martes, 5 de mayo de 2020

ANTES DE QUE TODO SE ACOMODE (XXII)




Mis papás se casaron en 1955, en la Ciudad de México, ciudad en la que vivía mi mamá, mientras mi papá vivía en Comitán. Mi mamá nació en Huixtla, Chiapas, y mi papá nació en San Cristóbal de Las Casas. Yo digo que mi papá nació cuatro veces (el cuatro era un número amado por Julio Cortázar, el autor literario que es mi consentido). Nació en San Cristóbal, renació en Comitán (lugar que eligió para vivir más de cuarenta años de su vida hasta que falleció), luego tuvo otro renacimiento al casarse con mi mamá, porque mi madre le brindó la patria que él tanto deseaba; y volvió a nacer en Amatenango del Valle. ¿En Amatenango? Sí, a principios de los años ochenta, mis tíos Sonia y Samuel invitaron a mis papás a hacer un viaje a Canadá. Mis papás, como niños traviesos, aceptaron, rompieron el cochinito y prepararon maletas. Mis tíos les pidieron las actas de nacimiento para tramitar los pasaportes. Mi mamá buscó en una carpeta y halló su acta, pero la de mi papá jamás apareció. Mi papá dijo que no, que nunca había tenido acta. ¡Cómo no!, dijo mi mamá, la debiste presentar cuando nos casamos. No, dijo mi papá, para la boda… No llegaron a acuerdo alguno. Lo que urgía era el acta. Mi papá habló con un amigo en San Cristóbal, ¿era posible hacer gestión en el registro civil para obtener un duplicado? El amigo le respondió una semana después y dijo que en el Registro habían buscado en el archivo y no aparecía documento alguno. Entonces fue cuando yo, haciéndome el chistoso, le dije que no había nacido. Mi papá, muy serio, dijo que sí y me lo demostraría. Diez u once días después me dijo que, por favor, al día siguiente lo llevara a Amatenango del Valle, lugar donde mi tío Juan Bermúdez era el párroco principal, era (yo lo había constatado) un sacerdote muy querido por la comunidad. Al día siguiente, muy temprano, nos trepamos al Volkswagen que teníamos, y tomamos con rumbo a Amatenango, pasamos de largo, llegamos a Teopisca, nos detuvimos en el restaurante en el que siempre comíamos (a media cuadra del parque) y pedimos el desayuno. ¡Ah!, qué delicia: frijoles, tostadas, crema, queso, verduritas en vinagre, chorizo, longaniza, tasajo y una buena taza de café. A las diez regresamos a Amatenango, subí por la entrada principal y me estacioné frente al parque. Caminamos hacia la iglesia, ahí mi tío nos esperaba, bueno, en realidad esperaba a mi papá, mientras yo caminaba por las calles del poblado y veía las casas y los patios con flores y a las mujeres que moldeaban el barro para meter las figuras a los improvisados hornos, mi papá y mi tío fueron a la presidencia. Media hora después vi que mi papá y mi tío se abrazaban y se despedían, mi tío me decía adiós con su mano, antes de caminar con rumbo al templo. Mi papá llevaba un papel en la mano. Un metro antes de reunirnos, se detuvo y, como si fuera niño de primaria, tomó el papel con ambas manos y lo puso en su pecho. ¡Sí, era un acta de nacimiento! Documento que le sirvió para tramitar su pasaporte y viajar, al lado de mi mamá y de mis tíos, a Canadá. Mi papá sonrió y dijo: Acá está la prueba de que nací. ¡Ah, viejo genial! Lo abracé, le quité el documento y lo leí en medio de la plaza, con el sol generoso del Valle. El acta tenía el escudo mexicano, tenía la cantidad de Diez Pesos con letras y decía: Para Certificados de las Actas del Registro Civil. Año de: 1917/978, y, a continuación, el oficial del Registro Civil de aquel Valle maravilloso certificaba que en el libro tal, foja tal, halló un acta del tenor siguiente: “Nacimiento de Augusto Molinari Bermúdez… a las diez horas del día 16 de abril de 1917 (fecha real del nacimiento de mi papá)… compareció el C. Ángel Molinari, de cuarenta y cinco años de edad, comerciante y originario de San Cristóbal de Las Casas (dato falso, porque mi abuelo nació en Italia y llegó a México, siendo niño en compañía de su papá Felipe)” Más adelante, el acta consigna el nombre de mi abuela materna: María Bermúdez Ortiz, de treinta y cinco años, y dice que ambos, Ángel y María estuvieron de paso por Amatenango y ahí apuntaron a su hijo Augusto. Aparecen los nombres de los testigos y el documento termina diciendo que “la presente es copia fiel, sacada de su original y a petición de parte interesada se extiende la presente para los usos legales, en el pueblo de Amatenango del Valle, Chis., a 26 días del mes de julio de mil novecientos setenta y ocho y aparece la firma del presidente municipal, quien, al mismo tiempo, era encargado del registro del estado civil.
