jueves, 7 de mayo de 2020

CARTA A MARIANA, DONDE ESTÁ LA PRUEBA DE MI OSADÍA




Querida Mariana: Angelita vino a rescatar mi prestigio. Vos siempre has dicho que soy un mentiroso, que jamás navegué en El Sumidero. Pues acá está la constancia. Angelita tenía guardada esta fotografía del día que, en una lancha, hicimos la travesía, desde el embarcadero de Chiapa de Corzo a la cortina de La Presa.
Vos decías lo que decías, porque sabés que no sé nadar y todo lo que sea agua lo miro de lejitos. Yo mismo me sorprendo al descubrirme cada mañana debajo de la regadera para bañarme. El agua me seduce, pero como si fuera el fuego, no meto mi mano porque se ahoga mi dedo medio y luego me quedo sin hacer la Britney señal.
Pero un día fui osado (en realidad, pienso que los amigos no me dejaron opción). Parte de la palomilla fuimos a Tuxtla, para ver un partido del Mundial del 86, en casa de Quique y Alicia (que radicaban allá) y, al día siguiente, con el sabor de una buena velada donde no faltaron los antojitos y las bebidas fuimos a Chiapa de Corzo y, a la mera hora del calor, Quique dijo que hiciéramos el recorrido, él hizo el trato con los lancheros y aportamos el billete que nos correspondía a cada uno. El trato incluía una hielera llena de botes de cerveza, bien fríos (acá no se alcanza a ver dicho contenedor fabuloso).
Así que cuando vine a darme cuenta ya estaba a mitad del Sumidero. Al principio tuve un temor indecible, pero, conforme avanzamos por esa fantástica garganta húmeda, la perfección del lugar canceló mi miedo y dio paso al asombro y a la infinita fascinación por ese portento, modelado por la mano de la naturaleza, soberbia escultora. Comencé a gozar el viaje y abrí la primera cerveza y luego otra y luego otra. Mi Paty me advirtió que ya, que ya estaba bien (me conoce, perfectamente); sabía que con cinco botes era capaz de caminar sobre la cuerda floja de las laterales de la lancha y bailar en el entarimado.
El terror apareció de nuevo cuando llegamos a la cortina de la presa, vi un letrero que daba cuenta de la profundidad. No recuerdo bien, pero en el lugar de las centésimas había un dos. ¡Dios mío!, pensé, si acá se va a pique este lanchón no lo cuento, pero un segundo después pensé que al no saber nadar lo mismo daba que fueran tres metros o que fueran cien, así que pedí otra cerveza y brindé por la vida, por ese instante donde el agua era un manto extenso que parecía alimentar la fascinación.
¡Acá está la prueba!, mi niña. ¡Ah!, Angelita salvó mi prestigio.
Quiero decirte que, por lo regular, yo fui el fotógrafo de la palomilla. Cada vez que salíamos en grupo yo cargaba mi cámara y tomaba los instantes para el recuerdo. En esta ocasión queda de manifiesto que mi temor era tal que preferí agarrar los barrotes de la lancha que agarrar la cámara, por lo que quien no aparece acá es Quique, quien tomó la instantánea.
Al fondo están los dos lancheros, quien controlaba el motor y quien hacía favor de servir las cervezas; en la siguiente línea (como si fuera el agente aduanal de la frontera de Chiapa-Tuxtla) está Javier, con el gran mostacho; luego estoy yo, apenas levanto el pulgar para decir que todo está bien; en la media aparece Roge, también con un mostacho que le da presencia, mi Paty, con lentes oscuros y sombrero, y Angelita, con un brazo sobre el respaldo del asiento; y en la delantera, Alicia, que espera criaturita, y Lety, quien dejó el sombrero sobre al asiento, para recibir por completo el abrazo del Sol.
Y de fondo el espejo de agua del vaso de la presa.
Posdata: Cuando vi la foto un cierto temblor, como de agua, volvió a cubrir mi cuerpo. He visto, en fechas recientes, fotografías de amigos que hacen la misma travesía que nosotros, pero veo que ellos llevan chalecos salvavidas. En la época que nosotros subimos a la lancha, los lancheros (sin duda, hábiles nadadores) no consideraban que dicho chunche fuera necesario.
Dios mío, ¿y si la lancha hubiese dado un tumbo inadecuado provocando una voltereta trágica? ¿Quién hubiera narrado el episodio? Ahora hago mediciones, acá estamos casi casi en el punto central del vaso. ¿Mirás la distancia hacia la orilla? Mis amigos sí son grandes nadadores, pero, ahora pregunto, si la lancha hubiese reunido agua por dentro y la lancha se hubiera hundido, ¿quién habría alcanzado la orilla? Yo, seguro habría alzado la mano, no para responder una pregunta al maestro del salón sino para despedirme de este maravilloso mundo. Ahora pienso que no sólo yo fui el osado, todos lo fuimos. ¿Cómo nos atrevimos a subir a esa lancha endeble sin salvavidas? Quique, siempre líder, nos aventaba al ruedo y nosotros dábamos el paso hacia el primer escalón.
Una vez que con Alicia, mi Paty, mi prima Sonia, Quique y yo fuimos a Guatemala, Quique también me motivó para subir a una lancha y navegar el lago de Atitlán. De nuevo ¡sin salvavidas! No sé qué decir ahora. Esa mezcla de temor y de gozo es algo indescifrable.
¿Ahora? Ahora le digo a Quique que no. Que los veo desde la orilla. Sé que mi Paty se quedaría conmigo. Mientras los demás gozan del viaje por el mar, nosotros, mi Paty y yo, podríamos encargarnos de hacer las carnes asadas, de poner las cebollas al asador, de checar que las cervezas tengan la temperatura perfecta para ofrecérselas a la hora que regresen a la playa. Nosotros, mi Paty y yo, podríamos encargarnos de dar la orden para que la marimba toque diana diana conchinchín, para celebrar el retorno de nuestros intrépidos amigos.
Un día navegué por el Cañón de El Sumidero, como si fuese un intrépido integrante del Pañuelo Rojo; lo hice (acá está la prueba), no lo volvería a hacer. ¿El agua? De lejitos, sólo para beberla, limpia, pura.