lunes, 4 de mayo de 2020

CARTA A MARIANA, CON UNA VENTANA CERRADA




Querida Mariana: Vos me conocés, sabés que soy un hombre de casa. He viajado muy poco y el viaje no es el callejón de mi prioridad. Me encanta estar en casa, acá leo, pinto, dibujo y escribo. Con estos actos de creación construyo mi mundo, mis edificios, mis patios. No obstante, ahora que debemos permanecer en casa, por la contingencia sanitaria, extraño las alas que me permitían salir en cualquier momento del día, ir a la tienda de la esquina, que en mi calle no está en la esquina, sino a la vuelta de la esquina; extraño, cómo extraño, caminar por el parque de Guadalupe, bajar por la calle que lleva directo al parque central de mi pueblo; extraño ver el barandal de un pequeño tendajón, barandal de madera pintado en verde, que es como una pequeña línea entre el vendedor y el que compra, pero que no es más que un pretexto para comprobar que el mundo es mucho mejor sin fronteras, sin restricciones.
Estoy acostumbrado a estar en casa, pero (pienso) si yo extraño la calle, la libertad de caminar por la calle, qué sentirá Javier que todas las mañanas va al café a reunirse con sus amigos, qué sentirá Quique que los fines de semana viaja a su rancho para bañarse en la poza, para caminar por los senderos polvosos donde hacen su relajo las chachalacas y las palomas se posan, orgullosas de sus plumajes y de sus zureos, sobre las ramas de los espinos; qué sentirá Roge, que viaja a tierra caliente, pasa por el rancho Quita Calzón (que fue propiedad de su papá) y llega a Palo María (que ahora es propiedad suya); qué sentirá Memo, quien, frecuentemente, trepa a un avión y va a ver los fiordos de Alaska, o toma vino en Chile, o baila tango en Buenos Aires; qué sentirá Jorge que disfruta treparse a su camioneta blanca cerrada para comprar las botanas que compartirá con los amigos a la una de la tarde; qué sentirá mi Paty que elige la película que vamos a ver a Cinépolis todos los domingos, todos los domingos.
Ahora pienso, más que nunca en doña Elena que se reúne los domingos con sus amigas (de más de setenta y cinco años) para desayunar en el restaurante del hotel Internacional, porque, dice, ahí preparan unos huevos motuleños de rechupete; pienso en don Alfonso, que todas las tardes acude a la ferretería donde los amigos se reúnen para jugar dominó, mientras ven a los que entran a comprar un destornillador, un kilo de clavo de media, un cuarto de cemento blanco.
Ahora pienso en don Sebas, a quien le encanta treparse a su camioneta para ir al río, ese río ancho, enorme, extenso, donde la vista, siempre, se recuesta en la otra orilla. El río es tan ancho que cuando la vista de don Sebas llega a la otra orilla debe descansar un poco ahí, tirarse en la playa, porque el retorno también es agotador, pero sublime.
Pienso en todos los que son felices llevando a sus hijos al parque para que monten sus triciclos y coman una paleta de chimbo, para que refresquen sus ríos interiores. ¡Ah!, qué bellos los ríos de don Sebas, los ríos donde vuelan las garzas, los ríos que llevan hojas secas, que tienen en su seno miles y miles de peces, cientos de lagartos y alguno que otro cadáver de una vaca inflada.
Pienso en los que van al parque a bailar al ritmo de la marimba o van al billar a jugar carambola o pool; pienso en las mujeres, con faldas anchas, que son felices bailando sobre un entarimado; pienso en los que se visten el frac y acuden al matrimonio de la sobrina y beben champaña en la recepción y no regresan a su casa sino hasta después de tomar un caldo tlalpeño, para soportar la cruda, también conocida como resaca. Pienso en los que van a la cancha a encestar o a meter goles.
Pienso en los que salen a vender las nieves, en sus carritos de madera; en las que van al mercado a destazar el pollo, a quitarle la piel a los muslos, a quitarles la cabeza, a poner las patas en montoncitos.
¡Ah!, qué espléndidos los ríos de don Sebas. Siempre, en las otras orillas, a la hora que la noche entra, se dibuja una línea oscura que habla de que ahí hay árboles, casas de palma o casas cubiertas con láminas de zinc; hay monos saraguatos y candiles para iluminar la oscuridad.
Pienso en las casas con ventanas amplias, por donde el viento es un pájaro que aletea sin sosiego; pienso en los hombres que miran con descaro el trasero de la muchacha linda que camina oronda por la banqueta, a la hora que va a la cita del café.
He pensado mucho en las mujeres que, todas las mañanas, escuchan el segundo repique, toman el chal y entran al templo y se persignan, se hincan y esconden su cabeza entre sus manos y piden que, por favor, Dios evite las tragedias, que, por favor, pase pronto la pena.
Posdata: Me conocés, sabés que soy feliz en mi casa. Pero, de un rato para acá, he pensado que sería bueno subir a un avión y viajar a Italia, a la tierra de mis ancestros paternos. Pero resulta que es una idea equivocada, porque ahora no puedo hacerlo. Y entonces algo como un reclamo aparece en el espejo; es un reclamo severo: Debiste viajar cuando el aire era limpio, cuando el vuelo era tan libre como el de las nubes, como el de la risa de doña Arminda, tan exquisito como el bordado de la blusa de la chica de Amatenango. Y entonces regreso a mi realidad, a mi patio querido y abro un libro y viajo a Florencia y me extasío ante la Cúpula de Brunelleschi y recibo el sol que se baña en el Mediterráneo.
Extraño la tarde inclinándose, amorosa, en las buganvilias del bulevar; extraño el pase a gol que manda el niño en la cascarita callejera; extraño la ventana que se ilumina a las siete de la noche en el edificio de enfrente; extraño el árbol donde el niño trepa a cortar jocotes. Sí, niña mía, extraño el baile, la danza, el violín, la tuba, la gubia, la plastilina, el trago de comiteco, el pañuelo en alto, la marimba, la bufanda enredada en tu cuello. Extraño tu mirada reflejada en la mía.
Y esto me pasa a mí, a mí, que soy un hombre de casa. Pienso entonces, ¿qué pasa con los que son hijos de la calle, con los que no pueden vivir sin el abrazo de los otros, sin el abrazo de los amigos, sin la plática en el café, sin la cuerda que sostienen los demás?
Pero sé, todo mundo lo sabe, debo permanecer en casa, debo orar en casa, todo debo hacerlo en casa. Ahora, para todo mundo, la casa es nuestro mundo, el mundo. Si cuidamos nuestro mundo, cuidamos nuestra casa, la casa que es todo el mundo.
Bueno, ¡ya!, sigo en casa, envío esta carta hasta tu casa, hasta tu corazón, que también es como el patio de mi casa.