Todos los participantes de este acto reconocían que no había dolo ni interés malsano, era un acto de buena voluntad. Mi tío confió en mi papá y el presidente de Amatenango confió en el padrecito; y luego yo confié en mi papá, porque mi abrazo le dijo que sí, que había nacido y yo agradecía que fuera mi papá, que hubiera nacido para ser mi papá.
Caminamos otro rato, nos trepamos al carrito y regresamos a Comitán, donde sacamos fotostáticas al documento para que mis papás tramitaran sus pasaportes y las visas para el viaje, viaje que hicieron al mes siguiente.
En la sala de la casa está la fotografía de la boda de mis papás. La foto es bella, parece portada de la revista Hola. Ambos están bellísimos. Mi mamá bien linda, mi papá bien apuesto, con su barbilla partida a la Kirk Douglas, con sus ojos verdes.
Tengo, además, otras fotografías donde aparecen ellos dos, una en donde mi mamá me abraza, yo estoy pichito; otra, donde ellos están en el patio central de mi casa de infancia, al lado de los arriates y delante de un árbol de durazno.
Siempre tuve predilección por las otras fotografías; es decir, siempre hubo algo como un rechazo automático a la fotografía de la boda. Ahora (ya viejo) entiendo mi reacción. El día de la boda ellos son unos verdaderos extraños para mí. Ese día yo no estoy en el mundo, no estoy en la historia, soy parte de la Nada Infinita. Reconozco la belleza y dignidad de ambos personajes, pero nada me dicen. Con el tiempo los reconocí, con el tiempo entendí que en ese instante inició la historia que, en 1957, permitiría que ya no fueran solo dos, sino que tuvieran un hijo que fue como el árbol de tenocté que creció en su patio. Mi papá falleció el 19 de febrero de 1990, pero desde el cuatro de abril de 1957 hasta el día de su muerte yo fui la niña de sus ojos, fui su ángel de la guarda. Ahora pienso que mi papá no sólo nació en San Cristóbal, no sólo renació en el patio de Comitán y volvió a ver la luz en el fogón de mi madre y en el barro de Amatenango del Valle. ¡No! También halló la cinta divina el cuatro de abril de 1957, día en que nací. Ese es mi privilegio. Igual que muchos hombres y mujeres del mundo, reconozco la bendición del destino por haberme dado los padres que tengo. Mi madre, por fortuna, vive a mi lado. Tiene (en 2020) noventa años de edad y sigue siendo la misma muchacha bonita que, el día de su boda, tuvo en sus manos un ramo de flores y un misal.
Mi papá nació cinco veces, el día que yo nací fue una de las veces donde él vio la luz. No lo digo con vanagloria, lo digo con profunda humildad, lo digo para reconocer la grandeza de Dios que me permitió ser hijo de uno de los hombres más buenos de este mundo. ¡Cinco veces! Y es que ya lo dice la conseja popular: “No hay quinto malo.” Lamento que mi papá no fuera gato, a pesar de que siempre tuvo predilección por esos animalitos. Su hubiera sido gato, le restaran cuatro vidas. Pero fue un sencillo ser humano, ¡claro!, especial, porque nació en cinco ocasiones.