etapa escolar, así que la preparatoria significaba (para mí) el periodo antes de la toria, y qué era la toria, pues el toro que significaba ir a la universidad.
Digo, querida Mariana, que el juego era tonto (hasta la fecha), pero me divertía muchísimo. A veces, los amigos me veían reír a lo mudo, decían que estaba loco, pero ¡no!, no estaba loco (hasta ahora). Me divertía como loco, es cierto, pero no estaba loco. Jugaba. Simplemente jugaba (como hasta hoy). Una vez escuché la palabra episodio. Leía un libro de Julio Verne. Ah, de inmediato descompuse la palabra: epi – sodio. ¿Qué es epi? Es un prefijo griego que significa “Sobre la superficie”, y ¿sodio? Pues ¡la sal!, así que epi-sodio era la sal sobre la mesa. Yo comía y solicitaba el episodio, mi mamá no entendía, con un movimiento torcido de boca que semejaba una sonrisa me daba a entender que yo andaba loquito. Lo-quito, y entonces yo quitaba la sal de la mesa y la es-con-día, que, como ya lo intuiste, significaba que tenía la propiedad del ser cuando era de día. ¡Jugaba!
Así pues, cuando terminé el pre antes del toro, fui a enfrentarme a ese miura, entré a la universidad. Uni – ver – sí – dad. Y no tuve problema en definir la palabra descompuesta. Uni era lo que es, lo universal, lo único; ver se refería al conocimiento a través de la visión; el sí era el afirmativo de siempre, y dad era el acto generoso que cumplía aquella maravillosa institución llamada UNAM. Y yo no me cansé de ver, no me cansé de recibir los dones que mi universidad me entregaba a manos llenas.
Entendí que en mi pre-para-toria comiteca todo había sido una preparación para lo grande, un poco como decir: Esperate a ver lo que el porvenir te depara. Sí, en la uni-ver-si-dad yo recibí mil dones. Aquello era la universalidad total, sin resquicio.
En mi época de pre-para-toria nunca asistí a una función de cine, ni por asomo. Había teatro, una estudiantina, equipos de fútbol o de básquetbol, había la cancha Pantaleón Domínguez, los billares en el parque, las vueltas en carro (en el mismo parque) y cantinas, muchas cantinas. Había bailes de ocote y marimba y trago, mucho trago y cigarro y humo y pleitos.
En la uni-ver-sí-dad había también todo esto, pero había más: cine de arte, conferencias con conferenciantes internacionales, danza contemporánea, exposiciones de pintura, teatro, mucho teatro, muy buen teatro; había conciertos de música clásica, ópera (¡ópera, Dios mío!) y fútbol y básquetbol y natación y hockey y trago, mucho trago, también.
Había (¡padre eterno!) canchas de tenis. En Comitán había canchas de tenis sólo en el Club Campestre; es decir, sólo los socios tenían acceso, en cambio en mi uni-ver-sí-dad había muchas canchas dispuestas para todo mundo, para ¡todo mundo! Uno llegaba con su raqueta y pelotas y se apoderaba de una cancha y jugaba ese deporte que estaba reservado para príncipes, uno se sentía príncipe en una institución popular. ¡Ah, con qué generosidad mi uni-ver-sí-dad repartía dones! Porque (no lo he dicho aún, mi niña bonita), había libros, miles y miles de libros. En mi escuela comiteca había una biblioteca. ¡Ay, señor! Ocupaba un cuartote frío, triste, oscuro, húmedo y poseía escasos libros, apenas unos dos o tres mil, no más. En la uni – ver – sí – dad había miles y miles, en un espacio iluminado, con grandes vitrales. Era tan bello el edificio que por fuera tenía murales igual de luminosos.
Posdata: Hasta la fecha sigo descomponiendo palabras. Gracias a Dios ya no soy estudiante, nadie me puede reprobar, re – probar. Me divierte ese juego. Es una mera di – versión, y cuando lo di – go, juego a que soy príncipe y doy instrucciones estrictas a alguien: ¡Di versión!, ¡Di canción! ¡Di pasión!, y el otro lo dice, con timidez, con cierto temor, té – mor.